Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Una idea original echada a perder

El problema de esta película es que presenta un guion desconcertado y su director es responsable de ello: la idea original se pierde en meandros que no llevan a parte alguna

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En El Conde, Pablo Larraín imagina que Augusto Pinochet no está muerto, sino que es un vampiro cuyo origen se remonta al siglo dieciocho, cuando nació con el nombre de Claude Pinoche y que sirvió al ejército de Luis XVI, a quien en su caída traicionó y en un momento determinado, al ser decapitada María Antonieta, llegó sigilosamente al pie de la picota y lamió la sangre de la cabeza abandonada de la reina.

Escondido en una isla (o península) remota y árida, el exdictador chileno, con su capa de vampiro, vuela por las calles de Santiago de Chile para seguir saciando su sed de sangre, comentando con ironía que la sangre proletaria no sabe igual que la aristocrática. Vive con su esposa y cómplice, Lucía Hiriart, y su mayordomo Fiodor, alias “El ruso”, que es una caricatura de Miguel Krasnoff, quien fuera jefe de la seguridad personal de Pinochet. El Conde, como le gusta que lo llamen, ha convertido en vampiro a Fiodor pero no a Lucía, quien constantemente se lo ruega y El Conde repetidamente se lo niega.

Al agreste sitio llegan sus hijos, esperando que su padre haga un testamento de cual serán beneficiarios, a pesar de que el padre no planea morir por el momento. Pero el peligro mayor, al cual parecen todos ajenos, es que la Iglesia está enviando a una monja experta en exorcismo para que se deshaga del vampiro y poder la Iglesia acceder a los fondos de Pinochet. La monja, Carmencita, llega bajo el disfraz de una contadora que va a ayudar a la familia a distribuir los bienes y aquí comienza el conflicto que lleva al desenlace del filme.

El filme, hablado en español, está narrado por una voz en off en inglés, que no toma mucho tiempo en darse uno cuenta que es la voz de Margaret Thatcher, la antigua primera ministra inglesa, apodada “La Dama de Hierro”, entre otras cosas por el tratamiento que dio a los miembros del Ejército Republicano Irlandés, que hicieron huelga de hambre y a quienes dejó morir antes que negociar con ellos. En el filme, se revela la intención de poner a la narradora en lengua inglesa, porque más tarde aparecerá en escena, descubriéndose que es otra vampira, y que es la madre de Claude Pinoche.

Larraín es probablemente el mejor y más conocido realizador chileno contemporáneo. Tiene una obra original, interesante y sin compromisos que lo ha llevado a figurar mucho más allá de su país de origen. Comenzó con los excelente filmes Tony Manero (2008), Post Mortem (2010) y No (2012), todos realizados en Chile, los dos primeros mostrando un dominio magistral del humor macabro, a veces difíciles de ver. Luego realizó El Club (2015), un filme sobrio y excelente, con un tema real y escabroso. Neruda (2016), resultó un filme interesante, pero fallido y más tarde da el salto a Hollywood con Jackie (2016), sobre Jacqueline Onassis, un filme poco convincente, para culminar con Spencer (2021), un filme muy interesante y onírico sobre la figura de Lady Diana. Ahora regresa a Chile para realizar El Conde, bajo el patrocinio de Netflix.

El problema de El Conde es que presenta un guion desconcertado y Larraín es responsable del mismo. La idea original se va perdiendo en meandros que no conducen a ninguna parte. La ironía se deshace en secuencias que llegan a ser clichés didácticos y propagandísticos. Las escenas con los hijos pierden su humor por ser narrativas demasiado vistas. Por otra parte, comparar a un hombre que llega al poder mediante un golpe de Estado con uno que llegó al poder elegido democráticamente, por muchos puntos comunes que se les busque es un travestismo político pedestre. Al final, el guion parece detenerse para terminar en imágenes que resultan repetitivas y gratuitas.

Visualmente, como producto de un gran director, tiene secuencias hermosas, pero también muchas veces se le ven demasiado las costuras, y los homenajes y guiños se vuelven demasiado obvios. Hay momentos que su puesta en escena rememora con demasiada claridad, montajes de Bela Tarr o de Bergman, y hasta de Tarkovski. Por otra parte, las monjitas parecen salidas de una película de Fellini. Es un poco apropiación y un poco reverencia, nada malo en ello, pero es que luego no conjugan con el resto de las imágenes.

La fotografía del americano Edward Lachman (Carol), es excelente. Su uso del blanco y negro, en lo cual está filmada casi toda la película, posee una gran fuerza ominosa que refuerza el humor macabro de esta. Es el ojo de Larraín y un componente imprescindible de la narrativa.

Las actuaciones de Jaime Vadell quien trabajó con Larraín en Neruda y en El Club, es impecable en su personificación del vampiro Pinochet, mantiene la esencia del personaje y elabora muy bien la caricatura con un sólido deadpan. Alfredo Castro (Tony Manero y El Club) también desempeña un rol extraordinario como Fiodor. Le imbuye una lóbrega inocencia a un personaje que inicialmente parece inocuo y que poco a poco y con sutileza, va mostrando su verdadero y satánico rostro. Gloria Munchmeyer como Lucía y Paula Luchsinger como la monja Carmencita están muy bien en sus papeles, dotándolos de una balanceada mezcla de ingenuidad con alevosía que funciona muy bien.

Es una verdadera lástima el desconcierto de este guion, porque aparte de ser una obra muy pulida técnicamente, pudo haber sido un filme importante.

El Conde (Chile, 2023). Dirección: Pablo Larraín. Guion: Pablo Larraín y Guillermo Calderón. Dirección de fotografía: Edward Lachman. Con: Jaime Vadell, Alfredo Castro, Gloria Munchmeyer y Paula Luchsinger. Disponible en la plataforma Netflix.


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