Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Política

El pacto entre reformistas y demócratas

La clave para una transición pacífica en Cuba tras la muerte de Fidel Castro.

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Inmediatamente después de ese discurso, el vicepresidente segundo de Cuba, Carlos Lage —cuya importancia disminuye en la medida en que ha perdido el favor de Fidel Castro en beneficio de Pérez Roque—, agregó otro dato clave: "Cuba —dijo— tiene dos presidentes: Fidel Castro y Hugo Chávez".

La declaración era algo más que una metáfora: se trataba del anuncio de la futura creación de una verdadera federación que se va gestando a la sombra en las interminables conversaciones de Castro y Chávez, dos iluminados decididos a cambiar la historia del mundo.

El castro-chavismo contra la sucesión postcastrista

Para los reformistas, agazapados y en silencio en el gobierno desde la segunda mitad de los años ochenta —la época en que Carlos Aldana, Ricardo Alarcón y el entorno militar de Raúl Castro soñaban con una administración más racional y eficiente, menos dogmática y menos pugnaz—, este nuevo giro de la revolución era una pésima noticia. Fidel Castro ni siquiera después de muerto les permitiría gobernar al país con una dosis mínima de sentido común, dado que les dejaba como herencia a un nuevo líder, en este caso extranjero, tal vez porque no había encontrado en Cuba a nadie con suficiente estatura como para sustituirlo.

Pero, además del líder extranjero —una persona a la que no respetaban en lo absoluto, porque les parecía un payaso parlanchín—, Castro les legaba algo más oneroso aún: la tarea de seguir combatiendo incesantemente contra el imperialismo yanqui y el capitalismo hasta el fin de los tiempos, a lo que añadía el compromiso sagrado de empeñar todas las energías nacionales, primero en la conquista de América Latina, pero sólo como un primer peldaño en el camino de la victoria planetaria.

Fidel Castro no reparaba en que solicitaba ese absurdo sacrificio a una sociedad fatigada por medio de siglo de aventurerismo internacionalista y fracasos económicos domésticos, que había perdido décadas y miles de víctimas peleando en guerras ajenas, mientras el país se empobrecía gradualmente en medio de la sordidez y la represión. Como el emperador chino, Castro enterraba sus guerreros de terracota para continuar batallando más allá de la muerte.

La transición posible

Sin embargo, es muy difícil ganar batallas después de muerto. Son muchos y de diversas procedencias los ejemplos de dictadores que intentaron infructuosamente diseñar un futuro post mórtem, como demuestran, entre otros casos, Stalin, Trujillo, Oliveira Salazar, Franco y Mao. Tras la desaparición de los caudillos-dictadores, casi inmediatamente sobreviene el recuento crítico y la reforma profunda. Esa reforma, cuando el modelo político está agotado, como se viera en los casos de Portugal y España, deviene cambio de régimen.

En Cuba no debe ser diferente. Muerto Fidel Castro debe producirse la reforma, y a partir de ese punto —ojalá que ordenada y pacíficamente—, surgirá el cambio de régimen hacia un sistema de libertades políticas y económicas. ¿Cómo sucederá esa transformación? Hay, por lo menos, dos fórmulas probables: la política, que parte de las propias instituciones del Estado, como ocurrió en España tras la muerte de Franco o en casi todo el bloque del Este tras el derrumbe del comunismo, o la militar, si la clase política cubana no es capaz de vencer la inercia del totalitarismo.