Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Esperando a Carilda Oliver

'Carilda Oliver Labra: La poesía como destino', de Urbano Martínez Carmenate: Los hechos biográficos van por un lado y la interpretación por otro.

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Por esto mismo, cuando en la biografía se habla con tanta insistencia de amor y de erotismo —mejor dicho, de amoríos y pasatiempos placenteros a la hora de fumarse un cohíba— la sensación que se tiene es de un vacío deformante. Y también aquí el biógrafo empieza mal. Asegura que a los 15 años la matancera se volvía loca por ver "las piernas, los brazos, las espaldas de algunos titanes", y que "cuando su hermano Pedro la acompañó a ver de cerca cómo peleaba Kid Chocolate —boxeador cubano convertido en mito— ella disfrutó del arte pugilístico sin perder la ocasión de apreciar al ser humano" (p. 58).

Ciega, al parecer, no estaba, pero este párrafo concreto provocó la reacción airada de la poetisa en estos términos tajantes: "esto es una… invención de Urbano. Yo era una niña, así que difícilmente podría sentir lo que no podía ver ni entender". Sí entendía de deportes —su padre ejerció esa función instructiva desde muy niña—, y el boxeo estaba entre sus preferencias. De hecho, hoy en día, con más de 80 años cumplidos, no se pierde un combate televisado.

Mucho después, cuando la quinceañera se convierte en profesora de arte y modelado, el cuerpo de ébano de Kid Chocolate reaparecerá, efectivamente, como una escultura viviente. Un matiz importante, porque esto agudiza el instinto de un erotismo selecto, y lo otro no supera las pretensiones de una vulgaridad mal aprendida. Los detalles se multiplican en este sentido, pero no es preciso agotar los excesos de una biografía patológica escrita para andar entre misteriosas tinieblas.

Perversión de género explícita

El erotismo de papier couché que genera el señor Martínez Carmenate nos conduce directamente al amor como quien aterriza en un iceberg a la deriva. Y de nuevo topamos con una valoración depauperada, raquítica y marginal. Asegura el biógrafo en su capítulo dedicado a "El amor" —una teorización con pretensiones metafísicas para pimpollos con acné— que en este sentido "lo más contencioso de su carácter ha sido desde siempre la coquetería, arma tan bien esgrimida por las mujeres talentosas" (p. 173). Unir coquetería con mujer talentosa requiere una dosis de simpleza suprema, porque éste es un argumento que emplean a menudo los machistas inválidos o impotentes. De esta estupidez con fimosis se infiere una conclusión excluyente: talentosa, que no con talento, porque entonces no sería mujer.

Después de esta perversión de género tan explícita, el resto de las relaciones amorosas, incluidas las matrimoniales, se adaptan a esta horma desquiciada y filofascista. Para Martínez Carmenate sus "tres matrimonios y algunas relaciones coyunturales conforman su expediente, pero, al parecer, no son un modelo digno de ser copiado" (p. 174). Expediente: palabra clave entre policías. ¿Qué expediente habrá consultado el biógrafo, y de qué ministerio habrán emanado los criterios de moralidad? No lo sabemos, pero da igual, porque la conclusión no puede ser más degradante: la poetisa escogió para el amor a "estibadores de rotundas emociones psíquicas" (p. 175). ¿Se referirá a psicópatas del sexo, a enfermos mentales, al deshecho de la humanidad?

No lo sabemos, pero esto no se elige al azar: "Su forma de amar incluye el sentimiento materno" (p.175). De esta manera tan pseudofreudiana los maridos se convierten desde el primer asalto en hijos putativos. Todo ello, asegura el biógrafo, corresponde "a la lógica de sus inevitables inclinaciones" (p. 175). La basura del iceberg por fin se avista en la bahía de Matanzas. Pero nada podrá oscurecer la filosofía vinculante y la belleza jubilosa de un libro amatorio como Se me ha perdido un hombre, donde el amor perpetúa una de las reservas más íntimas del sentimiento poético sin posibilidad de repetición: "No te devuelve al mundo ruego ni demencia. / ¡Ah, majestad tranquila, poderosa ausencia!".

Toda esta maraña embuchada, que no es peccata minuta, se dispone por una razón muy concreta en la biografía: como prefacio de algo mucho más letal, y que afecta al posicionamiento de los valores políticos de la biografiada. La tesis implícita, que se desprende de decenas y decenas de páginas explicativas, es que Carilda Oliver, a pesar de los atropellos gratuitos que se produjeron en su contra al principio de la Revolución, no estaba preparada para asumir con normalidad los cambios históricos que le ha tocado vivir al pueblo cubano. Simplemente.

Por esto mismo, lo que aparece tan claro en la realidad —hechos palpables de que estaba con la libertad y en contra de la tiranía— no es tan patente. Cuando escribe el Canto a Fidel, lo hace "casi sin darse cuenta". Al colaborar clandestinamente con los revolucionarios, es porque "la atmósfera se tornaba cada día más compleja para la poetisa que ostentaba un cargo oficial" (p. 257).

Cuando triunfa la Revolución y es cesada en su empleo, después de dar mil rodeos y de soplar con la yagruma en todas las direcciones, el biógrafo justifica a "los responsables del proceso" porque tenían que "proceder con equilibrada y razonable perspectiva histórica" (p. 279). Cuando se produce el exilio de sus familiares más directos se trata de una "fisura imprevisible" (p. 301), cuyas consecuencias pertenecían a la intimidad más inconfesable y el pueblo, lógicamente, "repudiaba a los traidores" (p. 302).

El 'ostracismo'

Bueno, pues después de puntuar paso a paso toda esta pesadilla orweliana, que incluye la firma de manifiestos a favor del proceso revolucionario por parte de la poetisa, el biógrafo nos conduce, por fin, a la gran invención: al derrumbe inexorable de la "mujer aturdida" (sic). Ya vimos anteriormente cómo algunos hechos demostraban todo lo contrario. Lo justifica de esta manera tan elegante: "Atrapada en la angustia de una dualidad política que desdoblaba sus sentimientos, es víctima de un pesar que la lleva al rechazo de lo que pueda recordarle su drama familiar: las consignas, la guerra, la tensión de un ambiente preñado de acciones militares, el arte comprometido" (p. 305).

Consecuencia inductiva: la propia poetisa, en un arranque de turbación histérica, se corta las venas: "Quiere estar en la sombra. ¿Quiere, o la empujan las circunstancias? Hay de todo en la viña del señor, dice el viejo proverbio. Ella misma utiliza una palabra clave: ostracismo" (p. 310). Y claro, ella solita, en consecuencia, incoa su propio expediente de veto. De esta manera, con un cinismo en infusión tranquilizante, se pretende volatilizar una vergüenza humana y literaria contra una mujer que en solitario hizo frente a una potencia adicta con una valentía que tuvieron pocos hombres.

¿Cómo? Con hechos concretos ya referenciados —una muestra exigua—, y sobre todo con el argumento de la escritura poética. Si el biógrafo hubiera prestado una mínima atención a un libro tan biográfico e ideológico como Desaparece el polvo —escrito de los años sesenta al setenta, cuando la revolución triunfante lo ejecutaba varias veces a uno por una simple impureza mortificante—, hubiera encontrado la densidad de pensamiento que entraña la postura carildiana y que se especifica en cada uno de sus poemas. Además, está resumido para investigadores sumisos y liberticidas discretos en un verso que vale por mil revoluciones y que hubiera sido el título más acertado para una biografía ecuánime: "Busco mi libertad como una enferma".

En este principio operativo —la libertad es para la matancera consustancial al yo y explica la coherencia de sus actos— se resuelven todas las antinomias y vaguedades que le endosa el biógrafo. Así se despachaba con la tiranía batistiana: "¡Váyanse a la madre que los parió, / ustedes quieren regalarnos / una sentencia de muerte!". Con idéntica mordacidad se expresaba cuando la Revolución, con el mismo ahínco, expedía pasaportes a medio mundo o para la eternidad: "Pierde el tiempo quien sonríe a los inspectores, / quien sube al palo de la escoba, / quien hace una estadística; / pero ignora el súbito guiño de la estrella, / la que fulgura después del tiro de gracia".

La matancera entonces no se muerde la lengua y lo dice con toda claridad: "soy del que más llora, de los rebeldes maniatados". Incluso cuando estalla la crisis de los misiles la ironía de la Oliver es como un obús en la línea de flotación: "No tengo miedo, / no soy cobarde, / haría todo por mi patria; pero no habléis tanto de cohetes atómicos, / que sucede una cosa terrible: / he besado poco". Y para que no haya ninguna duda añade a los versos anteriores un paréntesis explícito: "(Crisis de octubre)".

Quienes decretaron el ostracismo de Carilda conocían la peligrosidad de su poética y sabían perfectamente lo que hacían. Y como la poetisa tampoco lo ocultaba, certifica su argumentación en el penúltimo poema del librito con una razón de ida y vuelta incontestable: "Si nace el héroe es porque ha muerto un asesino. / Yo creo en tus partos, tierra. / Por eso juro por el hombre". El resto son paridas de cronista bien alimentado.

'Montamos el mismo cerdo de tortura'

Por este arraigo en la tierra, que es consustancial a una libertad ontológica diseñada por la mantancera, Carilda Olivar jamás abandona Cuba, contra todo pronóstico. Dulce María Loynaz tampoco, y argumentaba, con esa aristocracia resistente tan suya, que eran otros los que tenían que marcharse, pues ella estaba en el sitio preciso que le correspondía a la hija de un general libertador.

Carilda, una burguesita que no tenía que mirar las equidistancias, es mucho más sentimental y práctica, y dice en el fondo lo mismo: "Todos esperan que me mustie como una tonta, / pero yo amo el tiempo y sus transfiguraciones cómicas". Y ahí aguantó hasta que "un huésped transitorio" dio la vuelta a la tortilla, aunque el biógrafo lo cuente de acuerdo con el expediente que le pasaron.

El resto de hechos e interpretaciones son encajes de esa libertad sin cortapisas que la poetisa regula con maestría y como tributo a las exigencias de una convivencia pacífica que ya especificó antaño con el poema final de Desaparece el polvo: "Dejadme dar la vuelta de la flor contra el viento / o ser sencillamente una mujer cualquiera a quien salvó el demonio". ¿Qué hubiera escrito este biógrafo en apuros cuando, por ejemplo, la matancera, aunque se haya propalado exactamente lo contrario, eludió estampar su firma en aquella reunión tan reciente de intelectuales que justificó la sentencia a muerte de tres frustrados balseros?

La poetisa repite exactamente lo que antaño escribió: "montamos el mismo cerdo de tortura". ¿O cómo explicaría sin contradicciones cuando, con motivo de su aniversario 80, se intentó desde la cúpula suprimir un homenaje no oficial? La Oliver respondió con la independencia de siempre: "Me importa un comino lo que piensen. No puedo dar una bofetada a quien quiere darme un abrazo". Y el 5 de julio se celebró el acto oficial, pero el 6 el proyectado por Fredo Arias de la Canal.

En suma, una biografía que no agrada a nadie. A los cancerberos de la ortodoxia revolucionaria, porque huele a naftalina rancia. A la diáspora, porque su reduccionismo ideológico produce el mismo hastío cansino que otras monsergas. A los amantes del género biográfico, porque esto ni es chicha ni limoná. Y es que con biógrafos así —que reducen una de las poéticas más vigorosas y libres que ha tenido el siglo XX a una tabla de concordancias políticas, y la poesía, a una especie de burdel estrófico con patologías adobadas— sobran los expedientes, los censores, los cánones, los enemigos, las consignas y hasta la mismísima verdad. Seguimos esperando a Carilda.


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