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Una tragedia habanera vista desde Londres

El accidente habanero que llevó a Brook Watson a las colecciones de arte privadas, los museos y los libros de arte

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El caballero británico Sir Brook Watson, Baronet de primera clase, fue un tipo muy especial, uno de esos personajes aventureros y arrogantes que llenaban por un tiempo el anecdotario y la mitología del público urbano y de paso robaban espacio y presencia en la obra de los artistas de la época. No digo yo si el hombre llamaba la atención.

Nacido en 1735 en el puerto de Plymouth, el mismo del que salieron los peregrinos del Mayflower que fueron a colonizar Norteamérica, a los quince años de edad (era huérfano desde los seis) Brook estaba ya combatiendo contra los indios en los territorios de Nueva Escocia, una parte de lo que hoy es Canadá, pero en el siglo XVIII posesión de la Corona Británica disputada también, y con mucha fuerza, por los franceses.

Soldado por propia decisión en las denominadas guerras indias a las órdenes del capitán inglés John Huston, el jovencísimo Brook Watson se convirtió, siendo todavía un imberbe, en un respetado y temido combatiente del ejército de su Majestad Británica, y poco después, para su mayor gloria, acompañando al gobernador Robert Monckton y al general Joseph Slayter, fue uno de los vencedores de la batalla del fuerte Louisbourg, arrebatado después de feroz lucha a los militares y colonos galos.

Brook Watson, espíritu inquieto, voluntarioso, pertenecía a ese grupo de hombres que no se conforman con descollar en un solo campo. Con veinticinco años de edad, cansado ya de tanto guerrear, puso sus ojos en los negocios. Para él, había llegado el momento de ser, además de valiente y arrojado militar, rico.

Asociado al veterano comerciante londinense Joshua Maugher, Watson comenzó a transportar mercancías entre Montreal, al norte, Boston en la costa atlántica y Londres al otro lado del océano. Un triángulo de oro si se sabía explotar adecuadamente. Levantó así una especie de pequeño imperio que hizo eclosión con la fundación de la compañía Lloyds en 1772, un emporio que todavía hoy existe y que él dirigiría con mano firme y astuta por los siguientes diez años.

Personaje ambicioso y amante del riesgo y la aventura, la actitud y las experiencias de Watson con los revolucionarios norteamericanos que luchaban por separarse de Inglaterra (1775-1783) fue ambigua, oscura a veces, marcada siempre por el deseo de ganar más dinero y de llevar adelante sus intereses económicos y comerciales. Sus simpatías estaban, obviamente, con la Corona (la balanza histórica lo sigue colocando más del lado represivo del colonialismo que de una hipotética ayuda a los rebeldes), pero sus manipulaciones mercantiles no necesariamente ni siempre coincidían con sus simpatías.

Muchos de los tejemanejes de Brook Watson durante la Guerra de Independencia de Estados Unidos permanecen todavía pendientes de estudio y clara comprensión.

Pero el caballero Watson, uno de esos tipos que parecen salidos de las páginas de una novela de intrigas, no se conformaba solo con la gloria militar y los buenos negocios. En el año 1784, terminada la contienda militar americana y ya definitivamente establecido en Londres, entró de lleno en la política. A una edad en la que muchos contemporáneos se retiraban a vivir de sus rentas, descansar y quizás escribir sus memorias, Brook Watson comenzó con gran entusiasmo una nueva batalla.

De 1784 a 1793 fue miembro, y muy activo, del Parlamento Británico. Elegido por la ciudad de Londres, ahora su hogar definitivo, no solo defendió con ahínco a sus electores, sino que además simultaneó sus funciones con la de Sheriff de la urbe capitalina y del Condado de Middlesex. En 1796 se convirtió en alcalde (Lord Mayor) de la capital del Imperio y posteriormente ascendió a director del Banco de Inglaterra. Toda una brillante carrera para coronar la agitada vida de un hombre que no supo de la calma ni el descanso hasta su muerte en 1807.

Quizás todo esto hubiera bastado para colocar a Watson en la letra pequeña de los libros de historia e incluso para introducirlo como personaje secundario en alguna buena novela, pero un acontecimiento prematuro del que aún no hemos hablado lo llevó, para siempre, a las colecciones de arte privadas, los museos y los libros de arte.

Antes de ser soldado, y no olvidemos que comenzó a serlo a los quince años de edad, Brook Watson fue grumete y chico para todo (cabin boy) de un barco que hacía el recorrido comercial de las islas del Mar Caribe con algunos puertos de la costa este del continente norteamericano, entre ellos New York y el por entonces mucho más importante y rico de Boston.

En 1749 (catorce años de edad tenía Brook entonces) el barco en el que navegaba hizo una escala, para reabastecerse y comerciar, en el puerto español de La Habana, al occidente de la isla de Cuba. Mientras se llevaban a cabo estas tareas, que en aquella época eran lentas, el adolescente Brook Watson, aburrido de la estancia a bordo y siempre buscando algo nuevo que hacer, decidió inconsultamente darse un chapuzón en las aguas, entonces relativamente limpias (no se usaba el petróleo, aunque si se tiraban al mar los desechos de comida y de la propia pesca) del movido puerto de la capital isleña.

Nada del otro mundo para un muchacho harto de la soledad de un barco de cabotaje en tiempos pretecnológicos. Pero Brook Watson, un tipo de mucha suerte en casi todo, esta vez no la tuvo.

Un tiburón, al parecer un cabeza de batea o uno de esos escualos costeros que los pescadores llaman “sedosos”, lo confundió con un pescado o simplemente estaba hambriento y lo atacó dos veces. En la primera acometida el tiburón le desgarró al muchacho, con sus afilados dientes, la piel y los músculos por debajo de la rodilla en su pierna derecha. Una herida muy seria pero el muchacho no se amilanó y se defendió a manotazos y gritos, tratando de acercarse con grandes brazadas a su barco. Entonces el escualo, cuando ya algunos tripulantes de la nave que se encontraban en un bote de los que hacían la travesía hasta el muelle intentaban rescatar al herido, regresó y terminó de cercenar de una mordida el pie sangrante del joven a nivel del tobillo.

El joven, perdiendo sangre y atenazado por el dolor, comenzó a tragar agua y probablemente se resignó a una muerte casi segura.

Pero actuando con gran serenidad y eficacia, los marineros que tripulaban el bote sacaron a Brook del agua, ligaron in situ el muñón, lo que le salvó la vida y lo llevaron a tierra de inmediato. Tres meses le costó la recuperación al joven, para nosotros hoy sería un niño, en el hospital de Nuestra Señora del Pilar de la ciudad.

Escribimos un párrafo más arriba que Brook no tuvo suerte esta vez, pero si exceptuamos la fatalidad del encuentro con el tiburón, algo no tan común (siempre se ha discutido en Cuba la abundancia de tiburones en la bahía de La Habana e incluso existen ciertos mitos sobre presos, sobre todo antimachadistas que han sido lanzados a los mismos. El caso del pianista Emilio Grenet, no ocurrió en el puerto de La Habana sino en las llamadas “Playitas del Malecón”), sí que la tuvo.

Y la tuvo en primer lugar por la prontitud con que fue rescatado, lo que evitó que se ahogara, en segundo lugar, por la habilidad de sus rescatadores para impedir la continuidad de la hemorragia (la arteria tibial anterior sangra profusamente) y en tercer lugar por haber evitado, o sobrevivido, las posteriores complicaciones infecciosas tan comunes, y tan letales, en aquella época.

Lo cierto es que Brook Watson se repuso de todo aquello y después de regresar a Boston, su puerto de partida, se convirtió en el guerrero, aventurero, comerciante, empresario y político de la pata de palo (forrada de cuero) del que ya hemos hablado más arriba. Pero…

¿Cómo pasó Brook Watson al arte pictórico?

Alrededor de 1774, quizás en un viaje de Boston a Inglaterra o en alguna reunión de amigos en Londres, no hay acuerdo sobre esto, Watson conoció personalmente al pintor norteamericano John Singleton Copley (1738-1815), uno de los retratistas más importantes y cotizados de la época. Ambos hombres, el artista y el político, se hicieron amigos y Watson, después de contarle detalladamente su odisea cubana al pintor, le encargó un cuadro “grande y vistoso” sobre el asunto.

El encargo le vino a Copley de perillas porque después de hacerse de un nombre en la sociedad colonial norteamericana —allí era considerado el mejor— quería conquistar las cimas del arte pictórico inglés, y de aquí saltar al resto de Europa. Ni que decir que aceptó feliz el encargo y se dispuso a pintar un lienzo grande e impactante. Una tela de la que todos, incluso la prensa, se maravillaran.

Copley, después de estudiar el tema (es obvio que nunca en su vida vio un verdadero tiburón, que las figuras de los marineros son impostadas, que el arpón ballenero es un anacronismo, que la ciudad de La Habana al fondo está sacada de postales y que existe una disparidad entre el tamaño del muchacho atacado y las otras figuras) y de afanarse trabajando, terminó en 1778 un cuadro enorme, un óleo sobre lienzo de 182.1 centímetros de alto por 229.7 centímetros de ancho.

Fue el equivalente de la época a una película de éxito de hoy en día.

El cuadro quedó primero en manos del propio Brook Watson, luego pasó, por cesión del propietario, al Christs Hospital de Londres y después de algunos otros avatares está, desde el año 1963, expuesto en la Galería Nacional de Arte de Washington D.C. donde el autor de este trabajo lo vio, y le llamó la atención, por primera vez.

Casi seguramente una de las primeras representaciones pictóricas de categoría internacional de la ciudad de La Habana y muy probablemente también una de las primeras en las que se refleja, con más o menos fidelidad, el ataque de un escualo a un ser humano.

Una prueba de que lugares y hechos que aparentemente nada tienen que ver unos con los otros pueden reunirse gracias al arte.

Disfrútelo con calma, vale la pena.


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