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Literarura

Una musa con cuatro patas

Desde la Grecia clásica y hasta nuestros días, los perros han tenido una presencia permanente en la literatura. Unas veces como protagonistas, otras en un segundo plano, dejando oír apenas un ladrido

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Mi perro ha muerto./ Lo enterré en el jardín/ junto a una vieja máquina oxidada./ Allí, no más abajo,/ ni más arriba,/ se juntará conmigo alguna vez.// Ahora él ya se fue con su pelaje,/ su mala educación, su nariz fría.// Y yo, materialista que no cree/ en el celeste cielo prometido/ para ningún humano,/ para este perro o para todo perro/ creo en el cielo, sí, creo en un cielo/ donde yo no entraré, pero él me espera/ ondulando su cola de abanico/ para que yo al llegar tenga amistades.
Pablo Neruda, “Un perro ha muerto”.

¿Gatuno o perruno? Esa pregunta debí responderla en varias ocasiones, después que meses atrás publiqué un trabajo sobre los gatos en la literatura. Tal parece que ser amante de los perros o de los gatos sea algo así como ser del Barça o del Real Madrid, de los carnívoros o los vegetarianos, del Industriales o el Santiago de Cuba. Es decir, de bandos contrarios poco menos que irreconciliables. Y en el caso al cual me estoy refiriendo, yo personalmente no lo veo así: se puede ser gatuno y perruno a la vez, sin que eso implique contradicción alguna. Yo además soy amante de los animales en general, con la excepción de esos bichos sucios y repulsivos que son las cucarachas. En cualquier caso y para no incurrir en discriminaciones, como antes hice con los gatos, hoy dedicaré el espacio a escribir sobre los perros en la literatura.

Deja que los perros ladren, Perros callejeros, Los perros de la guerra, La ciudad y los perros, No oyes ladrar los perros, Los perros hambrientos, Años de perro, Vidas extrañas y literatura para perros, Algunos niños, tres perros y más cosas, Aceite de perro, El niño perro, El hombre que amaba los perros, Ojos de perro azul, La vida secreta de los perros, El curioso incidente del perro a medianoche, Perro huevero aunque le quemen el hocico, El perro del hortelano… El catálogo de títulos de obras literarias en las que aparecen los perros es extenso. Algo fácil de comprender, pues desde tiempos inmemoriales no solo ha sido el animal de compañía preferido por los seres humanos, sino que además se le considera su más fiel amigo. Tal afirmación, por cierto, no siempre se puede hacer en sentido contrario. Mark Twain aludió de cierto modo a ello, cuando expresó: “Si recoges un perro hambriento de la calle y lo haces próspero, no te morderá; esa es la principal diferencia entre un perro y un hombre”. O para decirlo con una antigua frase que existe en México: “Dios hizo al hombre y disgustado de su obra, decidió crear al perro”.

Resulta difícil decir cuál fue el primer registro literario de un perro. Se corre siempre el riesgo de que haya uno anterior que uno desconoce. En cualquier caso, uno de los primeros ha de ser el que dejó Ulises en La Odisea. Allí se cuenta que cuando Ulises volvió a Ítaca, tras una ausencia de veinte años, llegó bajo el disfraz de mendigo que le había dado Palas Atenea. Nadie lo reconoció, excepto su perro Argos, que estaba abandonado y lleno de pulgas. En un último esfuerzo, el animal débil y moribundo se arrastró hasta los pies de su amo, meneó la cola para mostrarle su alegría y a continuación expiró. Odiseo, al verlo, “volvió la cabeza y se secó una lágrima que logró fácilmente ocultar al porquero”. Como apunta el novelista argentino Pablo de Santis, La Odisea, “que tan vasto repertorio de héroes y dioses nos muestra, permite que olvidemos escenas de combates o peligros, pero no el instante en que Argos, el más insignificante de cuantos personajes pasan por sus páginas, abandona la vida y entra en la memoria del lector”. Desde entonces y hasta nuestros días, los perros han tenido una presencia permanente en la literatura. Unas veces como protagonistas, otras en un segundo plano, dejando oír apenas un ladrido.

Existe una vieja y extensa tradición de obras cuyos narradores son perros. Muchas poseen un propósito netamente moral: al estar escritas desde un punto de vista ligeramente ajeno al mundo humano, el autor puede juzgar las conductas con serenidad. En sus Novelas ejemplares (1613), Miguel de Cervantes incluye la brevísima El casamiento engañoso. En ese texto, un personaje llamado Campuzano afirma haber oído hablar a dos perros, mientras se hallaba en el hospital. Cervantes inserta entonces como intermedio el Coloquio de los perros, que consiste en la relación escrita por Campuzano de aquel paradójico diálogo. Berganza narra su vida a su compañero Cipión, que se limita a comentar con amarga filosofía los pasajes más notables. En su odisea canina, Berganza pasa por diferentes amos (unos matarifes del matadero público de Sevilla, unos pastores, un mercader, un soldado, una hechicera), para terminar en el hospital donde supuestamente lo halló Campuzano. La narración del perro constituye una densa novela picaresca, en la que la sátira social adquiere un singular relieve. Los seres humanos son tan perversos y malvados, que causan repugnancia a un perro.

Mucho menos conocida que la novela de Cervantes es El perro de Diógenes, del italiano Francesco Fulvio Frugoni (1620-1686). Es una obra que causó polémica cuando fue publicada, tras la muerte de su autor. En ella este asume la voz del perro de Diógenes para ir a la “caza general de todos los vicios”, valiéndose de “la única libertad, propia de aquel filósofo, que más aun por vanagloria que por costumbre, se llamaba a sí mismo Mordedor de los Tristes y Lamedor de los Justos”. Frugoni dice que su propósito es corregir los errores más graves de la humanidad, pero en realidad lo que desea es reírse de ellos. Por boca del can, expresa su desprecio por toda la cultura de su época. Pocos autores se libran de sus mordidas y dentelladas, pues se venga venenosamente de sus enemigos y adversarios. Así, los filósofos no hacen sino rumiar los pensamientos ajenos y presentarlos como propios; los científicos inundan el mundo de nuevas e inútiles fantasías; los poetas desprecian las imágenes creadas por sus antecesores y las cubren con el manto de la imitación.

Los escritores y sus mascotas

Otro grupo de textos con los que se podría armar una voluminosa antología, son aquellos que los autores han dedicado a sus mascotas. Lord Byron tuvo un terranova llamado Boatswain (Contramaestre), al que profesó un gran cariño. Entre las numerosas leyendas que se cuentan sobre el poeta inglés, hay una que se dice es cierta y según la cual en una ocasión viajaba en un barco cuando Boatswain cayó al agua. Intentó que el capitán detuviese el barco y al no lograr convencerlo, se lanzó al mar, de donde él y su perro fueron rescatados. Cuando Boatswain murió a causa de la rabia, Lord Byron hizo construir en los jardines de su mansión un enorme monumento, en el que hizo grabar este epitafio: “Aquí reposan los restos de una criatura que fue bella sin vanidad, fuerte sin insolencia, valiente sin ferocidad, y tuvo todas las virtudes del hombre y ninguno de sus defectos. Estos elogios, que serían alabanzas inmerecidas si estuvieran escritos sobre cenizas humanas, son apenas un justo tributo a la memoria de Boatswain, un perro nacido en Terranova en mayo de 1803 y muerto en Newstead Abbey el 18 de noviembre de 1808”.

Entre las obras de Virginia Woolf, figura una que para algunos lectores tal vez no resulte tan conocida, aunque en su momento fue todo un best-seller en Inglaterra. Se titula Flush (1932) y es la biografía del cocker spaniel de la poetisa Elizabeth Barrett. Era un perro de orejas largas, cola grande y “ojos atónitos color avellana”, que le regaló una amiga en 1824. A partir de entonces, el can se convirtió en su compañero inseparable. Más tarde, pasó a ser su cómplice, cuando ella se enamoró del poeta Robert Browning, a quien Flush al principio veía como un rival. Virginia Woolf no solo escribe una biografía imaginaria, paródica, original y llena de humor del perro, sino que además hace una minuciosa reconstrucción de la vida de Elizabeth Barrett, durante los años más sombríos y también más hermosos de su existencia, aquellos en los que escribió sus Sonetos portugueses. A través de la mirada de Flush, Woolf trató algunos de sus temas más queridos, como la crítica de la sociedad victoriana y la vida citadina, los conflictos de clases y la denuncia de la tiranía de los hombres. Acerca de este delicioso libro, Quentin Bell señaló que no es el producto específico de un amante de los perros, sino una narración construida a partir del esfuerzo de ver el mundo a través de la mente de un perro, un mundo dominado por los olores, las fidelidades y los deseos caninos. Por otro lado, conviene apuntar que Woolf escribió Flush para superar el trauma que sufrió al regresar de un viaje por Europa y encontrar que, durante su ausencia, su perra Pinka había muerto.

En 1960, el escritor inglés J.R. Ackerley publicó la que fue su única novela, We Think the World of You, título que en español se tradujo como Vales tu peso en oro. En ella cuenta la historia de Frank, un hombre solitario y de mediana edad, que durante años ha sido amante y protector del hijo de su asistenta. El joven cae preso y aunque la relación entre ambos ya se había ido diluyendo, la madre le pide ayuda a su empleador. En una de sus visitas a la casa de la señora, este conoce a Evie, una cachorra de pastor alemán comprada por el joven antes de ser encarcelado. Lo que se produce entre ambos es un verdadero amor a primera vista, que desencadenará una guerra de egoísmo, sordidez y crueldades por la posesión de la perra.

Escrita con una pulcritud, una exquisitez y una mesura de tono admirables, esa insólita novela recreaba en cierto modo experiencias autobiográficas. En 1947 Ackerley, homosexual y visitante asiduo de los urinarios y pubs frecuentados por soldados, rescató una perra pastora alemán de dieciocho meses, con la que, como él declaró, iba a pasar “los quince años más felices de mi vida”. En esa peculiar historia se basó para escribir Vales tu peso en oro, y además la contó en un libro de memorias. Me refiero a My Dog Tulip (1956), que Christopher Isherwod consideraba una de las grandes obras maestras de la literatura sobre animales. Ackerley cuenta cómo, para su sorpresa, halló en su perra el amor de su vida, la amiga fiel que en vano había buscado durante años. Hace una retrospectiva agridulce de aquella amistad, al tiempo que reflexiona de manera profunda y sutil sobre la extrañeza que subyace en el fondo de toda relación. Antes cite la opinion de Isherwood. Truman Capote fue más allá y afirmó: One of the greatest books ever written by anybody in the world.

¿Amaba Jack London a los perros? ¿Tuvo alguno? Formular tales interrogantes resulta pertinente, puesto que la primera novela del narrador norteamericano, El llamado de la selva (El llamado de lo salvaje, según otras traducciones) tiene como protagonista a un perro llamado Buck. Había nacido del cruce de un San Bernardo con una perra escocesa de pastor y vivía en una granja en las tibias tierras del Sur, propiedad de un juez. Pero cuando a fines del siglo XIX se descubrieron los yacimientos auríferos de Klondike, fue vendido y su nuevo amo lo lleva a Alaska. De sentirse querido y ser dueño indiscutible de la casa, Buck pasó a verse obligado a trabajar en un paisaje salvaje y hostil y a tirar del trineo del correo del gobierno canadiense. Junto con su jauría, pasó después al servicio de tres buscadores de oro. Esa experiencia tiene su fin, cuando los otros perros perecen al caer en una hendidura en el hielo y Buck es salvado por un hombre llamado John Thornton, quien desde ese momento se convierte en su mejor amigo. A su vez, él le salva la vida en dos ocasiones y le hace ganar 1.600 dólares, al arrastrar cien metros un trineo cargado con mil libras de peso.

No obstante, Buck siente renacer en su interior el instinto atávico de correr a la selva y unirse a los lobos. Únicamente se mantiene entre los seres humanos por el amor que siente por su amo, y cuando este es asesinado por una cuadrilla de indios, corre al lado de “sus hermanos salvajes”. Fue cuando el viento le trajo unos aullidos penetrantes. “Buck supo que los había oído en aquel otro mundo que vivía en su memoria (…) Era la llamada, la llamada tantas veces oída, que sonaba más atractiva e imperiosa que nunca. Y más que nunca estuvo dispuesto a obedecer. John Thornton había muerto. El último vínculo se había roto. Ni el hombre ni sus lazos lo retenían ya”.

Un fiel amigo, aunque hay excepciones

Recientemente, la editorial española Errata Naturae convocó a varios narradores para que contaran historias sobre las relaciones de los escritores con sus mascotas. Fruto de ese empeño surgió el libro Perros, gatos y lémures. Los escritores y sus animales (Madrid, 2011). Entre los textos que allí se pueden leer, hay un emotivo relato de Andrés Trapiello titulado De la muerte de Mora. En ese cuento recuerda cómo le tocó vivir la experiencia de enterrar una perra con la que había convivido durante varios años, lo cual da pie para que medite sobre la pérdida y su vacío. Al inicio apunta que “en cuanto abrí la puerta del coche, [Mora] quiso subir como cuando era cachorra... Pero esta vez no pudo ser”. Una vez que la perra muere, él y sus familiares deben elegir el lugar donde la han de sepultar. Optan por enterrarla bajo un pino verde oscuro y vigoroso, a resguardo “de los días malos”. En el episodio final, Trapiello narra que tomaron el cuerpo de la perra y lo dejaron “con delicadeza en el hoyo, como si se tratara de un objeto muy frágil (...), pese a que su cuerpo, aún caliente, se dejaba moldear como el de alguien que durmiera profundamente”.

Aunque no escribió sobre él ningún literario propiamente dicho, Truman Capote tuvo un gran amigo al que dedicó su cariño y su esfuerzo. Hablo de su bulldog inglés Charlie (su nombre completa era Charlie J. Fatburger), con el que a menudo solía viajar. Antes había tenido un perro llamado Bunky, que falleció en un hotel en Alemania. Tras aquella experiencia, Capote prometió que jamás iba a volver a encariñarse con un animal. Sin embargo, el encuentro con Charlie cambió su vida y le devolvió la ilusión. Cuando comenzó a trabajar en la investigación de los asesinatos en Kansas y acudió a las drogas para poder dormir, el recuerdo de su mascota lo ayudada a superar el miedo. Tanto se acordaba de su fiel amigo, que llegó a mandarle un hueso por correo, además de que le escribía cartas y postales a su nombre. En una de esas notas, Capote estampó: “Querido Charlie, aquí todos los perros tienen miedo y pulgas, no te gustarían nada. Te echo de menos. ¿Quién te quiere? T (quién si no)”.

Y aunque no se relaciona con una mascota suya, quiero mencionar aquí, por lo curiosa y antigua que es, una referencia que Bernal Díaz del Castillo recogió en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. En 1518 los españoles trajeron una perra de la raza llamada lebrel, que fue una de las primeras que llegaron al territorio de lo que hoy es México (allí solo se conocía el perro sin pelo conocido por los indios como escuintle). Formaba parte de la expedición de Juan de Grijalva, y durante la travesía se ganó el afecto de los soldados por su valentía. Cuando desembarcaron en un sitio llamado Boca de Términos, la perra fue una de las primeras en bajar y durante los tres días que los conquistadores permanecieron allí, hizo gala de su habilidad como cazadora. Cuando el barco continuó viaje, el animal quedó en tierra y los españoles estaban convencidos de que nunca más la volverían a ver. Pero no fue así, y Díaz del Castillo consigna en su libro: “Cuando volvimos con [Hernán] Cortés la tornamos a hallar, y estaba muy gorda y lucida”.

En su Diario de un cazador, el novelista español Miguel Delibes afirmó que “en la literatura, la compañía del perro ha sido siempre más positiva que negativa”. Y refiriéndose a su caso personal, afirma: “Difícilmente podría entenderse mi vida y mi escritura sin la presencia del perro”. Delibes tiene toda la razón en cuanto a que la imagen de los perros que han dejado los escritores es predominantemente positiva. Los anteriores ejemplos a los cuales he aludido son solo unos pocos de los muchos con que esto se podría ilustrar. No faltan, sin embargo, otros que demuestran que no siempre esos animales son los mejores amigos del hombre (¿y por qué no de la mujer?). Stephen King es autor de Cujo, una novela de terror sicológico, con la que ganó el premio British Fantasy en 1983. Cuenta la historia de un San Bernardo apacible, bonachón y amante de los niños, que un día contrae la rabia. A partir de entonces se convierte en una bestia asesina de cien kilos de peso. Pasa a ser un heraldo de un pequeño apocalipsis, y sobre el que había sido un pueblo modélico hace desencadenar un huracán de pánico y muerte.

A un estilo y un género completamente distintos corresponde Corazón de perro, la novela de Mijaíl A. Bulgákov que provocó airadas reacciones en los comisarios de la cultura y cuya publicación fue tajantemente prohibida. En esa pequeña joya de la literatura satírica e imaginativa, el autor de El Maestro y Margarita narra la experiencia de Shárik, un perro callejero al que le injertan la hipófisis y las glándulas genitales de un proletario. Eso da lugar a que el can se transforme en Shárikov, un hombre brutal, caprichoso, pendenciero y malhablado, que acaba militando en el Partido Comunista. Se comporta como un ciudadano ignorante, que justifica sus actos crueles y delictivos repitiendo la fraseología comunista mal digerida. Ante la imposibilidad de poner freno a los abusos de su engendro, el afamado científico que realizó la operación decide reimplantarle los antiguos órganos y lo devuelve a su estado animal. En esta especie de Frankestein soviético, Bulgákov, como ha comentado Iury Lech, ofrece una visión paródica descarnada, “por momentos ingenua, pero con una carga latente de acertado pesimismo, el significado de formar parte de una sociedad programada para la infantilización y el libre albedrío del resentimiento”.

En la literatura cubana no abundan los textos sobre los perros. Más bien yo diría que son pocos. De todos modos, hay. Y como este año estamos celebrando el centenario del nacimiento de Virgilio Piñera, voy a reproducir un fragmento de su cuento Ars longa vita brevis, que se publicó póstumamente en su libro Un fogonazo:

“La familia, por unanimidad, tomó el acuerdo de dar una fiesta en honor de Manchita. Familia singular pero simpática, siempre a la caza de fiestas. Tras largos años de darlas tenían una acumulación de la cual esperaban, en los adversos años de la vejez, gratas evocaciones.

“Digamos ya que Manchita es una perrita blanca moteada de negro; tan insignificante, que ni siquiera puede vanagloriarse de su pedigrí. Toda su habilidad circense consiste en que a cierta hora de la noche, apoyándose en sus patas traseras, mueve frenéticamente las delanteras para que su ama la cargue.

“Manchita ocupaba en la casa un lugar privilegiado. Como cualquier persona, tenía su fecha de nacimiento y se le celebraba el cumpleaños. Pero la fiesta de esa noche incluía un homenaje especial: festejar la hazaña de Manchita por haber matado una rata, casi tan grande como ella, esa misma mañana.

“El surprise party puso a la familia en volcánica actividad. Lidia se ocuparía de los regalos; Lola, de los dulces; Jorge, de la decoración del salón; la señora Candita, de los refrescos. En un descanso de esa febril actividad, Lidia dijo a Lola:

“—¿No te has dado cuenta de que es el sábado y vendrá el viejo escritor? No le gustan las caras nuevas, ni las fiestas en honor de animales.

“—Que el viejo escritor se muerda el rabo —repuso Lola—. Se le llama por teléfono y se le expone la situación. Por supuesto, se le invita. Se le aclara, bien aclarado, que al surprise party asistirán ochenta personas, amén de los cinco perros y los tres gatos de la casa. Que no podrá leernos sus maravillosas historias. Será un invitado más; se le atenderá y obsequiará, pero sin los honores que se le rinden los sábados”.

El tema, en fin, da para redactar muchas páginas. No obstante, aquí cabría rehacer la pregunta con la que Raymond Carver tituló una de sus colecciones de cuentos y expresar: ¿De qué escriben los autores cuando escriben sobre los perros? Al respecto, propongo como posible respuesta unas palabras que pertenecen a la novelista española Soledad Puértolas: “Pero finalmente, más que de su perro, el escritor nos hablará de sí mismo. Porque en la naturaleza de las relaciones con su perro queda impreso su retrato. Y también en las observaciones sobre los perros se retrata. Mejor dicho: en ellas deja las huellas de sus inquietudes más esenciales”.