Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Esperando a Carilda Oliver

'Carilda Oliver Labra: La poesía como destino', de Urbano Martínez Carmenate: Los hechos biográficos van por un lado y la interpretación por otro.

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"El problema decisivo de los cubanos consistía ahora en serle fiel a Fidel. La estrategia era fidelidad al fidelismo" (p. 300), justifica el biógrafo. Y decide que la Oliver asuma este principio del modo más natural y menos traumático posible. El resto carece de interés. De repente, el 11 de noviembre de 1960 —previamente se nos ha presentado a la poetisa en el limbo viviendo con el amante X "una experiencia irrepetible" (p. 298)—, nos enteramos por las buenas que Pedro Oliver, hermano de Carilda, y a la sazón rector de la Universidad de Las Villas, se fuga a Miami. ¿Por qué razón?

El biógrafo la sabe de sobra, pero decide no aclarárnoslo. Concluye que una golondrina no hace verano y entonces silencia la historia particular de un drama feroz. La causa no puede ser ni más sencilla ni más breve. Un alumno del rector es cogido en acciones consideradas subversivas, por lo que fue juzgado y condenado a muerte.

Ante los ruegos de la madre, Pedro Oliver intercede y, previamente al juicio, se le promete, desde la máxima instancia, que no habría fusilamiento alguno. Pero esa misma noche el estudiante fue ejecutado. Pedro Oliver no resistió la crueldad del hecho. Comprende de golpe que a la vorágine revolucionaria le sobran balas y le falta una aproximación al hombre. Por esto mismo, al día siguiente de la ejecución, cuando un numeroso grupo de alumnos presenta al rector un manifiesto de protesta, Pedro Oliver también lo firma como acto de coherencia y sabiendo que este gesto entrañaba un riesgo de consecuencias irreversibles para él y para los suyos. A partir de este hecho comienza para la familia Oliver, incluida la poetisa, una trágica cadena de repudios, de acosos crispados, de expropiaciones, de miseria regada, y de miedos desgarradores.

Carilda, por el contrario —nada aturdida, como asegura el biógrafo en repetidas ocasiones a lo largo de la biografía—, ni se calla ni permanece inactiva. Se presenta en Santa Clara para hacer frente a este acoso que dejó a la familia sin camas ni colchones donde reposar literalmente la cabeza. Cuando en el paroxismo de la degradación, y ya en el aeropuerto, un soldado quiere arrebatarle a su sobrinita la muñeca con la que jugaba, la poetisa echa los restos para afearle una acción tan miserable como vergonzosa.

Más historia omitida

Pura del Prado montó una reivindicación semejante ante el mismísimo Fidel Castro. Pero de esto, que es historia personal y trágica, ay, nada desvela el biógrafo. ¿Por qué, si conoce perfectamente todos los detalles? ¡Ah! Se limita, eso sí, a un señalamiento genérico de actos tan deplorables echando un capote despenalizador a la degradación combativa: "La supervivencia del proceso revolucionario estaba en juego y un buen porcentaje de su éxito se debió a esas manifestaciones espontáneas y radicales que demostraron al enemigo la pujanza inclaudicable de las masas" (p. 302).

El rosario de hechos que se suceden como el descrito, y que eludo enumerar siquiera porque no pretendo, repito, reescribir la elocuente historia omitida del señor Martínez Carmenate, servirían para archivar definitivamente una biografía tan parcial. ¿Qué pensar, por ejemplo, del episodio de Evaristo Durán, cuñado de la Oliver, que cita el biógrafo pero que calla deliberadamente los detalles que tanto importaron a la poetisa? Pues helos aquí para recordatorio de amnésicos.

Al salir de su encierro en la granja de la Conga, tuvo que aprender a andar de nuevo porque estuvo recluido durante días y días en una jaula de gallinas. Este episodio inhumano y gratuito, cuyos pormenores conoce y elude también el señor Martínez Carmenate, lo encaja el biógrafo de una forma deportiva y cínica: "No pocos llegarían a entender que el camino revolucionario no era sólo de rosas y que las espinas podrían rozar a cualquiera. El momento imponía pensar primero en el jardín, después en la flor. No fue el caso de Evaristo Durán, quien ya no pensó en otra cosa que en huir" (pp. 307-308). Sobran los comentarios.

La historia trágica del veto, que retiró a Carilda de la circulación poética y de cualquier noticia en relación con la res pública durante casi veinte años, y que la escribieron con renglones torcidos matanceros ilustres con nombres y apellidos y personajes nacionales con identidad nada diluida, tiene en la biografía el mismo tratamiento errático y tendencioso: "Para ella la vida ya no es un surco, sino un cerco. Se encierra, lo que equivale a decir: se entierra. Su resistencia está en su residencia. Esconde el rostro para que se pierda su rastro. Lleva consigo un poco de la misma rosa, pero no de la misma risa. Le pesa la pluma como el plomo, le crecen los años como las uñas. Ha de costarle muy caro marchar sin el coro. Corazón ya no es curación" (p. 348).

¿Qué más explicaciones plausibles se pueden dar a un episodio tan detestable? Ninguna. Cuando el biógrafo, en el capitulo XXI, titulado "La luz devuelta", celebra el fin del ostracismo —Carilda no movió un dedo para la rehabilitación—, nadie reconoce ya en los hechos a la Carilda beligerante e independiente. Todo se adapta perfectamente, como un guante, al realismo laminador del biógrafo: "No hay en ella intento de reevolución, sino instinto de revolución. Del llanto triste ha pasado al canto ilustre. Pero no por ser luz deja de ser lis" (p. 387). Así, como suena. Pero la poetisa, a pesar de tanto juego floral que exhibe el biógrafo, se muestra intacta e irreductible donde realmente tiene que demostrarlo: en la poesía concentrada y sencillísima de su libro Desaparece el polvo.

Por el contrario, el biógrafo —decretada oficialmente su falta de peligro— no baja la guardia. Ni siquiera en hechos tan inanes, como señalar la simple participación de la poetisa en actividades culturales programadas por la autoridad competente, deja de meter la cuchareta ideológica y mutiladora. Como ocurría en los tiempos del mejor Stalin, la historia, de repente, sufre amputaciones caprichosas. Tal ocurre con la excursión cultural a Venezuela en 1987, a la que el biógrafo confiere el rango de visita histórica con todo lujo de detalles.

Allí aparecen, "entre otros", excursionistas como "Miguel Barnet, Luis Saurdíaz, César López, Jesús Cos Causse y Lucía Muñoz" (pp. 455-56). Pero como hay uno que resulta innombrable y repelente, el biógrafo no se anda por las ramas y falsea directamente el recuento. Omite a Raúl Rivero, precisamente el único que interesa como dato biográfico, pues fue el único que habló de la personalidad y de la poesía de Carilda Oliver en Venezuela, concretamente en Maracaibo.

La biografía se cierra con un episodio estelar relacionado con la perestroika en Cuba —páginas y páginas de ideología blindada—, y hurtando una vez más detalles esenciales que afectan directamente a la biografiada. Martínez Carmenate silencia, con todo conocimiento de causa, que en el acto, en el que supuestamente se hablaría de la perestroika y al que asistió Carilda como invitada, en la librería El Pensamiento de Matanzas, la poetisa resultó herida en el abdomen —¿se conservarán aún las placas en el hospital Hermanos Ameijeiras?— como consecuencia de la acción combinada de extremistas y agentes del Ministerio del Interior para abortar el acto.

Una vez más, la poetisa se resiste a ser engullida. Protesta con energía y el mismo Fidel Castro le promete que actos semejantes jamás volverían a producirse. Como se puede observar, los hechos más decisivos tienen en la mente del biógrafo la misma consistencia que el modo de decir: dependen de la selección gerundiana que los simplifica. Así la historia se podrá explicar, qué duda cabe, pero hablando de una poetisa como la Oliver, jamás se podrá entender.

El valor de los argumentos

Si la consistencia de un valor depende de la coherencia de su argumento, leyendo la biografía de Martínez Carmenate se deduce que la axiología que sustenta los hechos y la vida de Carilda Oliver no puede ser más enclenque. ¿Se trata de un resultado planificado intencionalmente por el biógrafo o, por el contrario, de una simple impericia para encajar la realidad poética como un todo relacionante que explica la vida del poeta en cada una de sus etapas de un modo congruente? Las dos cuestiones son flagrantes, pero juzgue el lector por sí mismo, porque aquí lo fortuito no deja de ser en cualquier caso una coincidencia sarcástica.

Obsesionado como está el biógrafo por las concordancias políticas y sociológicas, a la hora de cuantificar el temple y el espíritu de la biografiada frente a la diferencia o la unanimidad apabullante, los mecanismos se atascan, la confusión a veces y la ambigüedad otras se instalan en los hechos más definidores, y la esquizofrenia asumida desmantela la totalidad del relato. ¿Qué ocurre aquí, entonces, con lo más fascinante de un poeta que es su espíritu impreso en versos, en los que la palabra vale lo que filosóficamente mantienen porque equivale a lo que su espíritu arraiga? Pues que Martínez Carmenate lo anula de raíz.

La narración cojea desde el principio cuando no se desvela cómo la niña o la adolescente empieza a sentir la realidad poética y a escribir derecho con renglones torcidos. Esto, al parecer, llega del cielo por las buenas, y el biógrafo se limita a divagar ensartando los rebrotes vocacionales como parte de "toda la cursilería de la época" (p. 61), como producto de "un caos pequeñito", y lanzando una solapada advertencia para el futuro inmediato: que la ingenuidad de la muchacha, "como siempre", construye las estrofas más ocurrentes. Mal comienzo, pues quiere decir que lo de poetisa llegó por pura casualidad como pudiera haber salido jinetera, con perdón de esas heroínas de la carretera que hacen el pan y van a la lucha como las antiguas hetairas en los tiempos de la Grecia clásica.

Esta sensación de ingenuidad permanente, sujetada con alfileres a un concepto amoroso de folletín, recorrida por un aturdimiento sistemático ante los hechos históricos que le tocó vivir, y alentada por una ambigüedad estilizada, justificarían en esencia el armazón de una personalidad endeble hasta la claudicación. Algo inasumible sin una levísima reflexión. Hablar de ingenuidad carildiana en los términos que el biógrafo apunta —"de una mujer virgen, intocada, no por inexperiencia mundana, sino por exceso de juventud" (p. 171)—, provoca la carcajada. Ni que fuera Santa María Goretti.

Pero tampoco la mujer fatal que, como una mantis religiosa, devora a sus víctimas a dentelladas secas y calientes, o son "empujados al suicidio y, cuando no, a la muerte misteriosa o al azar de una desaparición incierta" (p. 171). ¿Qué clase de ingenuidad puede inferirse de una mujer cuya poética —y basta con leer al azar cualquiera de sus libros para entenderlo— se caracteriza por incidir sin mediaciones en lo más fascinante del conocimiento corporal y abrir en canal las simas más insinuantes del espíritu humano? Ninguna que no sustente una realización inteligentemente consumada, y que al tiempo no se especifique en una formalización estética.