Actualizado: 29/04/2024 2:09
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Una fascinante rapsodia cinematográfica

En las décadas de los 60 y los 70, los cubanos conocieron la obra del húngaro Miklós Jancsó, quien creó una estética muy personal y reinventó el lenguaje cinematográfico a un nivel profundo

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Miklós Jancsó ocupa un lugar único en la cultura húngara. Si él no hubiese hecho filmes como Sin esperanza, Así he venido, El rojo y el blanco y otros, habría un vacío. Como Bartok en música y Attila József en poesía, Jancsó expresó el espíritu y el destino histórico de su nación en el cine.
Itsván Szabó

En uno de mis últimos viajes a Cuba, conversé durante un buen rato con un joven que confesó ser un gran cinéfilo. En efecto, en la charla demostró un buen conocimiento de los trabajos de Quentin Tarantino, Pedro Almodóvar, Lars von Trier, Kim Ki-duk. En algún momento indagué si había visto películas de directores de un poco más atrás, y entre otros nombres, mencioné a Miklós Jancsó. ¿Miklós qué?, me dijo el joven. No tenía idea de quién era ese realizador. Le hablé un poco sobre el cineasta húngaro que, décadas atrás, era bastante familiar para los cinéfilos de la Isla. Quienes eran asiduos a las proyecciones de la Cinemateca y de los cines La Rampa y Rialto, han de recordar títulos como Así he venido, Sin esperanza, Salmo rojo. Son solo tres de la amplia filmografía de Miklós Jancsó (1921), quien justo esta semana acaba de cumplir noventa años.

Si aquel joven pudiese ver algunos de los filmes que han dado a Jancsó su prestigio internacional, probablemente se quedaría asombrado. Es la primera reacción que por lo general se tiene ante las obras de un creador que posee una estética muy personal (y en este caso, creador y estética son términos muy apropiados). Tan personal lo es, que basta ver unos pocos minutos de cualquiera de sus películas más significativas para identificarlas como suyas. En esa breve visión aparecerán los grandes planos generales, el uso orgánico de los espacios abiertos (en particular, el llano húngaro, su querida puszta), los largos planos secuencias sin edición ni montaje, los sinuosos e hipnóticos movimientos de cámara, el diseño plástico de las escenas, a modo de un ballet abstracto, el empleo de la historia como combustible narrativo. Todo eso, en fin, que nos confirma que inequívocamente estamos en el universo Jancsó, y que hace de su cine una experiencia fascinante y extraña.

Hijo de padre húngaro y madre rumana, Jancsó se licenció en derecho y también estudió historia del arte y etnografía (de esta última debe venirle el amor por el folclor de su país que ponen de manifiesto sus películas). En la Segunda Guerra Mundial fue hecho prisionero por los rusos. En su cautiverio comenzó a interesarse por el marxismo y en los primeros años de la postguerra se dedicó al activismo político. En 1947 ingresó en la Escuela Superior de Arte Dramático y Cine, de la cual salió egresado en 1950. Originalmente iba a estudiar teatro, pero el crítico y escritor Béla Balázs lo hizo cambiar de idea.

En la década de los 50, Jancsó realizó varios noticieros y documentales. Su primer largometraje de ficción fue Las campanas se han ido a Roma (1958), que él considera “espantoso”, y que de acuerdo a los críticos, se sitúa dentro del más puro realismo socialista. Tras aquel decepcionante debut, dirigió Cantata (1963), acerca de un joven médico, habituado a los sofisticados círculos artísticos de Budapest. Viaja al campo para visitar a su padre enfermo, y allí empieza a ver las cosas con más claridad. La influencia de Antonioni es muy evidente, y tras verla hace poco, confieso que a mí por lo menos me parece una película de interés limitado.

Algo muy distinto es, en cambio, Así he venido (1964), que yo vine a descubrir unos días atrás. (Empleo el título con que se proyectó en Cuba. En inglés se conoce como My Way Home.) Ahí se advertía ya la presencia de un cineasta con talento. Es asimismo un filme de transición, y el buen nivel con que está realizado denota una indudable madurez. La influencia de Antonioni es mucho menos visible, y Jancsó consiguió una obra propia, difícilmente imaginable en manos de otro director. Su protagonista es un joven húngaro de 17 años que, finalizada la Segunda Guerra Mundial, trata de regresar a su país. Al igual que el propio Jancsó, es capturado por los rusos y asignado como ayudante de un soldado que se encarga de cuidar las vacas (un jovencísimo Serguéi Nikonenko). A pesar de la barrera idiomática y de algunos altercados, los dos descubren que tienen cosas en común y, en medio del caos y la confusión, logran desarrollar una buena amistad.

A diferencia de otros países, en donde se empezó a conocer con sus siguientes películas, en Cuba lo primero que se proyectó de Jancsó fue Así he venido. No interesó al público, pero sí a los cineastas y críticos, que supieron apreciar sus singulares valores y su espíritu renovador. Eduardo Manet publicó en la revista Cine Cubano una crítica muy elogiosa y atinada. Allí expresa que una historia que pudo resultar literaria o pomposa, está resuelta “con frescura e íntima poesía (secuencia de los muchachos mirando con los prismáticos, juegos en el jardín, muerte del ruso…) que revelan en Miklós Jancsó una de las personalidades más prometedoras del cine húngaro”. Manet destaca la armonía entre intenciones y realización: “Todos los elementos cinematográficos (fotografía, música, montaje…) están utilizados con esa precisión que es la característica más notable del guión”. Se refiere también a la notable calidad de las actuaciones, sobre todo la de los dos muchachos. Y concluye afirmando que cuando la “moda checa” pase, espera que las miradas se vuelvan al cine húngaro. “Sería entonces la oportunidad de reivindicar esta película de título inepto (seguramente debido a una mala traducción) y de valores tan constantes”.

Obsesiva exploración del pasado de Hungría

En el plano internacional, la revelación de Jancsó se produjo en 1966, cuando en el Festival de Cannes se proyectó Sin esperanza (1965, en inglés conocida como The Round-up). Fue ese título el que marcó el inicio de su prestigio y lo situó entre los grandes cineastas a nivel mundial. Representó además el primer exponente de la parábola histórica, que después pasó a ser todo un género en el cine húngaro hasta principios de los 70. Asimismo para Jancsó significó el comienzo de su obsesiva exploración del pasado de Hungría, a través de relecturas que constituyen complejos e incisivos estudios de la naturaleza del poder y de sus abusos.

El filme se inicia con unos créditos muy imaginativos, con fotos, grabados y un narrador que sitúa la época, como si el contexto histórico fuese indispensable para su comprensión. En 1848, los nacionalistas húngaros trataron de desprenderse del dominio de los Hasburgos y establecer un gobierno parlamentario. El movimiento fue brutalmente reprimido por Viena. La acción de Sin esperanza ocurre veinte años después, cuando las autoridades austríacas intentan eliminar los remanentes de la rebelión que quedan dispersos por el país. En un fortín criminales comunes y antiguos insurrectos aguardan a ser interrogados. En realidad, el propósito de los militares es identificar y neutralizar a estos últimos. El comandante somete a los reos a brutales interrogatorios, en los que más que violencia, emplea métodos de terror sicológico.

Una vez visto el filme, nos damos cuenta de lo sardónica que es la introducción. En lugar de un drama histórico, Jancsó realizó una implacable parábola sobre los mecanismos del poder y la delación. La pureza de su estilo alcanza aquí una de sus obras más notables, al cristalizar en una película de una austera belleza y una gran maestría en la puesta en escena. Acudo una vez más a Eduardo Manet, quien al comentar Sin esperanza elogió su admirable economía, la perfecta estructura del guión, las imágenes que deslumbran por su sobria plasticidad, el excelente cuadro de actores. Y expresó: “Por momentos (prodigiosas secuencias de la muchacha flagelada y de los suicidas), Jancsó alcanza acentos que solo Eric von Stroheim había sabido dar en el cine. De Stroheim tiene también el esmero en la presentación física y en el desplazamiento de los personajes (…) Para buscar un impacto tan denso e inquietante como el provocado por Sin esperanza, hay que remitirse a Avaricia o La noche Nupcial”.

Antes de ir a Cannes, Jancsó fue obligado a declarar públicamente que su filme no tenía ninguna relación con la rebelión húngara de 1956. Al igual que las escenas iniciales, eso tuvo el efecto contrario, pues todos supieron leer tras el disfraz histórico. La aclaración habitual en este caso debió ser: cualquier parecido con la realidad actual, es puramente intencionado. En Hungría, cuya población era entonces de unos 8 millones de habitantes, un millón de personas vieron Sin esperanza. Fue además la primera película de Jancsó que se estrenó comercialmente en los países europeos que no formaban parte del antiguo bloque del Este.

Tras Sin esperanza, Jancsó realizó otra de sus grandes obras, El rojo y el blanco (1967, en Cuba titulada, ya se comprenderá por qué, Los internacionalistas). Por ser el director de Así he venido, le encomendaron el proyecto de una coproducción húngaro-soviética, en homenaje al 50° aniversario de la Revolución de Octubre. Una película que además hablaría sobre los revolucionarios húngaros que voluntariamente ayudaron a los bolcheviques. Pero una vez hecha, los rusos quedaron muy descontentos. Para que se pudiese estrenar, intentaron hacer un nuevo montaje que resaltara el heroísmo del Ejército Rojo, pero como fue imposible, al final optaron por prohibir su distribución en la Unión Soviética.

De entrada, Jancsó no sitúa la película en 1917, sino en 1919, una etapa de confusión y guerra civil. Asimismo en lugar de una oda al nacimiento del primer estado socialista, hace un filme profundamente antiheroico, acerca del absurdo y la maldad de la guerra. El poder cambia de mano todo el tiempo, y lo hace un modo tan rápido, que ganar o perder deviene irrelevante. A eso se suma que muchas de las acciones bélicas ocurren fuera de cámara o en la lejanía. Por ello, para el espectador resulta confuso saber quién es el vencedor. Asimismo y aunque el título sugiere una clara delimitación entre bolcheviques y zaristas, en la práctica es difícil distinguir unos de otros. Los dos bandos actúan sin misericordia ni piedad, y cometen asesinatos y humillaciones contra adversarios y civiles. La guerra aparece así como un ritual mecánico y carente de sentido, en el cual los personajes se limitan a aceptar su destino.

Desde la primera escena, se advierte una extrema maestría en la organización del espacio. La inmensa llanura sirve de impresionante marco a la cacería de soldados, a la retirada de la caballería. La batalla final, en la cual el paisaje es fotografiado con gran ángulo, constituye un ejemplo de buen cine. La cámara además despliega una vitalidad y un dinamismo continuos y adquiere una personalidad propia: observa, se desplaza, baila, descubre, vuela. Nuevamente hay que resaltar la naturaleza coral de la figuración, el rigor de los largos planos secuencias, la geometría de la concepción plástica y el gran virtuosismo estilístico. Jancsó, que el año anterior había formado parte del jurado de Cannes, fue invitado para competir en 1968 con El rojo y el blanco, pero ese año el festival se canceló debido a las protestas estudiantiles.

Tras el tumulto épico de El rojo y el blanco, Jancsó rodó Silencio y clamor (1968), una obra más bien de cámara, con una única locación y unos pocos personajes. Se ambienta durante la represión que siguió a la abortada tentativa de Béla Kun de instaurar en Hungría una república soviética en 1919. Un antiguo soldado rojo se refugia en una granja solitaria, donde viven dos mujeres y un hombre sin ninguna autoridad en la casa. El joven debe su relativa seguridad a la amistad que, desde la infancia, lo liga al comandante de la gendarmería local. Se trata de un drama elíptico y claustrofóbico, más convencional en términos narrativos. No obstante, la ambigüedad con que está contada la historia exige un esfuerzo y una participación del espectador. Fue la última película que Jancsó realizó en blanco y negro, así como la primera en que trabajó con el director de fotografía János Kende. Otro detalle a señalar, es que los personajes femeninos desempeñan un papel importante.

En los años siguientes, Jancsó sumó nuevos títulos a su filmografía: Vientos brillantes (1968), Siroco de invierno (1969), Agnus Dei (1970), este último con el actor polaco Daniel Olbrychski. Dirigió también su primera película en el extranjero, La pacifista (1970), un homenaje a Antonioni. En esa película contó con dos colaboradores habituales del cineasta italiano, la actriz Monica Vitti y el camarógrafo Carlo di Palma. A partir de entonces, repartió su tiempo entre Hungría e Italia, donde filmó La técnica y el rito (1971), El joven Atila (1971), Roma quiere otro César (1973) y Vicios privados, virtudes públicas (1976). Fueron, sin embargo, trabajos que no tuvieron buena acogida crítica. Solo mereció cierta atención el último, una personal y erótica versión de la tragedia de Mayerling que algunos catalogaron de pornográfica.

El realismo da paso al misticismo poético

De esa década, las películas más significativas son Salmo rojo (1971) y Electra, mi amor (1974). Como en otras de esos años, se nota un cambio en el estilo de Jancsó. La acción pierde realismo y se vuelve más y más poética. Asimismo son recurrentes los motivos simbólicos (agua, fuego, velas, palomas, caballos, desnudos femeninos). Las canciones y bailes populares húngaros adquieren gran importancia, al igual que el movimiento coordinado de los actores. Y por otro lado, la carga política se desdramatiza.

En Salmo rojo, Jancsó aún conserva su interés por la historia de Hungría. Por enésima vez vuelve a su locación favorita, la puzsta, para abordar los mecanismos del poder y la opresión. En esta ocasión, a través de la anécdota de una huelga campesina ocurrida en 1890. El ejército es llamado para reprimirla y sofocar la potencial revuelta. Hay varios intentos de negociación por parte del propietario de las tierras y el sacerdote. Tras un ultimátum, el ejército masacra a los huelguistas.

Contada así, suena a una cruda pieza de agitprop. Nada que ver, sin embargo, con la imaginería simbólica y el tratamiento estilizado que se da a esos hechos. El realismo cede el lugar al misticismo poético, en el cual tienen cabida los hechos más imposibles. Por ejemplo, un joven soldado es muerto por sus colegas por negarse a disparar a los campesinos, pero resucita tras ser besado por una joven. De especial belleza es la escena de la masacre, tomada a distancia, cuya concepción coreográfica deja sin aliento. Con toda justicia, Salmo rojo obtuvo el galardón a la puesta en escena en el Festival de Cannes de 1971 (en 1979, Jancsó fue reconocido por el conjunto de su obra, algo que también hizo el Festival de Venecia en 1990).

El guión de Electra, mi amor lo escribió Gyula Hernádi, colaborador habitual de Jancsó de 1964 a 2004. Se basa en una pieza de Lázsló Gyurko, quien hizo una radical relectura del original. El tenso drama aquí tiene como marco una desolada llanura húngara. Al igual que en Salmo rojo, la cámara pasa de las grandes tomas a los close-ups. La acción en el núcleo familiar de los Atridas se contrapone al ritual de las muchachas desnudas y de los jinetes que galopan en círculo (en la filmación tomaron parte 500 extras). Más que hablados, los excelentes diálogos son declamados, a la manera como debieron ser dichos en el teatro griego. De esa epopeya visual, en la retina del espectador quedan varias imágenes memorables: la fila de hombres de negro que hacen chasquear sus látigos, la pareja desnuda que danza, Egisto obligado a mantener el equilibrio sobre una gran pelota movida por cuatro muchachas desnudas, Orestes corriendo a través de un mar de cuerpos que yacen en el suelo, el ajusticiamiento de Egisto con el Allegro barbaro de Béla Bartok como fondo musical. Y como sorprendente cierre del filme, el helicóptero rojo que desciende como deus ex machina para llevarse a Electra y Orestes.

En 1978, Jancsó rodó Rapsodia húngara y Allegro barbaro, que formaban parte de una trilogía que iba a abarcar desde comienzos del siglo XX hasta la Segunda Guerra Mundial. Fueron los filmes más caros hechos hasta entonces en Hungría, y debido a la densidad de sus imágenes simbólicas fueron mal recibidos por espectadores y críticos. Esa fue la causa de que la tercera parte no llegó a filmarse, aunque el guión se publicó. Jancsó estuvo varios años sin trabajar, tras los cuales pudo rodar algunos títulos de escasa distribución en el extranjero. Realizó además un documental, Omega, omega (1984), sobre el concierto de un grupo de rock cuyo cantante es una especie de Mick Jagger húngaro. Asimismo dirigió varios montajes teatrales, entre ellos una adaptación de Salmo rojo.

Aún volvió al pasado de su país en El corazón del tirano (1981) y, más recientemente, en ¡Vaya justicia! (2010, coproducción con Austria y Polonia), ambos ambientados en el siglo XV. Pero a partir de La temporada de los monstruos (1986), su cine se ha instalado en la contemporaneidad. Asimismo la puzsta fue desplazada por Budapest, que ha pasado a ser el escenario principal de sus últimas películas. En títulos como Dios anda a trompicones (1990), El vals del Danubio azul (1991), La linterna del Señor en Budapest (1998), ¡Condenado mosquito! (2000), La batalla de Mohacs (2003), Jancsó ofrece una visión escéptica y cargada de sátira de la Hungría postcomunista.

Cuando ya muchos daban por acabada la trayectoria de Jancsó, la audiencia joven de su país recibió favorablemente La linterna del Señor en Budapest. De acuerdo a los críticos que la han visto, no figura entre sus obras más innovadoras, pero su frescura y su vitalidad la hacen parecer más como un irreverente debut, que como el trabajo tardío de un director de 77 años. Sus protagonistas son Pepe y Kapa, dos clownescos aunque débiles sepultureros. La buena acogida que tuvo el filme dio lugar a que el director retomara la pareja en otros tres filmes. En esta suerte de segunda juventud que está viviendo, ha aparecido como actor en algunos filmes ajenos y propios (lo había hecho ya en 1969, en Los chicos de la calle Pal, de su compatriota Zoltan Fabri). También ha apadrinado el estreno de directores jóvenes como Szabolcs Hajdu. Y con su pelo blanco y su pipa, se ha convertido en una figura icónica, a quien se conoce como Miki bcasi, el tío Miki.

A sus noventa años, es poco probable esperar de Miklós Jancsó obras similares a las que realizó en los años 60 y parte de los 70. Sin embargo, ese puñado de títulos fue suficiente para que desde entonces se le considere uno de los grandes cineastas a nivel mundial. Asimismo su muy personal estilo ha dejado huella en otros directores. El rojo y el blanco prefigura el cine del también húngaro Béla Tarr y el griego Theo Angelopoulos. Andréi Tarkovski reconoció la influencia de Jancsó cuando filmaba Sacrificio. Y el mexicano Carlos Reygadas declaró que Sin esperanza, Ordet de Dreyer y algunos filmes de Ingmar Bergman, le sirvieron de inspiración para realizar Luz silenciosa. Todo eso forma parte del valioso legado de un creador que reinventó el lenguaje cinematográfico a un nivel profundo, que no se reduce al meramente visual.


Fotograma de “Sin esperanza”Galería

Fotograma de Sin esperanza.

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