Una vida casi en flor cortada
Cuando regresó en 1959, Ricardo Vigón quiso poner al servicio de Cuba sus conocimientos, pero le negaron la posibilidad de hacerlo
Ricardo Vigón procedía de una familia humilde y viajó a París en condiciones muy precarias. Algo de eso lo cuenta Cabrera Infante en su artículo. En él cita el testimonio del escritor Calvert Casey, quien narra los sacrificios que hacía Vigón: “Daba pena ver como Ricardo ahorraba, porque sabía que cuando se acabara la Asamblea, se acabaría el trabajo. Por ochenta francos, que no era nada, podíamos comer espléndidamente. Ricardo se iba al otro extremo de París y comía en un restaurante —hay que llamarlo de algún modo— de barrio bajo: de una olla grande comía una comida de presidiario para ahorrar cincuenta miserables francos, porque sabía que los necesitaría mañana cuando se quedara otra vez sin trabajo”.
El de traductor fue uno de los varios trabajos que Vigón desempeñó para sobrevivir. Probablemente era el mejor pagado. Hizo además de extra de cine, de figurante en el Folies Bergère, de repartidor de programas, de compañía de alguna dama aburrida. Consiguió también un empleo como curador en la Cinématèque Française, a través de su amistad con Henri Langlois. Como parte de la etapa parisina de su leyenda, se cuenta que fue acogida por unas monjas en un convento, donde por fin pudo comer decentemente todos los días. Sobre aquellos duros años, Pablo Armando Fernández expresó: “Ricardo sufrió el hambre de París y de Roma y de México y de Nueva York, huyendo del hambre que padecía en Cuba. Huyendo al hambre y a todas las hambres del cuerpo y del espíritu”.
Pero nada de eso consiguió menguar su pasión por el cine. Asistía a las proyecciones en la Cinématèque Française, donde se sentaba en la misma fila con los críticos de Cahiers du Cinema. Iba además a los principales estrenos y conoció a varias figuras famosas. En la edición del periódico Revolución donde se le rindió homenaje, hay varias fotos donde aparece con algunas de ellas. En una, tomada en el Festival de Cannes, se le ve saludando a Henry Fonda. En otra está con Jacqueline Sazzard en el estreno de Guendolina. En otra junto a Eleonora Rossi Drago, en el Festival de Venecia. Y hay una en la cual escucha a su amigo Gerard Philipe, quien en 1959 visitó La Habana a instancias suyas. Asimismo Cabrera Infante recuerda que cuando vio a Luis Buñuel en México en 1957, lo primero que hizo el cineasta fue preguntarle por Vigón y por su salud.
Tras vivir algunos años en París, Vigón viajó a Nueva York, donde también pasó hambre y miseria. Después de una corta estancia en México, regresó definitivamente a Cuba. De acuerdo a Ardévol, “por primera vez en su vida se sentía orgulloso de estar aquí, de poder ser lo que quería y dedicarse a lo que quería y vivir con el mínimo decoro requerido”. Empezó a laborar como traductor en Prensa Latina, luego trabajó en la Dirección de Cultura. Finalmente pasó al Teatro Nacional, como jefe de propaganda, una actividad en la que comentó se sentía útil. Allí creó un equipo de trabajo cuyo director artístico era Pedro de Oraá y que estaba integrado por Umberto Peña, Carlos Manuel Díaz Gámez, Roberto Guerrero, Rolando de Oraá y José Manuel Villa. Por otro lado, empezó a escribir críticas de cine en Revolución.
Sobre aquellos textos, Canel comentó: “Sus críticas tenían la vehemencia de la pasión, y si en algunos momentos no coincidía exactamente con la objetividad que yo consideraba debía tener cualquier crónica cinematográfica, siempre estaban impregnadas de ese amor suyo por el cine puro, por esa pasión suya de defender cualquier película que tuviera un sentido estrictamente fílmico”. También Ardévol señala que “se podía, en ocasiones, no estar completamente de acuerdo con él, pero había que leerlo, y eso era lo importante”.
Las críticas que alcanzó a publicar no fueron muchas. Su actividad apenas llegó a un año y además compartía el espacio del periódico con Cabrera Infante. Como este apuntó, Vigón poseía un buen gusto infalible. A eso se agregaba el buen conocimiento del cine que había acumulado como espectador. Sabía expresar sus criterios con claridad: “Chapaiev, filme esencialmente de montaje, se opone a un cine actual en el que los movimientos de cámara y el trabajo de edición o de corte son los fundamentos. Desde ese punto de vista nos resulta interesante e instructivo. Ahora bien, lo que en Eisenstein quiso ser la conquista absoluta de un lenguaje, viene a ser en los Vasiliev una retórica, un recurso a la facilidad”.
Dedicó algunos trabajos a la entonces incipiente nouvelle vague, cuyos primeros pasos Vigón conoció durante su etapa en París. Escribió, por ejemplo, acerca de Los primos, la primera película de Claude Chabrol exhibida en Cuba. También comentó Los amantes, de Louis Malle, sobre el cual señaló que “es un filme muy importante, pues marca no el inicio de una disputa, sino la toma de poder de una nueva generación en un cine francés que parecía después de la guerra la propiedad privada de los de más de cincuenta años. Es el triunfo de la juventud de Louis Malle contra la madurez de Autant-Lara”. Y aunque señala que Los amantes “no es una obra maestra, ya que no es un filme completamente dominado”, destaca que “es un filme libre, inteligente, que revela en su autor un tacto absoluto”.
La última crítica suya apareció el 19 de febrero de 1960. Se titulaba “Orfeo Negro y la política de los festivales”, y fue reproducida de nuevo el 4 de abril, en las páginas que Revolución dedicó a su memoria. Pese a lo que su título lleva a pensar, en realidad es una defensa de Los 400 golpes, que consideraba una obra maestra. En la nota que la acompaña el texto, se dice que su siguiente comentario debía ser sobre La gran ilusión e iba a ser parte de un debate sobre la película de Jean Renoir que el diario planeaba promover. Pero Vigón cayó enfermo y el debate se pospuso para siempre (se publicó, no obstante, una crítica de Cabrera Infante).
Tras volver a Cuba, Vigón se dio a la tarea tenía de reactivar el proyecto de la Cinemateca de Cuba. Germán Puig aún se hallaba en París y lo había autorizado para que en representación suya fuera adelantando las gestiones. Sin embargo, Vigón pronto se dio cuenta de que Alfredo Guevara, director del recién creado ICAIC, no iba a apoyar la propuesta y que además le negaría a él la entrada en esa institución. En esas circunstancias tan hostiles, aconsejó a su amigo que, por el momento, no regresara a la Isla. Estaba amargado, triste, y en una carta que le escribió a Puig (la reproduce Emmanuel Vincenot en su magnífica y documentada investigación Germán Puig, Ricardo Vigón y Henri Langlois, pioneros de la Cinemateca de Cuba) le comenta: “Me repugna un poco la perspectiva de luchar contra esta gente. Pero en Cuba habrá industria de cine y me niego a pensar que se me excluya. Si me voy, ellos se quedarán dueños del terreno, coño, esto me da rabia”.
Era tan juvenil como milenario
Su pasión por el cine era mucho más amplia y planeaba debutar como director. Es curioso que en su artículo Jacinto Soriano se refiera a él como el “cineasta” cubano que más lo impresionó. Eso lo lleva a comentar: “Vigón era un creador nato. No se podía estar junto a él y no ser seducido por la fuerza de sus asociaciones de imágenes, de su imaginación creadora que parecía no descansaba un instante. Lo que en otros requería un esfuerzo de concentración y estudio voluntarioso surgía en Vigón espontánea y diáfanamente, sin abigarramientos ni dificultades. Nadie como él para descomponer, en un momento, una realidad en imágenes cinematográficas de una originalidad y un poder extraordinarios”.
Soriano añade que era un “estudioso incansable del drama humano a su alrededor” y “solía recorrer palmo a palmo las calles de la ciudad en busca del detalle interesante, de imágenes nuevas, de todo lo que pudiera serle útil a la obra del futuro”. Asimismo se refiere al que iba a ser uno de sus proyectos: “Quienes conocieron de sus ideas para un documental sobre la Reforma Agraria, no han vacilado en decir eran algo más que un trabajo profesional acabado, eran un avance en el género del documental”. Vigón también adelantó que iba a rodar un documental sobre el Mercado Único y otro sobre la Ciénaga de Zapata, con guión de Fayad Jamís, Roberto Fernández Retamar y Pedro de Oraá y fotografía de Jesse Fernández.
En esa última etapa, Vigón guardaba un buen recuerdo de Lezama Lima. Por cierto, más de una vez he escuchado decir que el escritor se inspiró en él para crear el personaje de Fronesis. En una carta que dirigió a Fernández Retamar y que este recogió en el libro Recuerdo a, Lezama Lima dejó constancia de su estimación por Vigón: “Sí, querido amigo, la muerte de nuestro llorado amigo me produjo una desazón atroz. En los últimos meses que precedieron a su muerte, nos reuníamos con mucha frecuencia. Su deliciosa y profunda personalidad provocaba en mí una alegría suscitante. Su voz se agrandaba, ahora se agranda más, mientras casi parecía desaparecer su pequeño cuerpo. Yo estaba en un momento de mucha soledad, él en una expansión, esa expansión misteriosa y peculiarísima, como es, casi siempre, la que precede a la muerte. Vigón era tan juvenil como milenario. Había, como todos sabemos, recorrido muchos espacios, conocido muchos hombres. De todo eso había derivado una sabiduría amistosa, una como jerarquía de la amistad. Al final, había rechazado mucho, se había quedado con poco. Ese poco es ahora el oro de su recuerdo. Parece siempre que va a llegar. Es el visitante que deseamos que nos regale su presencia. Su ausencia se vuelve ahora tan poderosa como su presencia. Vale la pena la resurrección, donde oiremos de nuevo su voz más grande que su cuerpo. Yo diría que en nuestro recuerdo será siempre la voz de la resurrección”.
Pero la suya fue una vida “antes de tiempo y casi en flor cortada”, como escribió Garcilaso de la Vega en uno de sus poemas. Cuando más prometía, falleció a causa de una enfermedad intestinal que padecía desde la niñez. Era muy joven y Canel hizo notar que “nunca llegó a aparentar sus treinta años; nunca hasta las horas después de su muerte”. Se fue tan pronto, que incluso algunos de los que fueron sus colegas en Revolución apenas alcanzaron a conocerlo. Uno de ellos fue el escritor Luis Agüero, quien así lo manifestó entonces: “Recuerdo perfectamente el día que lo conocí. Hablaba entusiasmado de Los amantes, y me fijé en su rostro. Era un rostro pálido, triste, que me inspiró confianza. Desde ese momento decidí que Ricardo Vigón sería mi amigo. Pero, no tuve suerte. Y esa ha sido una de las cosas que más me ha molestado de su muerte imposible, prematura, absurda”.
Nivaria Tejera cuenta que se enteró de la noticia del fallecimiento de Vigón varios meses después: “A finales del año 60, habiendo formado parte de la primera racha cubana de retorno al país, me enteré con intensa pena de su muerte (¿suicidio o desaparición?… imposible aceptar la primera sospecha, dado su culto cristiano) y pronto se reafirmó en uno la convicción de que Ricardo Vigón fuera una de las primeras víctimas seleccionada por los sanguinarios en el poder como anuncio «ejemplar» de su programa revolucionario. ¿Pero en qué podría hacerle sombra a tal poder este encantador personaje? ¿O tal vez el preclaro espíritu, la entereza que le caracterizaba, su palabra limpia, directa, frontal, amenazaría ya, premonitoria, a «la nueva ralea» que empezaba a dirigir el cine cubano, ese otro «vericueto» de la propiedad privada en la que el Dictador convertiría poco a poco toda la Isla, calificado, por igual, de revolucionario. Pero como en estos regímenes estalinianos todo queda siempre sin respuesta, uno sigue sin comprender por qué necesitan «reafirmar» su poder con esas desapariciones esenciales. O acaso sea por reafirmar la descomposición del fantasmagórico Dictador, a fin de seguir imponiéndolo en tanto que descomposición: ces obscures pulsions de l’inexprimable...”.
Vuelvo al artículo de Cabrera Infante, quien escribió: “He titulado este pálido retrato de la vida y penurias de Vigón «La breve vida infeliz de Ricardo Vigón». Breve, porque Ricardo ha muerto demasiado joven. Infeliz, porque todas las privaciones, todos sus trabajos, todos sus estudios, todos sus afanes le sirvieron de bien poco: ha muerto cuando más prometía. Sé que esta es una frase común, pero es que la muerte de Ricardo es común a la muerte de mucha gente (…) No quiero repetir que la gente con talento antes de que pueda mostrar su talento a alguien más que a sus amigos, es injusta y criminal. Esto se puede llamar destino, mala suerte o como usted quiera, lo que hace que una vida no sea feliz. Pero también dije infeliz, porque Ricardo quiso poner al servicio de Cuba sus conocimientos y no pudo”.
A raíz de la muerte de Vigón, el poeta José A. Baragaño publicó en Revolución un breve texto titulado “Ricardo Vigón ante su anti-realidad”. Cierro estas líneas con un fragmento del mismo: “Tu alegría, tu fervor, tu inocencia ya enseñan, quedan de este lado, en momentos abiertos a todos los combates. Tu ausencia pertenece a la mala fe de nuestro universo, a la miseria de los artistas, eres ahora definitivamente tu destino. Nosotros seguiremos construyendo con tu nombre y en el de todos, con tu alegría, tu fervor y tu inocencia, ante la brutal desaparición. De todos los amigos: ¡Adiós!”.
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