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Literatura, Traducción, URSS

Una vida extraordinaria y fascinante

Un libro recoge las vivencias autobiográficas de la traductora Lilianna Lunguiná. Sus recuerdos permiten al lector adentrarse en lo que era el día a día bajo el régimen soviético. Una visión que está dada por una mujer de origen judío

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Meses atrás, comenté en este mismo diario la salida de Crónica de un silencio, el estremecedor testimonio de Lidia Chukóvskaia sobre su expulsión de la Unión de Escritores Soviéticos, que durante décadas hizo de ella una escritora olvidada. No sabía entonces que en un período más o menos breve iba a leer otros seis títulos firmados por mujeres. Poseen, asimismo, una característica común: todos narran hechos reales. En unos casos, son obras autobiográficas; en otros, sus respectivas autoras dan voz a personas anónimas mediante las armas del mejor periodismo. Son, además, un descenso a los círculos de algunos de los infiernos comunistas que imperaron en países de Europa y Asia.

Progresivamente iré reseñando cada uno de esos libros. Empiezo esta semana dedicando el espacio al que posee una génesis muy singular: Versión original. Memorias literarias narradas a Oleg Dorman (Automática Editorial, Madrid, 2019, 442 páginas, traducción de Yulia Dobrovolskaia y José María Muñoz Rovira). Aquí no cabe decir que lo firma Lilianna Lunguiná (Smolensk, 1920-Moscú, 1998), pues no se trata de una obra escrita por ella. Es la transcripción hecha por el cineasta Oleg Dorman de la serie documental Podstrochnik (Traduccion interlineal), dirigida por él y rodada en febrero de 1997. Entonces un reducido equipo de rodaje fue durante varios días a la casa de los Lunguín, para escuchar y grabar la narración que dio lugar a la serie.

A Dorman le llevó diez años convencer a los productores para que le permitieran finalizar el documental. Y explica la razón: “El documental tenía un problema: no se puede clasificar en ningún género. No es una película sobre la historia de Rusia en el siglo XX (aunque también lo es), ni la historia de una mujer (aunque, por supuesto, lo es)”. Podstrochnik se pudo proyectar finalmente en 2009. El periodista ruso Andréi Loshak ha contado que durante las cuatro noches consecutivas que se transmitió por la televisión, el país entero lo siguió. Y comenta: “La única persona que aparece en toda la película es la traductora Lilianna Lunguiná. Un espectáculo muy poco llamativo, si lo comparamos con las costumbres de nuestra época. En el documental, que en total dura casi seis horas, una señora mayor cuenta su vida. Nada de escándalos, intrigas o investigaciones, pero resultó tan apasionante que nadie quiso cambiar de canal.

“La manera de comportarse de Lilianna Lunguiná conjuga la amabilidad con una gran dignidad, una combinación extraña en nuestro entorno. Uno observa como detrás de esta integridad apacible, aparece una vida vivida con virtuosismo y con sentido. Los telespectadores no se perdían ni una palabra de la traductora, y no porque Lilianna Lunguiná hubiera dicho algo especialmente profundo o gracioso, sino porque la sociedad carece, como si se tratase de una especie de síndrome de abstinencia, de individuos a los que se suele llamar ‘los justos’. Se dice que ni siquiera un pequeño pueblo puede existir si no vive en él al menos un justo. Así que no hablemos de esta enorme aldea que es Moscú (…) Para ser sincero, antes de ver el documental nunca había oído hablar de Lilianna Lunguiná. Es el destino del traductor, quedarse siempre a la sombra del original. Pero cuando al final de la película dijeron que ella había muerto hace once años, sentí un gran dolor y, sobre todo, una angustia creciente. La gente así no debería dejarnos solos, abandonados”.

En el prefacio de Versión original, Dorman cuenta que a principios de los años 90 en Francia se publicaron las memorias de Lunguiná, bajo el título de Les saisons de Moscou. Tuvieron un gran éxito de ventas y en la revista Elle las consideraron la mejor obra testimonial del año. Sin embargo, cuando le propusieron editarlas en Rusia la autora rechazó decididamente la opción, pues creía que para sus compatriotas tenía que escribir un libro diferente de principio a fin. Aceptó afrontar ese reto, pero en un relato oral delante de la cámara. De acuerdo a Dorman, al transcribir su testimonio solo realizó correcciones mínimas. Asimismo, para la publicación incorporó fragmentos no incluidos en el documental, con lo cual el libro aumentó en un tercio.

Durante la etapa soviética, Lunguiná desarrolló una importante actividad como traductora al ruso de obras en alemán, francés, noruego, sueco y danés. Gracias a ella, los lectores de su país conocieron a Astrid Lindgren, y tuvieron acceso a novelas de Knut Hamsun, Michael Ende, Colette, Alexander Dumas, Boris Vian, Romain Gary. Tradujo también piezas teatrales de Schiller, Ibsen, Hauptman, y cuentos de Hoffmann y Hans Christian Andersen. Refiriéndose a esa labor, Lunguiná comenta: “Mi trabajo de traductora literaria, pese a su carácter modesto, sí que ayudaba a crear agujeros en el telón de acero que nos separaba del resto del mundo. Después de todo, quien ha leído a Boris Vian o Colette ve el mundo con otros ojos”.

Nacida en una familia judía

Pero aunque varias páginas están dedicadas a su trabajo como traductora, el de Lunguiná no es un libro sobre su actividad en esa profesión, sino un amplio repaso de su trayectoria vital. Y hay que decir, en primer lugar, que tuvo una vida fascinante y además fue testigo privilegiado de una época que le impuso duras pruebas. Nacida en una familia judía, pasó su infancia en Alemania, Francia y Palestina. Cuando tenía trece años, sus padres regresaron a la Unión Soviética, donde presenció muchos de los vaivenes y trastornos de esa etapa. Exiliada durante la Segunda Guerra Mundial, fue llevada a la sede de la KGB para que informara acerca de sus amistades. Fue sometida al antisemitismo sistemático y despiadado, pese a lo cual consiguió labrarse una notable carrera como traductora. En el proceso, se encontró en el centro mismo de la vida cultural soviética, y conoció y entabló amistad con Boris Pasternak, Joseph Brodsky, Alexander Solzhenitsyn y muchas otras figuras relevantes de la literatura rusa del siglo XX.

Su padre, uno de los ocho o nueve hijos de una familia judía pobre, fue el único que accedió a los estudios superiores. Al triunfar la Revolución de Octubre y como Anatoli Lunacharski y él se conocían, fue nombrado por este uno de los subjefes del Comisariado de Instrucción Pública. Cuando el gobierno soviético decidió que había que empezar a establecer vínculos comerciales con Occidente, lo enviaron a Alemania, tomando en cuenta que había aprendido ese idioma en los cuatro años de cautiverio que pasó allí durante la Primera Guerra Mundial.

Lunguiná cuenta que se convirtió en una niña alemana, pues tras estudiar el primer año en la escuela de la embajada, pasó a hacerlo en un colegio normal y corriente. Cada verano, ella y sus padres iban a un sitio diferente. Conoció así Suiza y Francia. Un año, su padre determinó pasar las vacaciones en Rusia y ver cómo funcionaban los equipos que compraba. No pudo salir más: le quitaron el pasaporte y le informaron que a partir de ese momento trabajaría en su patria.

A su madre. Lunguiná la describe como una mujer llena de carnavaladas, bromas y juegos. Tenía una vena lúdica y era aficionada a las artes escénicas. Se enfadó con su esposo por haberse ido a Moscú, desoyendo la advertencia de un desconocido de que le insistió en que, por el bien de su familia, no fuese a Rusia. Y en eso apareció Ludwig, un chico encantador con quien Lunguiná inició una relación. Los tres se fueron a Tel Aviv, donde vivía su abuela, pero allí estuvieron poco tiempo. Ludwig se marchó a Estados Unidos y su madre decidió irse a París.

Cuenta que al principio se sintió mal, pues la matricularon en una escuela pública sin saber más que cuatro o cinco palabras en francés. Como no tenían medios de subsistencia, la madre alquiló una sala en el Quartier Latin y abrió un teatro de títeres, al que llamó Petrushka. Fabricó unos quince o veinte muñecos con plastilina e invitó a los hijos de los emigrados rusos para que fueran actores. Para anunciarse, imprimieron unos folletos que Lunguiná repartía por las calles. Daban funciones cuatro o cinco veces a la semana, y en algunas ocasiones los invitaban a actuar en fiestas infantiles de familias adineradas. La autora del testimonio cuenta que allí recibió sus primeras lecciones de desigualdad social, y agrega: “La verdad sea dicha, no me gustaban nada estas representaciones, pero ayudaban a mi madre, aportaban bastante más dinero que la calderilla obtenida por las funciones en nuestra pequeña sala”. Eso les daba la posibilidad de vivir modesta pero desahogadamente.

A medida que adquirió un mayor dominio del francés, además de los clásicos se inició en la lectura de autores como François Mauriac, Martin du Gard, André Gide, lecturas muy distintas a las de sus compañeras de clase. Eso la distraía de los estudios e hizo que sus notas fueran muy bajas. Mas se dio cuenta, empezó a prestar más atención y no tuvo más problemas. En esa nueva vida, sin embargo, echaba en falta a su padre, de quien regularmente recibía postales. Hacia 1933, intuyó que su mamá añoraba a su exesposo. Para entonces, a este le habían adjudicado un apartamento donde podrían vivir los tres. Una vez decidido el regreso a Rusia, la madre tuvo que ir a Berlín a tramitar los papeles, pues al divorciarse había perdido la ciudadanía soviética.

Viajaron en tren hasta Varsovia, donde pasaron un par de días. De ahí prosiguieron viaje hasta Moscú. El tren hizo una parada de varias horas y les permitieron bajar al edificio de la estación. Allí fueron testigos de un espectáculo terrible: había decenas de personas dentro y fuera, unas dormidas, extenuadas o tal vez enfermas, niños llorando, todos con aspecto de moribundos. Intentaban escapar de la hambruna que asolaba la Unión Soviética. Lunguiná recuerda que se echó a llorar: “Mamá, no quiero. Volvamos, tengo miedo, no quiero seguir”. A lo cual su madre le contestó: “Es tarde, hijita, ya hemos cruzado la frontera, ya estamos en la Unión Soviética. No hay marcha atrás”.

Llegaron a Moscú el 4 de mayo de 1934. El apartamento del papá estaba en un edificio construido con el dinero de quienes habían laborado en el extranjero. Estaba en la séptima planta y contaba con tres habitaciones. Aún faltaban las escaleras y para subir había unos tablones de madera colgados sobre la nada. Las tuberías de gas y agua tampoco estaban terminadas, y para buscar agua había que bajar al patio. Y acerca del apartamento, Lunguiná comenta: “Todo aquello, por supuesto, me pareció de lo más deplorable, casi no había muebles, solo lo esencial: un sofá, un escritorio pequeño en mi habitación, y otro grande, el de mi padre, en su habitación y otro sofá, mi madre disponía además de una mesa de comedor, cuatro sillas y un armario. Esta es la lista completa de los muebles de aquel piso de lujo. Sin embargo, por las conversaciones entendí que aquello se consideraba el no va más, que todos nos envidiaban, que llegar a tenerlo era un golpe de suerte”.

Un sistema que decidía por ella

Una vez de regreso, el principal problema que se les planteó a sus padres fue el de su escolarización. Su hija sabía leer en ruso, pero no escribirlo. Había cumplido los catorce años y por esa edad le correspondía matricular en el sexto o el séptimo curso. Mas, ¿cómo empezar en esos niveles si no sabía escribir? Tras una larga búsqueda, decidieron apuntarla en la escuela donde estudiaban los hijos de los comunistas alemanes que habían huido de Hitler y de los profesionales de ese origen que ayudaban a construir el nuevo país socialista. Fue la introducción de Lunguiná en el sistema soviético.

Lo primero que la asombró fue que sus compañeros de estudio estaban increíblemente politizados. Todos además pensaban y se interesaban por lo mismo. Cuenta que la pasmó “el conformismo, la unificación, la ausencia de rasgos individuales. En París todos eran distintos (…) En Moscú mis compañeros estaban todos cortados por el mismo patrón”. Desde los primeros meses, algo dentro de ella protestaba, algo se resistía a aceptar un sistema que tenía todo dispuesto de antemano, que decidía por ella, y en el cual “para cualquier cuestión existían fórmulas precocinadas, tan solo tenías que copiar el texto escrito en la pizarra (…) No había manera de conseguir que aquello me entusiasmara”.

A pesar de eso, la decisión del padre de no permitir que continuase en la escuela alemana le sentó mal. Pidió que la permitieran estudiar un año más, pero fue imposible. Pronto comprendió la razón por la cual él actuaba así. En 1936, la escuela fue liquidada casi por completo. Todos los maestros, muchos padres y bastantes alumnos fueron detenidos y el colegio dejó de funcionar. Se estaba preparando el Gran Terror que Stalin pondría en marcha al año siguiente.

Lunguiná comenta que, desde el punto de vista soviético, su familia vivía bien. Por pertenece al personal técnico de categoría superior, su padre tenía acceso a un almacén en donde podía cambiar por alimentos los bonos que le daban. En cambio, a través de una de sus amigas supo, para su sorpresa, que no todas las familias almorzaban. En vez de comer, bebían té, con azúcar si es que había, acompañado por pan con un poco de sal y aceite vegetal. Muchas familias vivían además en pisos compartidos, en los que cinco o seis personas solo disponían de una habitación de unos dieciséis o diecisiete metros cuadrados.

En su grupo, ella y otro estudiante eran los únicos miembros del Komsomol. En aquel momento, aún había espacio para discutir en las reuniones, pese a que les endosaron a un chico que venían como responsable de la organización de base. Pero muy pronto se dieron cuenta de que su tarea era no solo espiarlos a ellos, sino también a la directora del colegio. Ideológicamente, esta no encajaba del todo, porque al hablar diariamente a los alumnos antes del inicio de las clases no empleaba palabras como Partido Comunista, ni mencionaba a Stalin.

Fue convocada una reunión para expulsar a los hijos de dos detenidos, por no haber desenmascarado a los padres antes de que lo hiciera la NKVD. Lunguiná expresó (“a mis quince estúpidos años no estaba acostumbrada a callarme”) que era un disparate, pues, en primer lugar, nadie chiva a sus padres. En un santiamén suspendieron la sesión y la expulsaron del Komsomol. Su compañero salió a defenderla y recibió el mismo castigo. Los dos fueron al comité de distrito, pensando que los readmitirían, pero no los dejaron ni abrir la boca y ratificaron la expulsión.

Como pone de manifiesto en su testimonio, el incidente tuvo en ella una profunda repercusión: “Aquel fue, creo, el momento último y definitivo para mi repulsión completa de ese sistema. Comprendí que la verdad no existe. Que todo aquello no era más que una puesta en escena. Es un recuerdo muy intenso: mi octavo curso, la visita al comité de distrito del Komsomol, el grado de indiferencia, la renuencia a aparentar siquiera la disposición a escucharnos. El impacto que causa en un ser imparcial es fortísimo (…) Simplemente hizo efecto, digamos, la carga de la libertad de pensamiento, de la libertad de opinión mamada en mi infancia extranjera. No era la mejor ni la más inteligente y tampoco era capaz de ver más allá que los demás. Tan solo, por lo visto, había asimilado determinados conceptos que arraigaron en mi alma con tanta fuerza que el embaucamiento al que todos, quieras que no, estábamos expuestos no pudo borrarlos. Por eso a los juicios de los «enemigos del pueblo» no les daba ningún crédito, estaba firmemente convencida de que no eran más que camelos, eso lo tenía claro, sin la menor duda”.

Todos los compañeros de la empresa donde laboraba su papá fueron detenidos, pero él se libró por estar enfermo de anemia perniciosa, entonces una enfermedad incurable. Asimismo, en su edificio, decenas de ventanas se apagaron. Los padres de Lunguiná vivían atemorizados y el padre tenía preparada una maleta pequeña con los enseres de afeitar, una toalla y un jabón. A los dos o tres años de residir allí, habían instalado un ascensor, que estaba tan mal aislado que al subir, hacía mucho ruido. Si pasadas las nueve o las diez de la noche se le escuchaba funcionar, todo el mundo se echaba a temblar, pues era la hora en la cual se practicaban las detenciones. Era, comenta Lunguiná, un “miedo vivo, cálido, no imaginario sino real, que a fin de cuentas formaba la base de la existencia”. Recuerda que una noche, al regresar de un paseo con una amiga, vio que a su encuentro venía un amigo de su padre. Iba como tambaleándose, llevado por dos hombres vestidos de paisanos. Al mirar hacia atrás, vio como lo metían en un camión cubierto por una lona.

Un horrible fenómeno de ofuscación masiva

Tiene palabras encomiásticas para los profesores que tuvo en el último curso, en el cual todos eran de letras. Su vida se hizo más compleja y se llenó de aficiones, de lecturas, de relaciones intensas. En 1938 matriculó en el Instituto de Filosofía, Letras e Historia (IFLI), cuyas plazas eran muy solicitadas y del cual se graduó con el certificado de alumna excelente. Eran los años del terror estalinista, y recuerda que se celebraban reuniones espeluznantes en las que los estudiantes de los cursos superiores hijos de detenidos se flagelaban públicamente y “golpeándose el pecho, se arrepentían a gritos de no haber dado el paso de informar sobre sus padres antes de que interviniera el KGB”. Sobre aquellas autoinculpaciones Lunguiná opina que, “desde el punto de vista de la cordura es uno de los más horribles fenómenos de ofuscación masiva. No tengo otra palabra para definirlo”.

A estallar la guerra, su madre y ella se fueron a Kazán (el padre había fallecido en 1938). Allí le ofrecieron el puesto de secretaria ejecutiva de un periódico regional que se editaba en un pequeño pueblo. Al cabo de dos años, las dos regresaron a Moscú. El IFLI había sido fusionado con la Universidad y ella pasó a estudiar en la Facultad de Filología. Como tema de su trabajo de fin de curso escogió el de las literaturas escandinavas y sus relaciones con la rusa. Por recomendación de uno de los profesores, determinó realizar el postgrado para especializarse en Escandinavia. Para entonces su madre había muerto y se encontraba completamente sola. Pudo continuar los estudios gracias a que la beca que le dieron, y también a que una amiga la llevó a vivir en la casa de sus padres. Tuvo además una ayuda adicional con las clases de francés que dio en una institución que se ocupaba de los contactos culturales con el extranjero.

En 1947 sucedió algo que cambió su vida por completo. Para celebrar la llegada del Año Nuevo, fue a casa de una amiga y allí conoció a Sima Lunguín, un joven director de teatro que después se convirtió en un reputado guionista de cine. De aquel encuentro surgió el amor, se casaron y vivieron juntos durante cuarenta y nueve años. Lunguiná reconoce que no les faltaron adversidades que superar, pero las afrontaron y las superaron. Y confiesa que tuvieron una vida plena e increíblemente alegre y feliz.

Por el tiempo en el que trabajaba en su tesis doctoral, comenzó la campaña contra numerosos escritores y artistas y se dio comienzo a una nueva ola de arrestos. En la propia Facultad de Filología fue convocada una reunión a la cual debían asistir todos los profesores y estudiantes, bajo amenaza de expulsión. La finalidad era votar a favor de la campaña iniciada por Zhdánov contra Anna Ajmátova y Mijaíl Zóschenko. El propósito que se perseguía con aquellas asambleas —un recurso creado por Stalin, pero al cual sus sucesores recurrieron con igual éxito— era “responsabilizar a la sociedad en su conjunto por el exterminio de las personas concretas, para que nadie saliese «limpio» (…) Para atreverse a votar en contra o tan solo abstenerse en una sala repleta hacía falta una valentía suicida: nunca la vi en la época estalinista”.

En esos años, también comenzó la campaña contra el “cosmopolitismo”, tras la cual en realidad se ocultaba una avalancha de abierto antisemitismo orquestada por Stalin. Para no emplear la palabra judío, se inventó el término “cosmopolita sin raíces”. De nuevo la población indignaba demandaba medidas severas “contra los canallas que habían olvidado lo mucho que le debían a la tierra rusa”. Lunguiná narra que en su Facultad, “algunas de las estudiantes más brillantes se levantaban una tras otra y exigían que prohibieran dar clases a los profesores que hasta ayer mismo habían adorado. Años después, durante el deshielo, muchas de esas chicas se volvieron defensoras liberales del nuevo teatro de los años sesenta”. El propio Sima fue víctima de aquella ola represiva y lo despidieron de la escuela de teatro donde impartía clases de técnica actoral.

La muerte de Stalin evitó que se pusieran en práctica las medidas contra los judíos que ya estaban aprobadas. A los pocos años se produjo el discurso de Jrushov en el XX Congreso del Partido, y los primeros pasos del nuevo gobierno infundieron tímidas esperanzas. Se publicaron obras de Ilya Ehrenburg (El deshielo) y Vladimir Dundíntsev (No solo de pan) que se convirtieron en fenómenos de lectura masiva. Brotó también una nueva generación de poetas, de la cual salieron Evgueni Evtushenko, Bella Ajmadúlina, Andréi Vosnesenski, Robert Rozhdestvenski, quienes daban recitales en estadios que se quedaban pequeños para acoger a todos los que deseaban entrar. Pero los acontecimientos de 1956 en Hungría detuvieron la liberalización, y como expresa Lunguiná “las consecuencias dentro del país no se hicieron esperar: se puso fin a la transparencia, a la apertura, comenzó el avance reaccionario. Los estalinistas aprovecharon la ocasión. Jrushov, por su parte, que aprendió de la experiencia húngara, exigió que los escritores y artistas sirvieran al partido. La novela No solo de pan, que por fin acabó de salir en formato libro, fue retirada de la venta por «calumnias a la Unión Soviética». Y al poco tiempo empezó el caso Pasternak”.

Los inicios en la traducción de Lunguiná tuvieron que ver indirectamente con el antisemitismo que aún pervivía. El jefe del departamento de Literatura Traducida de la editorial Deltguez, especializada en obras para niños, le hizo saber que se cuidaba mucho no superar un determinado porcentaje de judíos, y que por eso no podía encargarle trabajos del francés. Y agregó: “Otra cosa sería algo nórdico; tú has tocado la literatura escandinava, busca por ahí, de esas lenguas no tenemos traductores, y yo iré con las espaldas cubiertas ante mis superiores”. En la editorial se recibían paquetes de libros de esos países, y algunos meses después ella encontró uno cuya cubierta le llamó la atención. Empezó a leerlo y desde la primera página se dio cuenta de que era “una maravilla, algo con lo que no me habría atrevido a soñar”. Se trataba de Karlsoon del tejado, de la escritora sueca Astrid Lindgren, con quien después estableció una buena amistad.

El antisemitismo adoptó nuevas formas

Acerca de esa labor, expresa: “Traducir es una felicidad enorme. Compararía el arte de traducir con el arte de la interpretación musical. Es una interpretación. No me atrevo a decir qué traducción es mejor y cuál peor: cada uno elige lo que más le gusta. Por ejemplo, traduje los relatos de Heinrich Böll, hay otras traducciones de Böll y son como escritores distintos. Creo que el destino de Remarque, del cual en nuestro país escribían que es un escritor de segunda fila (algo que no es en absoluto cierto, es de primerísima línea), su destino aquí no es más que el resultado de unas traducciones, lamentablemente, poco logradas (…) Cuando uno traduce, cuando se suelta, lo que hace es dibujar su retrato, se percibe cómo es”.

Esa actividad hizo de ella una de las traductoras más respetadas de la escena literaria rusa. Pese a ello, mientras que sus compañeros de profesión viajaban al extranjero, a ella no le concedían permiso. Presentaba las solicitudes y recibía una denegación tras otra: “Hoy por hoy estimamos inoportuno el viaje”. Lo mismo le ocurría a su esposo, hasta que después de varios años le permitieron viajar a Italia. Por recomendación de alguien y tras escribir al ministro del Interior, Lunguiná envió una carta a Yuri Andropov, pidiéndole que le explicara por qué, siendo miembro de la Unión de Escritores, no le permitían salir del país. Finalmente, recibió la autorización y pudo ir a Francia a visitar a unos amigos de la infancia. Se cumplió su sueño de volver a París, a donde más adelante fue varias veces, en esa ocasión con Sima.

Acerca del antisemitismo durante los tiempos de Leonid Brézhnev, apunta que lejos de haber desaparecido, estaba más vivo que nunca. Solo había adoptado otras formas, y se reveló sobre todo cuando, después de la victoria de Israel en la Guerra de los Seis Días, se permitió a los judíos “abandonar el país”. Para estos, era cada vez más difícil acceder a los estudios superiores, y facultades como las de Matemáticas y Física se convirtieron en fortalezas inexpugnables. A eso, Lunguiná añade que “si ya tenías empleo, la única manera de conservarlo era pasar desapercibido. No sacar la cabeza. Quieres trabajar, pues confórmate con la mezquindad. A un judío jamás lo habrían nombrado para un puesto de responsabilidad por mucho talento que tuviera”.

Confiesa que cuando Mijaíl Gorbachov fue nombrado Secretario General del PCUS, ni ella ni su esposo esperaban nada de él. Pero pronto ocurrió algo comparable a un terremoto. Se hallaba en París a finales de 1989 y ver por la televisión las multitudes humanas en las calles de Varsovia, Budapest, Sofía, Berlín Oriental la conmovió hasta el fondo del alma. Eso la lleva a reflexionar que en esos países “se liberaron gracias a un amplio movimiento popular. Y nosotros, ¿qué hicimos? La Perestroika nos fue dada desde arriba, sin haber luchado. Esa es la gran diferencia entre ellos y nosotros. Esto explica por qué el avance hacia la democracia de los pueblos de la Europa del Este es mucho más rápido”.

Varias páginas del testimonio están dedicadas a Sima, a quien define como un hombre excepcional, de mucho talento, que “sabía amar la vida, convertirla en algo insólito, y la vida con su toque relucía como el diamante tallado”. Con él tuvo dos hijos: Pável, que se convirtió en un reconocido director de cine y debutó brillantemente con el largometraje Taxi Blues; y Zhenia, quien estudió en la Academia Estatal de Artes Teatrales y vive en París. Lunguiná reconoce que tras la muerte de su esposo, su vida pasó a ser diferente: “Creo que ahora sé lo que es la pena. Es la ausencia de deseos. En serio: nada te apetece. Casi nada. Muy contadas cosas”.

Finaliza su relato oral expresando que le gustaría que “estos pedacitos de nuestra vida ayudasen a los que me escuchan a entender cómo vivíamos, no solo nosotros —nuestro caso es especial, nos tocó en suerte una vida alegre en un contexto terrible, lúgubre—, sino nuestros coetáneos en general: cómo vivían, qué los conmovía, qué les hacía reaccionar”. Y concluye: “Lo principal de esta vida son las personas y hay mucha más gente admirable de la que supones. Es decir, lo bueno vence a lo malo. Fíjese cuánta gente hermosa fuimos hallando en nuestro camino. Hay que prestar más atención a las personas que te rodean. A lo mejor tardarás en descubrir lo maravillosas que son, es preciso tomarse el trabajo de desvelar lo que una persona lleva en su interior. Tal vez allí también se descubra un senderillo que conduce hacia alguna alegría”.

Me he extendido en repasar sucintamente el contenido del libro para que se tenga una idea de la visión abarcadora que lo preside. Aunque lo que Lunguiná desgrana en él son sus vivencias autobiográficas, su testimonio constituye al mismo tiempo las memorias de toda una época de su país. Abarcan estas desde los primeros años de la revolución bolchevique hasta la década de los 90, y el relato oral nos permite adentrarnos en lo que era el día a día bajo el régimen soviético. El testimonio posee además la singularidad de que esa visión está dada desde el mundo de la cultura por una mujer de origen judío.

Lunguiná combina la claridad y la sencillez de su lenguaje con una gran lucidez para analizar los hechos de los que fue testigo. El libro cuenta con un abundante material fotográfico, que va acompañado con fragmentos tomados de sus recuerdos. Y cuando se concluye la lectura, resulta fácil entender por qué la publicación de Versión original fue todo un acontecimiento editorial en Rusia.