Actualizado: 22/04/2024 20:20
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Esperando a Carilda Oliver

'Carilda Oliver Labra: La poesía como destino', de Urbano Martínez Carmenate: Los hechos biográficos van por un lado y la interpretación por otro.

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La ciega de los espejos —¿quién será?—, que contornea el señor Martínez Carmenate silenciando a propósito el nombre de actores importantes en la vida erótica de la biografiada, como si estuviéramos jugando al escondite —hay un amante "X", un amante "Y", y otros con bautizo subrepticio—, adquiere de repente consistencia al concederle gratuitamente la categoría de mito con una explicación concisa y certera donde las haya: "acéptese el mito sobre la base de ser una realidad poética. Realidad al fin, distinta y distante de la otra, precisamente por su otredad, más no por su esencia, que es verdadera y real en su proyección diversa y múltiple" (p. 11).

Lo único que puede sacarse en claro aquí es que, nuevamente, una jerigonza de vaciedad conceptual y metafísica se llena con palabras altisonantes — flatus vocis— para no decir absolutamente nada. Y como sabe que no dice nada y se pierde en la resonancia de las palabras, da un consejo práctico a los ignorantes de solemnidad: "Léase este texto asumiendo lo mítico como categoría venturosa, que asombra, aunque no asusta, que sustrae y abstrae, que sirve y salva, que fluye y huye en medio de su propia intrepidez e inmanencia" (p. 11).

Imposible tanto desbarre asonante en periodos tan cortos. Uno parece estar leyendo Fray Gerundio de Campazas, alias Zote, del padre Isla, cuando enfatizaba sus afirmaciones con latinajos que el gran predicador ni entendía: en medio de la iglesia había un bulto: "vultum tuum deprecabuntur". Resucitado fray Gerundio mediante conceptos filosóficos inconexos, las palabras aquí se empujan unas a las otras en una acción incontrolada de sacacorchos con la que brindan los comensales alelados: por fin parió la abuela.

Más hipérbole postgerundiana

Un simple garbeo por los teóricos del mito, que los hay y muy sencillitos, y un segundo paseíto por los filósofos del vitalismo y de la fenomenología, que no es mucho pedir, le hubieran situado con cierto peso al señor Martínez ante su propia biografía. Y sobre todo le hubieran evitado un despelote tan elemental y tan duro. Y es que argumentar así y llenar su segundo entremés introductorio con el título de "El mito", constituye una frivolidad recalcitrante que augura lo que será el argumento formal de toda la biografía.

Efectivamente, lo que a continuación se expresa formalmente —y seguimos con el modo de decir— no es más que una repetición sonora de esa inconsistencia dialéctica gerundiana. No voy a repetir los innumerables casos, sino que me limitaré a aquellas perlas cultivadas más representativas de una vaciedad expresa. Cuando el señor Martínez Carmenate, por ejemplo, quiere poner de manifiesto lo difícil que le resultó al padre de la biografiada abrirse paso en un capitalismo feroz e inhumano, después de una niñez y adolescencia "de avasallante precariedad", asegura que "entre 1921 y 1924, ahorrando el dinero que ganaba y economizando a diario, logró comprar tres casas, siempre consciente de que el capital invertido se multiplicaría mañana" (p. 39).

Tres casas en tan sólo tres años. Admirable. Una de dos: o no era tan feroz el sistema o la forma de contarlo no tiene que ver con la realidad sociológica. El capítulo III, titulado "No se asusten" —otra vez un verso carildiano sin contenido real—, tiene datos entrañables, pero de nuevo la forma de decir, con esa tendencia a la hipérbole postgerundiana que recupera el biógrafo cada dos por tres, rebasa el contenido con creces. ¿Es que alguien se va a asustar porque una niña escriba de noche sus poemas a escondidas? Pues no.

Cuando irrumpe Carilda en el panorama literario cubano con Al sur de mi garganta el crítico afila la pluma con este comentario de antología haciendo hincapié en "lo más llamativo", centrado en el destape de "la realidad pacata de un ambiente signado por el peso de la monotonía cotidiana, un mundo injusto y desigual, a la vista de todos pero no desentrañado por nadie. El asombro estaba en esta voz femenina que desde el marco brumoso de la provincia atacaba con las armas más puras y desnudas. Su combate no era con el estruendo ni con la violencia, sino con la angustia que da la tristeza. Su estrategia no era el golpe rastrero, sino la humildad. No se dirigía al poder civil, sino al divino. No pedía para ella, sino para los otros. Y todo dicho con el corazón" (p. 139). Irrepetible.

Es decir, que Al sur de mi garganta viene a ser una especie de Kempis para amantes del cielo en estado catatónico, y a la vez un manual en ceroplastia prerrevolucionaria exigiendo justicia en cada poro de carmín amortizado. Quizás por esto mismo, cuando Carilda escribe el Canto a Fidel, el biógrafo ignora el texto para levitar en las intenciones: "Casi sin darse cuenta, sin proponérselo, Carilda afianzaba su compromiso con las fuerzas progresistas y se enfrentaba a la dictadura" (p. 235). Sin darse cuenta. Es decir, como en esas violaciones consentidas que nadie sabe lo que hace y tampoco lo que denuncia.

Y como ya da igual "bienvenido Félix Pita que bienvenida Felipita", cuando Martínez Carmenate aborda el capítulo de la "Poética" carildiana, el concepto definido en los límites de la forma no es más que un caballo desbocado con los dientes y los molares incrustados directamente en el ronzal.

Así se expresa comentando un sesudo y consecuente texto sobre poesía de la matancera: "¿Cuándo habla en serio y cuándo no? ¿Qué es real y qué torcido? En sus declaraciones, la única verdad es que nada es mentira: todo ayuda a conformar un corpus donde lo contradictorio lo es sólo en apariencia externa. En el fondo no hay antinomia, sino paradoja filosófica que ratifica su vocación temperamental, el oleaje volcánico, esa manera tan fresca y propia de vaciarse del mal genio, de enfrentar circunstancias de anímica perturbación. Lo hace en encrespadas antilogías, derramando yesca en la bisagra común de dos afirmaciones antitéticas" (p. 261).

Definitivamente, al señor Martínez Carmenate le ocurre lo mismo que a Fray Gerundio de Campazas: que la poesía, el concepto, la praxis, las vivencias y el conocimiento se excluyen porque ni se entienden ni quieren comprenderse para nada. Y para acabar con este formal disparate, vean cómo aborda ese dramático destierro interior al que fue sometida la matancera durante casi 20 años: "la orden del día es apartarla, mantenerla a distancia, prescindir de sus relámpagos poéticos. Nada le ha quedado, sino el silencio. Quien fuera ayer la reina de tantos votos, es hoy la ruina de un veto. Quien alimentó tanta siembra, ahora se sofoca en la sombra. Ya su alma no es clavel, sino clavo; no es nardo, sino dardo. Muchos de los que la habían aclamado le vuelven la espalda" (p. 347).

Ciertamente, cuando la hinchazón y la cursilería se unen por generación espontánea para armar conceptos y frases tan indescifrables o rocambolescas, la retórica de una biografía, y lo que en ella se cuenta, quedan reducidas a un montón de hojarasca, a un juego de artificio, a perifollo que no resiste una mala lectura.

Del dicho al hecho

La segunda lectura nos sitúa directamente en la narración de los hechos en sí mismos. Pero no sólo ante la historia monda y lironda, que es a lo que al fin de cuentas debería restringirse una biografía ecuánime, y frente a esto no habría nada que alegar, sino ante las intervenciones quirúrgicas del biógrafo que, convertido en médico a palos, mediatizan la anécdota, manipulan la historia, hacen insufrible el conjunto del ente biográfico con un empacho ideológico abusivo, y convierten al biografiado en una caricatura de sí mismo.

Una vez superados los interminables y tediosos capítulos de los ancestros —aceptables porque objetivamente se limitan a narrar lo que le han contado—, la casa, la niñez y la adolescencia —la sensación que produce este conjunto, dice el señor Martínez de cosecha propia, siempre tan preciso en las calificaciones, es la de una muchacha "ingenua como siempre"—, el biógrafo entra directamente en los requiebros y aventuras amorosas con una gran profusión de detalles.

De su primer marido, por ejemplo, sabemos casi todo, en realidad más que de la propia Carilda, y hasta la página 355 Hugo Ania comparte con la biografiada espacio y desvarío. El capítulo titulado "El amor", tendría que convertirse, forzosamente, en el hilo argumental que explicara toda la filosofía del eros carildiano, y que es, por cierto, muy personal y está, además, sólidamente construido.

Su lectura, en cambio, no pasa del topicazo caribeño que, no sabemos por qué razón precisa, encandila como un embrujo a "novelistas como Hemingway o poetas como Evtushenko". Para el señor Martínez Carmenate amantes y maridos "terminan envolviéndose en el misterio" (p. 176). Y en esta pobreza de terneros obedienciales acaba todo. Pero resulta que, sin ningún tipo de incógnitas, y con todos los resortes de la imaginación al descubierto, todos estos enigmas, hasta los más pedestres, están resueltos maravillosamente en los poemas carildianos.

¿Seguidora o blandengue?

Mezclados con los asuntillos de intendencia amorosa, llegamos a la clave del capítulo XIV, titulado "Este es mi corazón", que marca la línea divisoria, justo en la mitad del libro, entre un corazón amante y una política que controla el flujo sanguíneo. Con el Canto a Fidel, asegura el biógrafo, se convierte Carilda, "sin sospecharlo" —otra vez la ignorancia congénita ante el espejo—, en "el primer poeta que levantaba su voz para cantarle al líder de la hazaña emancipadora" (p.235). A partir de aquí, corazón y política van a la par en lo que resta de biografía. Y claro, en algo tan excluyente como delicado, los problemas de encaje abundan y los que deciden la ortodoxia se disparan porque, tal y como escribe el biógrafo, estamos ante "una época raigalmente distinta".

Y tan distinta, a juzgar por los hechos. Una de las primeras medidas del gobierno revolucionario en Matanzas consistió en dejar a Carilda en cesantía. Razón del biógrafo: "Los seguidores y blandengues que colaboraron con el batistato debían ser separados de los cargos públicos y de las plazas importantes en sectores clave como la educación" (p.275). ¿Era Carilda una seguidora o una blandengue cualquiera? Evidentemente no, aunque el biógrafo, con tanto tira y afloja, no quiere sacarnos de dudas sino todo lo contrario.

Lo cierto es que la poetisa fue depurada, cesada como directora de cultura y más tarde como profesora de la Escuela Normal por simples sospechas, porque su perfil a lo Katharine Hepburn era el de una burguesita irredenta que, por estética, se niega en redondo a ponerse el uniforme de miliciana. Se aproxima a la realidad el señor Martínez Carmenate cuando escribe que "en los primeros meses del proceso revolucionario, los Oliver Labra no encontraban suficientes motivos para sentirse contentos del todo" (p.284).

Ni del todo ni de la parte. Aquí los vacíos vuelven a ser tan clamorosos como en las cuestiones formales anteriormente suscitadas. El interés del biógrafo por hacer coincidir el proceso revolucionario —los acontecimientos políticos ocupan páginas enteras sin que aparezca para nada el nombre de la Oliver— con la cotidianidad y la intrahistoria de la poetisa llega a narrar los hechos como caídos del cielo y se asumen en la biografía sin ningún tipo de explicación personal.