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Una certera mirada

A propósito de la selección Cuentistas del PEN

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En noviembre de 2011, Alexandria Library publicó la selección Cuentistas del PEN, con selección y edición del narrador, periodista cultural, dramaturgo y poeta cubanoamericano Luis de la Paz.

Tercer volumen del PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio (filial del PEN Internacional) —antecedido por las selecciones La literatura cubana en el exilio (2001), a cargo de Juan Manuel Salvat, y Los poetas del PEN (2007), de Armando Álvarez Bravo, ambas publicadas por Ediciones Universal)—, la presente obra, como las anteriores, integra el loable proyecto de dar a conocer el quehacer de los miembros de esta organización literaria, en su mayoría radicados en Miami.

Auspiciada su edición por el Departamento y el Consejo de Asuntos Culturales, el Alcalde y la Junta de Comisionados del Condado Miami Dade, el libro ofrece la posibilidad de entrar a fondo en el nada desdeñable corpus de la narrativa reunida en el PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio.

De tal suerte, la inclusión de 21 textos de diferentes narradores de también diversas generaciones, propone a los interesados (escritores, críticos, estudiosos, estudiantes de letras o lectores en general) el descubrimiento, la lectura y el análisis de los relatos provenientes de los autores incluidos, lo que resulta, sin duda, alentador para este grupo de indudable talento, tal se comprueba con el hondo buceo en sus páginas.

De entrada, por la praxis de este poeta y crítico (quien, como selector y antólogo, publicó, a lo largo de varias décadas, diversas selecciones y antologías de poesía, poesía para niños, décima y teatro en Cuba), estima que —acorde con su habitual bonhomía— De la Paz es humilde al autodefinirse «compilador», cuando en realidad su importante tarea es la de «selector» —término (como el neologismo «colegamigo») acuñado tiempo atrás por quien escribe—, en tanto aquí no se han compilado, sino seleccionado los textos que, antes solicitados por el asimismo editor, le enviaron los autores para su inclusión en el volumen de marras. Y es, además, modesto en su labor, al conceptuar que «en general, Cuentistas del PEN ofrece una visión cuando menos interesante (y añado: atractiva e incitadora, WGL) de la narrativa cubana en el exilio».

Mas, es igualmente honesto cuando expresa, en «Una breve presentación», que

este libro también marca un punto de unión generacional, algo que el PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio valora sobremanera, y que yo, en particular, he intentado durante años y distintas vías de impulsar, consciente de que una de las mejores vías de hacer puentes generacionales es a través del conocimiento mutuo y del interés de los mayores hacia los jóvenes y de los jóvenes hacia los mayores.

Ya al final de su introito indica —siempre preciso— que esta «no constituye una antología del cuento cubano del destierro, sino una mirada a un grupo específico de narradores, unidos por una organización cultural».

Por su parte, el poeta y crítico literario y teatral Ángel Cuadra, Presidente del PEN de Escritores Cubanos en el Exilio, en su «Introducción», especifica «uno de los principales objetivos futuros de nuestra institución: ubicar la producción literaria de nuestros miembros dentro de la obra cultural y literaria general que los cubanos han realizado fuera de la Isla, en tan largo exilio».

Y ya concluyendo sus esclarecedoras palabras, con no menor acierto, subraya que:

En el siglo XIX, durante las guerras de independencia, en la emigración cubana entonces, se dio una notable creación literaria que, en definitiva en la historia, formó parte de la cultura cubana conjunta, del siglo en cuestión y del futuro.

En este nuevo exilio también una notable creación literaria formará parte de la cultura cubana conjunta, en este período histórico y el futuro. A ese conjunto ha querido resaltar su aporte el PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio.

Los textos

Abre el conjunto el excelente relato del fundador y ex Presidente del PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio Armando Álvarez Bravo (La Habana, 1938): «El chaleco interior» que, dedicado «A la memoria de Enrique Labrador Ruiz», aborda/recrea/testimonia con brillantez los últimos años en Miami del importante narrador y periodista cuya obra sentara pautas en la narrativa cubana de la primera mitad del siglo XX.

Nacido en Sagua la Grande en 1902, Labrador Ruiz, autodidacto, periodista, ensayista y uno de los fundadores del PEN Club en Cuba, moriría en el exilio miamense de 1991, sin casi publicar más en la Isla, con la excepción del también fallecido poeta Fayad Jamis, quien, en los ’90, le prologó y reeditó El gallo en el espejo (cuentería cubiche, 1953), tras una primera reedición en México (1958) y otra en el Primer Festival del Libro Cubano (La Habana, 1959); otro esfuerzo sería, en fecha reciente, la selección Un hombre de vasos capilares que, realizada por la pareja en las letras y la vida, conformada por Lorenzo Lunar y Rebeca Murga, fue publicada en Santa Clara.

Este crítico leyó varios de sus libros y, aunque no lo conoció personalmente —gracias al mutuo colegamigo dramaturgo y narrador también cubano fallecido poco tiempo atrás, Humberto Arenal—, supo de la precaria y triste condición de olvido a que estuvo sometido, durante largos años, en su país el también autor de los deliciosos miniensayos, reunidos en su modélico volumen Papel de fumar (1946).

Por todo ello, quien escribe reconoce, en el estupendo cuento de Álvarez Bravo, no pocos de sus rasgos y datos reales que ofrecen al lector una imagen bastante aproximada del merecedor del Premio Nacional Hernández Catá en 1946, con su antológico cuento «Conejito Ulán».

En varios instantes, Álvarez Bravo da pistas del sentir del ya viejo intelectual durante sus últimos tiempos en un Miami que no lo conocía tanto, como en su querida Habana que negaba (y niega) a los que parten. Así, puntualiza el narrador, definiendo a su protagonista: «Lo opacaba una tristeza que no lograban disimular ni su todavía deslumbrante conversación, ni el flujo de su humor y su ironía.» Y, más adelante, añade, desilusionado y sin esperanza: «[…] perdimos un país que imaginábamos y este sitio es una patética y rastacuera parodia de aquel país».

La fiel reproducción del habla del escritor exiliado quien brinda una muy cercana aproximación a cómo debió comportarse, por sus frustraciones, un creador de su talla. Sin duda, este es uno de los más altos momentos del volumen.

Le sigue otro relato de valía: «A la caza de un impresor», de Armando de Armas (Santa Clara, 1958), quien —también fundador y Vicepresidente del PEN Club de Londres en Miami— ofrece un texto entre el cuento extenso y el testimonio, que, mediante un realismo rayano en naturalismo, logra atrapar al lector con una sólida historia a partir de su propia praxis, en la que evidencia su participación en lo contado. Y tal rasgo dota a su relato de una impar veracidad tan creíble, como atractiva.

Para la consecución de su válida empresa, añade a su ficción distintos personajes históricos, en una amplia gama que va desde Carlos Manuel de Céspedes hasta Huber Matos, pasando por Camilo Cienfuegos y otros, y aludiendo —en fértil mixtura enriquecedora de sesgo posmoderno— a escritores universales, como los conceptistas Baltasar Gracián y Francisco de Quevedo, y en un extenso viaje hasta el siglo XX, llega a George Orwel y su ya mítica Rebelión en la granja e, incluso, al brillante historiador Manuel Moreno Fraginals y su incambiable ensayo El ingenio.

Otro cuento memorable es «La cita», del lamentablemente desaparecido Reinaldo Bragado Bretaña (La Habana, 1953-Miami, 2005), de cuya existencia supe por amigos comunes, pero a quien no conocí. El autor, a través de su desbordada imaginería de algún modo cortazariana, logra otro momento atendible en el volumen.

Con valiosa economía de medios, en esta Short Story, el destacado creador ejemplifica lo aprendido y asimilado a lo largo de su —aunque no tan extensa, sí intensa— producción como excelente narrador que tanto más habría aportado de no fallecer sólo ocho años atrás.

Tal muchos conocen, G. Caín fue el seudónimo utilizado por el destacado multiescritor Guillermo Cabrera Infante (Gibara, Holguín, 1929-Londres, Inglaterra, 2005) en sus agudas crónicas cinematográficas que compilaría en Un oficio del siglo XX (La Habana, 1963).

El iniciador (con Severo Sarduy) del posmodernismo en la narrativa cubana y consagrado novelista desde la primera Tres tristes tigresTTT, según, siempre jocoso, la denominaba— o Vista del amanecer en el trópico/Tres tristes tigres (Premio Biblioteca Breve, 1964, reeditada en 1967) es, además, el insuperable autor de no pocos de los más imaginativos cuentos, novelas y demás libros que, clasificados con el pacato término de «miscelánea», constituyen muestras de su original impronta, al punto de que resulta el mayor «invencionero» de la literatura cubana de todos los tiempos, tal prefiero denominarlo.

Poseedor de un inexpugnable humor que no paraba mientes en burlarse de todo y de todos, como evidenció en su gran novela merecedora del Premio Biblioteca Breve —donde parodia los estilos y prosas de Alejo Carpentier, Virgilio Piñera e, incluso, de José Martí, entre otros de sus grandes colegas—, donde empleó recursos hasta entonces no utilizados, tales: retruécanos, paronomasias, agudezas, hipérbaton y traslaciones idiomáticas, con los que intenta imitar el ritmo sincopado del jazz; por el dominio de los registros coloquiales de la lengua cubana. Y todo, apoyado en su incambiable humour, tan cubano a pesar de su dominio de la literatura inglesa y norteamericana, y en su gran cultura, manifiesta en la abundante intertextualidad de que hacen gala sus textos.

El Premio Cervantes 1997 —al que De la Paz incluye su siempre fresco cuento «La mosca en el vaso de leche»— una vez más evidencia su instrumental literario, que, parejo con su enorme talento, le permitió infinidad de lecturas en varios idiomas y, sobre todo, el inglés, que le facilitaría escribir varios guiones cinematográficos: Wonderwall (1968), Vanishing Point (1971, en español: Punto límite: cero), Under the Volcano (1984, en español: Bajo el volcán, a partir de la novela homónima de Malcolm Lowry), y La ciudad perdida (2005, dirigida y protagonizada por Andy García y ambientada en la Cuba pre y posrevolucionaria), entre otros.

«La mosca…» es una clara muestra del irrepetible canon del inolvidable autor de volúmenes de varia invención, sólo posibles en él, y no otros autores de su generación ni de las siguientes, por lo que resulta un adelantado de la narrativa cubana.

Así, en Punto de lectura (miscelánea), Arcadia todas las noches (1978, críticas de cine), La Habana para un infante difunto (novela, 1979), Holy Smoke (Puro humo, historia del tabaco, 1985, traducida en 2000, ensayo), como en Mea Cuba (1992, artículos), Mi música extremada (1996, ensayo), Ella cantaba boleros (1996, miscelánea), Cine o sardina (1997, críticas de cine), Vidas para leerlas (1998, artículos), El libro de las ciudades (1999, artículos) y La ninfa inconstante (novela, 2008), descuella su desbordante y pantagruélica creación.

Excelente en su imaginería y erotismo característicos de su exuberante prosa (dotada de continuas sugerencias), tales son apenas algunos de los distingos por los que devendría, desde su aparición en el ámbito literario en idioma español, un imprescindible autor de las letras no solo cubanas, sino hispanoamericanas.

Una de las escasas autoras incluidas en el volumen, la también poetisa y ensayista Amelia del Castillo (igualmente fundadora y tesorera del PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio), ofrece un enigmático relato en «Drama en el Subway».

El hábil empleo del dueto ilusión/realidad (suerte de Ying/Yang), a partir de la discusión escuchada entre una pareja en el Metro, es el conflicto a utilizar en una posible novela que obsesiona al «escritor frustrado», quien se va alejando de su novia, por la alucinación que lo arrastra a la obcecación-abismo, para —ya al final del relato— en una función teatral, a la que asiste con Maggie, el supuesto narrador ve en la escena la propia pareja discutiendo, como antes en el tren. Ello provoca la molestia de la novia, que se marcha del teatro.

Tan sencilla pero eficiente trama (que evoca algunos cuentos de Azorín y otros narradores que presagiaron el advenimiento de la Modernidad en las letras hispanoamericanas), posibilita a la experimentada escritora crear su logrado cuento, entre cuyos méritos (sencillez expositiva, síntesis, empleo del recurso «cuento dentro del cuento»…) resaltan, además, la combinación de voces narrativas/personajes y el empleo de diálogos ajustados y convincentes.

Pleno de una controlada emotividad, contado como una narración oral, «Una blancura empecinada» es otro aporte a resaltar en la colección. Al valerse de su experiencia acumulada, Roberto Cazorla —guionista radial de novelas, poeta, actor, dramaturgo, director escénico y periodista— muestra la precisa utilización de válidos recursos, como absoluta síntesis y hondo realismo que aproxima su cuento, por tema y tratamiento, al testimonio, porque sugiere la praxis de lo autobiográfico, en virtud de que narra hechos muy comunes en la vida actual de Cuba: «¿Cómo coordinar su mente? ¿Cómo adaptarse a una vida que en ocho años, casi había olvidado? Aquellos años en la cárcel habían representado mucho más para él. Suficiente para borrar una etapa, quizá la más amarga de su existencia: era un ser desconocido que se empecinaba en conocer.»

Laureada con el Premio Ciudad de Badalona, en diciembre de 1966, «Una blancura empecinada» resulta, sin duda, otra pieza que, por su valía, merece con sobrada razón su presencia en la selección.

Un texto que destaca en la colección, por su original aporte como sui generis, es «Los nichos vacíos», del también poeta Juan Cueto-Roig, quien —exiliado en 1966 y actual residente en Miami— ha publicado numerosos títulos de verso y prosa, por algunos de cuyos relatos ha merecido lauros, como el incluido en la presente selección, finalista en el concurso español «Jirones de Azul», 2007.

También traductor al español del poeta norteamericano E. E. Cummings y al inglés del griego Constantino Cavafis, en su valioso relato, a partir de una cita de Jorge Luis Borges, el narrador aborda un original tema, cuyo tratamiento, por su concisión, se ubica, con razón, entre los mejores de los incluidos por Luis de la Paz.

Con realismo, fantasía y humor, se desarrolla la trama en enero de 2030, cuando los jefes de Estado de las potencias mundiales, reunidos en una Asamblea Extraordinaria de la ONU, reciben la improvisada visita del Todopoderoso. Tras un «conmovedor discurso» en el que se declara «culpable de las imperfecciones y calamidades de su Creación», anuncia el propósito de suicidarse.

Tras indicar que «De nada sirvieron los llantos y súplicas de los presentes», el autor añade la nota de un bien sazonado humor, cuando subraya: «Es bien sabido que los ruegos de los hombres rara vez han cambiado los designios del Altísimo.»

La dramática resolución ordenada por el Suicida Máximo, se decreta de forma unánime: «suprimir las cláusulas y referencias divinas en las constituciones, juramentos y actos oficiales de las naciones, así como cualquier invocación o alabanza al Desaparecido Creador». Este insólito hecho termina las contiendas religiosas, pero el pánico y la enajenación causados por la Divina Ausencia, provocan sangrientos disturbios y el suicidio del Papa...

Al final, en otra vuelta de tuerca —parafraseando el clásico título de Henry James—, la situación regresa al inicio: el mundo de los hombres y los hombres del mundo han retornado a la guerra, instigados por sus afanes y ambiciones. En suma, el eterno retorno, per sécula seculórum, continuará invariablemente, dando vueltas a la noria… En consecuencia, tal trama consigue entregar un excelente cuento que, por su magnífica factura, constituye uno de los más altos instantes de la colección.

Del también fundador del PEN Club miamense y cronista de El Nuevo Herald Manuel C. Díaz (La Habana, 1942) es «La visita» que —en la línea del realismo casi testimonial— aborda la travesía en el tristemente recordado barco «Pinero» de una anciana de 77 años y su nieta de nueve, quienes van a la penosa visita del preso político (hijo y padre) en el aún más tristemente célebre Presidio Modelo, en Isla de Pinos.

Las excelencias de este cuento crecen con el final inesperado que, a la manera de la cuentística clásica (Chéjov, Maupassant…), ofrece una cruel resolución: las visitantes no pueden ver al hijo y padre y, en consecuencia, deben partir de regreso para, en la mañana siguiente, emprender otra aventura similar. Sin decaer ante la negativa y el abuso del oficial —que fríamente le espeta a la anciana: «Ese tiene la visita suspendida»—, afirma con entereza a la nieta, en un inesperado y fortísimo final, tan creíble como cierto: «Ahora, apúrate que tenemos que alcanzar la primera lancha que sale a las seis. Mañana tu mamá tiene visita en la cárcel de Guanajay.»

Arriba escribí: «realismo casi testimonial», ya que —por la crudeza de lo narrado— supongo que el autor cuenta un hecho verídico, toda vez que, por intentar abandonar el país en una lancha, estaría encarcelado durante años, hasta su indulto en 1979, cuando sale hacia Miami.

«Castillos de arena», de Rodolfo Martínez Sotomayor (La Habana, 1966), añade una nota de cierto modo poética a su acento igualmente crítico. El también poeta —a partir de una cita del asimismo narrador, poeta y dramaturgo Nicolás Abreu Felippe («Soñábamos y sobre aquel sueño iba la vida. Nos íbamos despedazando»)—, a diferencia de otros ejemplos, elabora un texto que se vale del recurso denominado por el dramaturgo alemán Bertolt Brecht «Efecto V» o, mejor, «distanciamiento».

De tal suerte, evoca «aquellos veranos de Tarará junto al mar, gratis como esa pañoleta roja que llevan todos, y esa marcha por la quinta avenida de aristocráticas casas con banderas extranjeras que hoy custodian policías», en su Cuba natal durante su adolescencia —donde aún hoy «una prenda del occidente suele ser un lujo exclusivo»— y rememora, con verdad y precisión, los crueles sucesos acontecidos en ese tiempo de triste recordación, durante la malhadada década de los ’80, en la Embajada del Perú y la llamada «escoria».

Los inesperados acontecimientos que, entre gratos y complejos instantes adolescentes evocados por el hoy adulto, le permiten narrar esa dorada etapa, definida por el ya fallecido narrador norteamericano Ray Bradbury con el poético título El vino del estío. (Por cierto, es oportuno recordar que esta hermosa novela de 1957, con no poca fantasía y no ciencia ficción, como han mal escrito algunos, y bajo el cariz de autobiografía, evoca «los Idus de marzo», por decirlo con el título de otra novela homónima que, en forma epistolar, publicaría, en 1948, Thorton Wilder. Pero hay más, porque El vino… es también un fascinante relato de realismo mágico. Y, sin duda, «una de las mejores novelas sobre el pasado y el mito del verano eterno».)

Finalmente, Martínez Sotomayor concluye su relato con el siguiente fragmento nostálgico de afortunada factura: «Los ojos de tu infancia sólo te dejan ver junto al inevitable escozor, que se ha venido abajo, ya para siempre, tu castillo de arena.»

Julio Matas (La Habana, 1931) es un conocido dramaturgo y director teatral. En 1953 fundó el grupo Arena, donde dirigió La soprano calva, de Ionesco y, en ese lustro, estuvo entre los fundadores de la Cinemateca de Cuba, de la que fue Secretario y, con el fotógrafo Néstor Almendros (Premio Oscar por el filme La laguna azul), el realizador Tomás Gutiérrez Alea y otros, filmó breves ensayos. En 1960 fue uno de los directores del recién creado Teatro Nacional de Cuba y, hasta 1965, codirigió varias piezas, entre ellas El perro del hortelano, en la hoy mítica Sala «Hubert de Blanck».

También poeta, novelista y cuentista, de su amplia producción aquí se incluye su logrado relato «El olor de la santidad», suerte de reportaje sobre el descubrimiento de una edición facsimilar del diario de sor Merina del Paraná, vinculada al Paraguay y al dictador Doctor Francia.

A partir de supuestos hechos, contados con rigor y verdad, Matas narra que, en el diario, la sor pormenoriza la vida y milagros de santa Eduvigis de la Transfiguración del Señor (cuyo verdadero nombre y nacionalidad, aclara luego el autor, eran: Eduvigis de Castroverde, gallega).

Esta original historia sobre los supuestos acontecimientos ocurridos siglos atrás en el entonces distante Paraguay, posee los suficientes rasgos para atrapar al lector, en particular, por su excelente manejo de la prosa de la época y una pizca de realismo mágico (cuenta sor Merina sobre la santa que «al acercarse todos aspiraban el dulce aroma que de ella salía»). Posee además otros méritos, como suaves tonalidades de sutil ironía, fino humor y no poco erotismo, valores que convencen en esta narración, otra atractiva oferta de la selección.

Otro de los momentos clave es «El preso de la convención», del también poeta, ensayista, dramaturgo, profesor universitario y editor Rolando Morelli, quien se vale de una cita del Príncipe Kropotkin (intelectual ruso, teórico y revolucionario del movimiento anarco-sindicalista, soldado y naturalista de prestigio), para la consecución de su admirable relato, en el que establece un paralelo entre la Revolución Francesa y la Cubana, a través de una admirable reconstrucción ambiental y lingüística de la época, e incluye, como para reafirmar su credibilidad, personajes reales (Robespierre) y literarios (Masicas, del clásico volumen martiano La Edad de Oro (que en realidad fueron cuatro números de una revista que, dedicada a los pequeños de la América de su tiempo, fueron incluidos en este libro ejemplar).

«Hundimiento de la isla» es el meritorio aporte del ensayista, poeta y novelista William Navarrete (Banes, 1968) a la colección, a la que entrega este valioso y sintético relato, cuya carga metafórica convence del todo. Para ello, toma como referencia el óleo La balsa de la Medusa (1819), donde el pintor y litógrafo francés de la Escuela Romántica, Théodore Géricault, basándose en un suceso real, evocó el hundimiento del barco «Medusa», que naufragó por la negligencia de su capitán. En el célebre cuadro, el artista tomó como referencia este drama acaecido en la costa occidental de África en 1816, uno de los sucesos más espeluznantes en la historia de Francia, tal se ha afirmado.

Dedicado «A los que han muerto huyendo de Cuba», Navarrete escribió con hermoso lenguaje este brillante relato que —poesía del recuerdo y nostalgia mediante— evoca el hundimiento de la Isla, cuando, por fortuna «los últimos sobrevivientes del cataclismo nos hemos puesto a salvo», narra el creador. Y añade: «Hemos renunciado a ver las miradas tristes de la gente, miradas sin brillo ni fuerza para mirar al cielo del que saben no obtendrán misericordia alguna.»

Y se cuestiona el personaje principal:

Me pregunto cuántas pruebas más de nuestra fe y resistencia necesita Dios. ¡Como si la isla entera no fuera también un barco que naufraga con hombres a bordo que se delatan, se humillan, se rehúyen o intentan, como nosotros, ponerse a salvo sin importarles lo descabellado de la empresa! No sé qué tiene Dios contra nosotros.

[…] He oído decir que los secuaces del dueño de la isla vierten en el mar toneles de sangre para despertar el apetito de estas bestias.

Del narrador y selector de la muestra, Luis de la Paz, es «Después del noticiero», singular muestra de hondo realismo que, al frisar el naturalismo por lo verídico de lo narrado, constituye otro buen ejemplo del cuento que se escribe en el exilio miamense.

Un recurso de valía es el leit motiv que —utilizado con talento por el autor— inicia cada párrafo, en una suerte de alegoría o vía crucis agónico hacia el círculo dantesco del Inferno, y todo narrado con extrema sencillez y economía de medios.

Se trata de una inestimable evocación de pasajes de un tiempo ido, mas no olvidado, que le lleva a rememorar momentos de su infancia y adolescencia, entre su familia, junto a las hermanas, la madre y el amargado padre. Así, precisa en el penúltimo párrafo de su cuento:

Después del noticiero se mezclan las sensaciones, se confunden los sentimientos. Mis dos hermanas mayores lo recuerdan con rencor. Se les nota en la expresión cada vez que hablamos de él. Una de ellas, durante un largo tiempo, golpeó a sus hijos con el mismo ardor con que ella recibía las andanadas de nuestro padre.

Como corolario de tan complejo contexto —fácilmente comprobable en la sociedad cubana contemporánea, como los sufrimientos y desgastes que a diario se repiten en muchas familias, cuyas paupérrimas existencias de milagro sobrellevan hasta que un día mueren— es el formidable ejemplo de este relato, cuyo excelente final resulta lapidario: «Después del noticiero, a la hora del noticiero, siempre pienso en ellos, que ya no están.»

En suma, con este bojeo a través del cuento escrito por los narradores cubanos residentes en Miami y otras ciudades norteamericanas, subrayo que la selección antológica Cuentistas del PEN evidencia su fuerte presencia y su abordaje testimonial e histórico de valía, como asimismo corrobora que la destacada creación de estos cuentistas del exilio posee la suficiente calidad que justifica este volumen, punto de partida de otros proyectos futuros.


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