Actualizado: 22/04/2024 20:20
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Olimpiadas y reformas

El régimen no se va a recuperar del fracaso en Pekín 2008. La razón es sencilla: no tiene tiempo ni posibilidades de hacerlo.

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Si dentro de Cuba se generaliza la frustración ante las expectativas que provocaron los anuncios de Raúl Castro después del sustituir a Fidel en 2006, la debacle olímpica de Pekín 2008 (lugar 28), viene a confirmar que el régimen desanda, sin norte, su camino en el ocaso.

Valga aclarar que no estrenamos idea con el ocaso en que se metió el proceso desde hace mucho tiempo. Lo atendible es que se mueve sin norte dentro de sus postrimerías. Recuérdese que saber llegar al final es sabiduría de recomienzo, digamos de reforma. El error de Raúl Castro ha sido no establecerla de manera inequívoca.

El naufragio en Pekín cae, pues, en una población con anchas heridas provocadas por frustraciones recientes y de vieja data.

Pero la particularidad de la derrota en Pekín está en que dicha población se acostumbró a ver a sus atletas entre los principales medallistas olímpicos, y el valor del suceso se reforzaba al cotejar la demografía y la pobreza en la Isla con naciones ricas y de mayor número de habitantes.

Deporte, identidad y poder

Casi desde sus inicios, el régimen de La Habana ayudó a construir la revolución a partir de sus éxitos deportivos. Configuró un imaginario al respecto, una auténtica creación —en el sentido de Benedit Anderson— del nacionalismo que recién nacía.

La revolución era exitosa porque tenía el nivel de la excelencia de sus deportistas. Este mensaje de dos puntas no lo descifró en numerosas ocasiones el hombre de la calle, atiborrado de propaganda oficial. Revolución y desarrollo deportivo eran la misma cosa.

Se hizo frecuente que el deportista cubano venciera en los grandes torneos a potencias como Estados Unidos, el enemigo irrenunciable. Con cada medalla, la revolución también vencía y, desde luego, ganaba poder, legitimidad y hegemonía.

Más de un autor ha dado cuenta de que el deporte inmiscuye, por su propia índole, cierta densidad espiritual, un orgullo de pertenencia —de identidad— que alcanza a la nación en general, pero que en Cuba enterraba su pica en el hecho revolucionario como génesis de sus éxitos.

Al igual que en la salud y la educación, el deporte se agregó como factor primordial que distinguía a Cuba en el extranjero, aunque, por otro lado —el más importante— ahondó la identificación del cubano ciudadano cubano, pero alrededor de un logro revolucionario.

Si el régimen podía cambiar a su antojo cifras económicas, exagerar en lo alcanzado en educación o salud pública, desfigurar logros sociales en su favor, etcétera; las victorias deportivas las podía ver el ciudadano con sus propios ojos.

Los resultados, en cuya consecución se desangraba económicamente al país, como con razón señalaron sus críticos, no se podían cuestionar, ya que eran cifras en la cúspide de campeonatos mundiales y olimpiadas.

El deporte constituyó, en fin, un lazo cohesionador y, evidentemente, un avance con respecto al pasado, que ahora pierde la Revolución. Y es un lazo perdido porque el régimen no se va a recuperar de este fracaso. La razón es sencilla: no tiene tiempo ni posibilidades de hacerlo.

En el este caso singular del deporte, el obstáculo estriba, más que en el factor de la posibilidad económica del régimen, en las lógicas ambiciones individuales y familiares del deportista, al que ya no satisface una medalla olímpica.

Propicio para un fracaso insignia como el deportivo, que acompañan graves problemas en educación y salud pública, amén de la significación del distanciamiento de Castro I del poder, la debacle en Pekín no sólo indica a gritos —en el contexto actual— la incorrección del rumbo, sino la necesidad impostergable de introducir cambios reales en la vida nacional, ya vengan de Raúl o de quien sea.

Grandes inversiones

Como no referimos aquí los orígenes del fracaso y de forma más bien tímida tocamos algunos rastros históricos sobre los beneficios que para el régimen trajo la conjugación de deporte y política, habrá que decir que existen pocas dudas de que esta misma conjugación hoy juega en contra de La Habana.

Pero el fracaso llega, además, en un instante crucial, es decir, cuando más se evidencian, generalizan y propagan en los medios democráticos las quebraduras del régimen.

Si desde días atrás la prensa oficial comenzó a justificar, a entregar méritos falsos por lo alcanzado (el mérito sale únicamente de la comparación), será el congreso del Partido Comunista, que se efectuará el próximo año, el que dirá al respecto la última palabra.

¿Continuará subvencionándose con gastos multimillonarios el deporte —sobre todo de élite—, o se asimilará, por fin, que la Isla tiene que ser un país subdesarrollado, deportivamente, mientras su principal preocupación no pueda ser otra que crear riquezas para invertirlas en beneficio de la vida de las mayorías?

Se trata de grandes inversiones en la vida de los ciudadanos y sus libertades, y no para el fugaz instante del brillo olímpico, el cual se ha intentado por casi 50 años, que disimula la opacidad mediocre de "la revolución".


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