Actualizado: 29/04/2024 2:09
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Literatura

Una reivindicación del placer

En su primera incursión en la literatura erótica, Abilio Estévez confiesa que quiso escribir una novela desde la mayor libertad posible, tratando de huir del peso de la historia, de la política, del horror

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“Quería escribir una novela erótica. Una novela cuyo tema fuera el erotismo, que no me permitiera mirar hacia otro lado, que me mantuviera concentrado en el cuerpo, en la batalla y el placer del cuerpo. Y por esto, también tenía deseos de divertirme e intentar divertir. Salir un poco del «pistoletazo en el concierto» del que habló Stendhal para definir la política en la novela, de esa trabazón histórica en la que estamos siempre atrapados, de manera tan inevitable (…) Quería darme un respiro y alejarme un poco, en la medida de lo posible, de la tragedia que hemos vivido y que seguimos viviendo, porque al fin y al cabo no todo ha sido tragedia. Teníamos siempre una puerta que empujar, un cuarto donde encerrarnos y olvidarnos de lo que pasaba fuera. En gran medida, el sexo y la lectura fueron durante mucho tiempo nuestro único espacio de relativa libertad”.

Las palabras anteriores las he tomado de una entrevista hecha a Abilio Estévez. En ella, el escritor cubano radicado en España se refiere a su novela más reciente, El año del calipso (Tusquets Editores, Colección La Sonrisa Vertical, Barcelona, 2012, 228 páginas). Se trata de su primera incursión en la literatura erótica. Conviene decir, no obstante, que en 1999 había colaborado en el proyecto colectivo Cuentos eróticos de Navidad. En el segundo volumen de esa antología se puede leer una narración suya titulada “Tres reyes”.

Como toda buena novela erótica, El año del calipso proporciona al lector algo más que la descripción mecánica de escenas de sexo. En ese sentido, recuerdo algo que expresó el fallecido crítico español Rafael Conte: “Para que exista una buena novela erótica, es necesario primero que exista una buena novela”. En el libro de Abilio Estévez se cuenta, ante todo, una historia de aprendizaje y descubrimiento. Está narrada en primera persona por Josán, quien a través de la memoria y la nostalgia reconstruye su gozosa iniciación en el sexo.

Eso lo lleva a remontarse a la década de los 50 y al barrio habanero de Marianao, cuando era un adolescente de quince años. Todo comienza un caluroso mediodía en el que la gente se ha retirado a las casas, para disfrutar de una tregua en medio del bochorno y la canícula. El narrador ha salido al patio en busca de alguna brisa. Tendido sobre la hierba, se dedica a soñar. Dos noches antes, había visto en el cine El ladrón de Bagdad y la imagen de Sabu, su joven protagonista, moreno y vestido con un simple taparrabo, lo lleva fantasear con él y le provoca una sensación desconocida.

Todo eso se esfuma cuando en el jardín contiguo aparece un joven alto, delgado y de piel oscura. Va sin zapatos ni camisa, y solo lleva un viejo pantalón negro recortado a mitad de la pierna. Josán, que sin saberlo ha pasado a convertirse en voyeur, se detiene particularmente en la contemplación de su cara, que “no se parecía a ninguna que hubiera visto”. Aquella alucinación en un mediodía estival tuvo en él el efecto de un encantamiento: “Me quedé paralizado, sin saber qué hacer. No podía moverme, no podía dejar de mirar a través de los gajos de guárana”.

La aparición de aquel jardinero —“mi jardinero”, lo llama Josán, convencido de que “se acepte o no, todos tenemos un jardinero en nuestras vidas”— despierta en el narrador sensaciones que desconocía. Y además le despierta el deseo de nuevas vivencias. Eso lo lleva, en primer lugar, a adquirir conciencia de su propio cuerpo. Una noche, cuando está en la cama y trata de dormir, descubre una forma de placer que nada tiene que ver con lo que él había experimentado. Empezó con una caricia elemental y simple, deslizar los dedos por su pecho, y continuó luego con otras zonas de su cuerpo: “Como por casualidad, hallé mi pinga endurecida. Exploré los cojones recogidos, también endurecidos. Regresé a la pinga, la acaricié como si no me perteneciera, con una mezcla de aprecio, gusto, extrañeza. La humedad. Conocí la leve frescura de mi saliva. La moví, moví mi pinga con una mano primero, con las dos después. Pronto, más pronto de lo que hubiera querido, mojé la sábana. La sensación fue algo más que placentera”.

Ingreso en su vida como adulto

Aunque tenía quince años, Josán vivía en una época en la cual, a esa edad, aún se le consideraba un niño. Como él reconoce, sus “batallas”, es decir, sus experiencias sexuales eran escasas. Se reducían a los toqueteos nada inocentes de su tío Mirén, la contemplación de la foto de un primo nadador ya muerto, la lectura de unas novelitas pornográficas que halló ocultas en su casa, las fantasías con los actores de cine. Pero hasta ese momento ignoraba en qué consiste “batallar y disfrutar con el otro”. Como él apunta, desconocía “el sabor de la saliva ajena, que es la única, creo yo, que tiene sabor, y también el antojo abultado de unas tetillas oscuras, el olor de unos pies, el sudor de unos sobacos de vello duro. Tampoco sabía que los placeres solo se alcanzan gracias a los deseos y los placeres del otro. Y no había experimentado el gozo de convertir al prójimo en adversario, en enemigo al que se debe doblegar, aun cuando la estrategia obligue a fingir que sea uno el que se doblega”.

Pero si bien películas y libros solo servían para estimular el erotismo de Josán a través de la fantasía, le permitieron descubrir su sexualidad. En particular, la lectura de Las honradas, de Miguel de Carrión, lo ayudó a entender quién era: un hombre con alma de Victoria y rasgos de Fernando. Como él apunta, gracias a la literatura descubrió a la Victoria que había en él. Pero a pesar de que se identifica con la “pasividad” de la protagonista de la novela, su imaginación es ambivalente y en otras ocasiones puede asumir la “actividad” de su amante. Lo cual lo hace comentar: “La sensación duró toda una vida, hasta hoy. Me he llamado a mí mismo, en secreto y, de acuerdo con las situaciones, Victoria, Fernando. En momentos aún más intensos, Victoria-Fernando, que es el colmo de la gracia a que puede aspirar, en cualquier combate, un simple mortal”.

En esa iniciación en el sexo, Josán tiene una experiencia —una batalla, de acuerdo a su terminología— que fue definitiva, pues marcó el ingreso en su vida como adulto. Fue con Héctor Galán, un atractivo joven que estudiaba en el instituto de Marianao y que jugaba béisbol por las tardes. En aquel encuentro, el protagonista de El año del calipso activó mucho más su lado Victoria, pues suplantó a su hermana Vili y acudió a la cita vestido como ella. Supo así lo que significa estar frente (y también debajo) de un hombre de carne y hueso, y no frente a una fotografía o al personaje de una película.

No voy a incurrir en el mal gusto de contar la escena, ya que eso privaría del disfrute a quienes se animen a leer la novela. Solo apuntaré que entonces Josán comenzó a desarrollar su técnica de mamador. Mamar, expresa él, “es como escribir un guión cinematográfico, con su conflicto, su acción, sus altibajos, su escena obligatoria, y su bien estudiado The End. El arte del mamador también se aprende”. En su caso, es un arte que perfeccionó con los años, hasta el punto de haber formulado un decálogo del perfecto mamador. Generosamente y para aquellos a los que les interese, lo detalla en su narración.

A lo largo de la novela, el narrador no solo relata su gradual descubrimiento del sexo, sino que paralelamente reflexiona otros aspectos relacionados con él. Por ejemplo, dedica varias páginas al lenguaje del erotismo. En una entrevista, Estévez declaró que siempre le han atraído las metáforas y las palabras que se usan para mencionar la relación sexual y los órganos sexuales: “Es maravilloso descubrir la lógica de muchas palabras que, a primera vista, no parecen lógicas. El lenguaje ayuda a aumentar el erotismo de una situación, en eso estaremos todos de acuerdo”.

Una frase que dice a su amante la protagonista de Las honradas, “Hazme tuya”, lleva a Josán a interrogarse y, posteriormente, a comprender “la relación de posesión que implicaba el goce de los cuerpos, y cómo el acto de gozar implicaba un hacerse dueño, un poseer, un dominar”. Por eso, el dolor que él siente tras su “batalla” con Héctor Galán le recuerda el placer que implicaba el “haber sido” de alguien, o lo que es lo mismo, que alguien lo hubiera “poseído”.

En su mezcla de curiosidad, ignorancia y astucia, el narrador pregunta a su amigo Moby Dick qué significa singar, en su infancia una palabra para él prohibida y misteriosa. Por la explicación, se entera de que es un verbo que significa remar, y que con la otra acepción solo se usa en Cuba, Puerto Rico y la República Dominicana, “porque es palabra de islas o de pueblos que reman (pueblos de buenos remos y que se enorgullecen de sus remos)”. A lo cual Moby Dick agrega: “Y es hermoso que la unión sexual de dos o más personas se compare con el acto de navegar: avanzar por el mar (¿símbolo del caos?, ¿lugar donde nacen los dioses?) y con un solo remo (¡no hace falta más!: ¡dadme un remo y moveré el mundo!); y ese remo no se halla ubicado en la proa, sino en la popa, es decir, detrás, detalle trascendental que deja a la vista la secreta —o no tan secreta— bugarronería del cubano”.

La homosexualidad en su aspecto más gozoso y divertido

En El año del calipso, Estévez se propuso —cito una vez más sus palabras— escribir un libro desde la mayor libertad posible: “libertad sexual, libertad de la imaginación, la literatura como posibilidad de salvación”. Y confiesa que al concentrarse en el hecho erótico, disfrutó más de la escritura y se liberó en muchos aspectos. Ese propósito ha cristalizado en una novela que reivindica el placer, tanto para el autor como para el lector.

Un elemento como el humor, que en sus obras anteriores aparecía administrado en pequeñas dosis, tiene ahora una presencia más significativa. Asimismo Estévez despliega una veta lúdica que había explotado poco. Eso lo lleva, por ejemplo, a recontextualizar y recrear libremente citas de otros autores. Es lo que hace con José Lezama Lima (“Algo suyo, de lo profundo de su cuerpo, había pasado a la profundidad del mío, y eso, se quiera o no, levanta un puente, un gran puente que no se le ve”), El Cucalambé (“Esa noche, no regresé a casa por el camino habitual, sino que decidí bordear la orilla floreciente que baña el río Quibú”), Horacio Quiroga (“No te pajees bajo el imperio de la emoción. Déjala morir y evócala luego”), León Tolstói (“Todas las pingas pequeñas se parecen; las grandes, lo son cada una a su manera”).

Todo eso es además coherente con la visión de la homosexualidad que se da en la novela. Lejos del sufrimiento, la autorrepresión y el sentido de culpabilidad que dominan en tantas obras, en El año del calipso la sexualidad en la cual se inicia el protagonista es presentada en su aspecto más gozoso y divertido. Cada descubrimiento que Josán hace significa para él una nueva fuente de placer y como tal, lo disfruta a plenitud. Copio un fragmento que ilustra muy bien lo que señalo. Después de su “batalla” con Héctor Galán, él se dirige a su casa. Y acerca de la experiencia que acaba de tener, expresa:

“A diferencia de Victoria (yo vivía treinta años después que ella y ya la retórica no era tan tremenda), no experimenté la sensación de «falta gravísima que manchaba para siempre mi existencia». Al contrario, yo anduve por las calles dormidas de mi barrio con una alegría inédita, un júbilo que surgía en mí y en mí terminaba, que no necesitaba compartir con nadie. Algunas veces me detenía, pasaba los dedos por la leche que corría por mis muslos, la saboreaba, exploraba el sabor también inédito, que me recordó la savia de alguna planta del jardín, un sabor semejante al jugo del marañón y que, como él, apretaba la boca”.

Con El año del calipso, Estévez ensancha sus propios límites e incorpora nuevas temas y registros a un corpus literario que, desde sus primeros títulos, mantiene un nivel sostenido. No es, por tanto, el Estévez de Tuyo es el reino, Los palacios desiertos o El navegante solitario. Como él mismo ha recordado, la obra de un autor se compone de diversas variaciones, esto es, funciona en diferentes registros y claves. De todos modos, los lectores atentos y familiarizados con sus libros anteriores reconocerán atributos comunes de su estética como son una prosa estilísticamente elaborada y expresiva y una fluidez que es resultado de una trabajada e inteligente manera de narrar. Cualidades que han hecho de Estévez uno de los escritores cubanos contemporáneos más justamente valorados.

El año del calipso, en suma, a más de ser una novela de lectura muy amena y disfrutable, posee el aliciente adicional de confirmar a un creador talentoso y en permanente y claro crecimiento.