Actualizado: 22/04/2024 20:20
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Las tres dudosas premisas de Pérez Roque

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5. Debilidades y peligros: el distanciamiento de la juventud

Pérez Roque y Castro ven también signos de debilidad revolucionaria entre la juventud. Y es cierto: los jóvenes cubanos son apáticos, no están interesados en que les cuenten otra vez la historia del cuartel Moncada y del desembarco del Granma. Esas son unas referencias antiguas y pesadas que no quieren oír. ¿Por qué extrañarse? Es como si a la generación que presenció el fin del batistato la hubieran mortificado sin tregua con la remota anécdota de la guerrita de agosto de 1906. El destino de todo ritornello es ése: pasar inadvertido después del segundo compás.

Pero lo asombroso es el argumento con que Pérez Roque explica este fenómeno: según su texto, las carencias extrema del período especial fomentaron en los más jóvenes una actitud individualista de sálvese el que pueda. Según él, lo que separa a los jóvenes de la revolución es el odiado consumismo, esa tentación, por lo visto inmoral, de vivir mejor rodeado de objetos agradables y desear una existencia cómoda.

Esos jóvenes son tan ciegos, según Pérez Roque, que ni siquiera pueden valorar la vida maravillosa que les otorga la revolución, con la educación, la salud y el techo precariamente resueltos, y comienzan a soñar con un sistema más eficiente y productivo, como el capitalismo, cuando lo que los yanquis impondrían en Cuba a sangre y fuego es un modelo de vida como el haitiano.

Pérez Roque no explica por qué los cubanos laboriosos y emprendedores no pueden aspirar a tener una casa cómoda, con piscina, gimnasio y jardín, como la que posee Ramiro Valdés en Santa Fe, o un yate magnífico como el que siempre aguarda a Raúl Castro en Varadero. Porque es verdad que los cubanos de a pie reciben atención médica, pero en hospitales destartalados y sin medicamentos, mientras la cúpula dirigente disfruta de buenas y exclusivas instalaciones en donde no faltan los últimos equipos tecnológicos.

También es cierto que los cubanos tienen acceso a escuelas, y, si no se muestran rebeldes, a la universidad, pero ellos saben que en el loco sistema económico impuesto al país, un título universitario vale mucho menos que un empleo de camarero en un hotel para turistas.

Esos muchachos que hoy desprecian a la revolución y ansían otra forma de organizar la economía y el Estado, más rica, racional y libre, hablan con los turistas y se sorprenden (y avergüenzan) cuando un sencillo enfermero italiano o una maestra española de bachillerato, de visita en la Isla, les cuentan que ellos tienen automóviles, computadoras y viviendas bien acondicionadas, porque con sus estudios y el esfuerzo que realizan forman parte de las clases medias de esas naciones.

Pero cuando esa sorpresa llega a la estupefacción, es cuando les oyen decir que en sus países leen lo que les da la gana, escuchan la música que se les antoja, piensan y dicen lo que les parece, critican sin límites ni consecuencia al gobierno, militan en el partido político que más les gusta, viajan al extranjero sin pedirle permiso a nadie, y deciden con total autonomía qué quieren hacer con sus vidas.

Y si esos muchachos son avispados, no tardan en descubrir que en 1959, cuando comenzó la revolución, España era bastante más pobre que Cuba, mientras Italia tenía un per cápita similar, aunque menos oportunidades de trabajo, como se demuestra en el signo migratorio de aquellos tiempos. Cuando comenzó la revolución, en el consulado de Cuba en Roma había más de diez mil solicitudes de italianos que querían marchar a la Isla a abrirse paso, mientras entonces eran muy pocos los cubano dispuestos a viajar en la otra dirección.

Los jóvenes cubanos, sencillamente, no son idiotas, y saben que el pretendido imperialismo yanqui no le impone a ningún pueblo la miseria, y, por el contrario, como Washington ha anunciado a bombo y platillo, tanto durante el gobierno de Bill Clinton como en el de George W. Bush, el pueblo americano se dispone a ayudar generosamente a la transición cubana con miles de millones de dólares, con el objeto, entre otros fines, de estabilizar la situación económica en la Isla y así evitar el posible éxodo masivo de hacia Estados Unidos.

Si Estados Unidos deseara imponerles la pobreza a sus vecinos, idea obviamente absurda, ¿por qué le presta a México veinte mil millones de dólares en un momento de crisis, en lugar de zampárselo de un bocado imperial? Y, ¿por qué, además, admite y hasta fomenta con sus propias inversiones una balanza comercial inmensamente favorable a los mexicanos?