Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Villa Berta

Última entrega de la serie “Una familia, un siglo”, que traza la prevalencia de la amistad por encima de las diferencias que conducen al odio en una célebre familia cubana

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La quinta de Arroyo Naranjo fue ante todo el paraje de los abuelos. Constante y Berta la legaron a sus descendientes. Y ese legado tocó de manera visible la vida de otros muchos y, aún más, la existencia misma de una generación de creadores que se expresó en la poesía, la narrativa, la música, la filosofía, de un momento clave en la historia de la cultura nacional. Su huella permanece bajo los árboles que sembró el asturiano Constante de Diego González, llegado a Cuba cuando era un adolescente de unos doce o trece años, para ejercer el comercio, como muchos españoles de esa migración y, casado en segundas nupcias, luego de una viudez, con Berta Fernández Cuervo-Giberga, quien además de su largo ejercicio como maestra de inglés, fue autora de aquel texto en tres tomos para la enseñanza del idioma, con el que se ejercitaron varias generaciones de estudiantes, incluida la mía: Exercises in Functional Grammar.

Villa Berta guarda todo eso. Y no pocas veces me he preguntado, en especial cuando ando de viaje, por qué puedo visitar la casa de Proust, la de Kafka, y hasta la del remoto Dante Alighieri, y me está vedado trasponer las verjas del sitio donde creció Eliseo Diego, una de las voces poéticas más extraordinarias de nuestro país y de nuestra lengua.

Pese a las versiones recibidas nunca me quedaron claras las razones que tuvo la familia para dejar la quinta. Sobre todo porque me ensombrecía la idea de que se hubiera elegido el lugar como paso de una carretera, a la cual se sacrificó la huella trascendente de una época. Y durante los años transcurridos desde entonces, me apenaba aún más el hecho de que nadie pensara en recuperar aquel lugar, cuando en otros se estaba haciendo un importante esfuerzo de restauración. Por el contrario, la villa presenta hoy un estado de abandono al que solo han sobrevivido los árboles. En 1993, Josefina de Diego, publicó un pequeño tomo que remite a la vida en la casa familiar, El reino del abuelo, uno de esos breviarios dignos de conservarse como joyas de la bibliografía no solo por la memoria que contienen sino por el exquisito estilo de la prosa. En la última viñeta ella refiere así la partida:

En 1968, y por muchas y muy diversas razones ―difíciles de resumir y de asumir― tuvimos que abandonar la finca. No recuerdo nada de ese día, ni de los preparativos previos a la mudada. Sólo años después supe que todos, de alguna forma, habíamos tratado de preservar la casa en nuestra memoria. Tío Cintio la nombró, con especial ternura, en su novela De Peña Pobre; Cleva, poeta y pintora, amiga entrañable, se escapaba al estudio de papá y hacía bocetos del jardín; mi hermano Lichi escribió, ese mismo año, un libro precioso, La Quinta de los comienzos; yo retrataba los rincones que no aparecían en las fotos de mamá; tía Fina escribió poemas desgarradores: “Desmantelan la casa, nos desmantelan a todos el alma”.

Al componer estas líneas se impone la imagen de Eliseo Diego volviendo el rostro al lado contrario del paisaje cada vez que transitaba hacia el aeropuerto. No podía soportar los recuerdos.

Allí, en 1958, llegaron los primeros ejemplares de su segundo libro, Por los extraños pueblos, impreso en los talleres de Ucar García; allí también escribió El oscuro esplendor, uno de sus favoritos, que publicó ocho años más tarde. Allí, se sentó frente a las teclas cada domingo la “abuelita Chifón” para tocar la canción que alborotaba a los nietos. Allí, una tarde, José María Vitier con siete años de edad tomó de repente unas maracas para acompañar a su abuela y lo hizo como un profesional, con lo que la familia se dio cuenta de su talento y a partir de entonces comenzó a estudiar música. Allí ensayaba su hermano Sergio las primeras lecciones de guitarra. Allí, “descargaba” Felipe Dulzaides, incluso a veces en compañía de “Los armónicos”. Allí leyó Lezama algún texto y se escucharon los poemas de Octavio Smith, de Cintio, de Fina, en tanto Agustín exhibía su sentido crítico y, desde luego, su humor. Allí se cocían los proyectos comunes y se esperaban las páginas de Orígenes, que eran comentadas de inmediato.

¿Cómo olvidar lo que fue ese recinto para estos creadores? ¿Cómo no tomar en cuenta su repercusión, su reflejo, en las generaciones posteriores?

Fue Bella quien quiso instalarse en la quinta, que estaba desocupada cuando se casó con Eliseo, quien por entonces vivía con su madre en la Habana metropolitana. En 1953, cuando los gemelos tenían dos años y Rapi cinco, la familia se mudó a Arroyo Naranjo.

Cito la descripción de Cintio Vitier:

Era un lugar precioso, muy agradable, muy acogedor, una quinta con jardines donde jugaban los niños y nos reuníamos nosotros, que éramos los mismos. Incluso en esa época se trataba del grupo en toda su pureza, porque como entonces no resultaba fácil llegar a Arroyo Naranjo, no ocurría lo que pasaba en casa de Josefina, que llegaban muchos por la simple razón de que andaban cerca de allí. En Arroyo Naranjo estábamos los de siempre. Lezama iba algunas veces, porque él tenía que alquilar una máquina y no disponía de economía para hacerlo cada domingo.

El piano de Josefina Badía funcionó como cordón umbilical entre el departamento de Neptuno 308 y la quinta de Arroyo Naranjo. A través de él se dio la combustión definitiva entre música y poesía, las dos vocaciones de la familia. Y en torno a él y a su ejecutante se continuó reuniendo el grupo que traía a los Vitier, a Agustín y Dinorah, a Octavio Smith, a Julián Orbón con “Tangui”, su esposa, al padre Gaztelu y aún a otros amigos como los Ordoqui, con el pequeño Joaquín, su hermana Annabelle Rodríguez y Mario Parajón. Los primeros hijos de Felipe Dulzaides y Sergio Vitier coincidieron en edades con los de Bella y Eliseo, y disfrutaron mucho Villa Berta. Después, una nueva generación de nietos que integraban los primos segundos, además de los descendientes de Agustín Pi, se mantuvo también apegada a la casa.

Por esa memoria habría que conservar la quinta en lo que fue: un centro de cultura, pues ella guarda la presencia de una generación de escritores y artistas que son emblemáticos en la historia de nuestro país.

Hace ya muchos años, en 1978, visité los alrededores de Villa Berta. A través de la reja de hierro del portón pude mirar hacia el interior y las meditaciones en el trayecto de regreso produjeron esa tarde, también dominical, un texto poético que solo incluí después en una plaquette de escasa circulación. Ahora, en el intento de dar a la serie un cierre conclusivo, confieso que me es imposible hacerlo con palabras diferentes a las que entonces escribí. Solo deseo añadir que no habría llegado hasta aquí sin la ayuda de Josefina de Diego, quien aportó información precisa y fotos imprescindibles a los relatos. Luego entonces la dedicatoria que aparece en la primera crónica, se extiende hasta acá: Para Fefé y a la memoria de su gemelo, que hoy descansa en el puente.

Encuentro con ustedes

Las marcas de la familia irreversibles
sobre las losas de la entrada
desconocen el pequeño tiempo en que nos detuvimos
en el puente de hierro
para descubrir un andén cubierto ya por la maleza
pátina implacable.
Aquel día no comprendieron la sobriedad con que acogí la visita:
es que los niños jugaban al miedo tras una curva oscura
cazaban arañas en el jardín
subían las escaleras los muros
atravesaban el bosque
mientras el camino de la escuela mismo bajo otros pasos
empolvaba de nuevo los zapatos andando hacia la casa.
Cuando llegamos volvieron las ventanas de par en par
la madre abrió los brazos para recibir en loca carrera
sonó el piano de los domingos.
Después regresamos a la estación
donde un sapo –efigie sin cabeza—
detiene el tránsito.

Creen que ha sido borrado
pero todo está allí perdurable bajo las palmas
a la sombra de los árboles que crecen
sembrados por el abuelo.


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