Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Éxodo, Literatura, Espera

Los que se quedaron

Las últimas estadísticas cubanas, siempre tan convenientemente inexactas, indican que en pocos años más de la cuarta parte de la población sobrepasara los sesenta años

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Una amiga de los años está en Miami. Nos comunicamos online. Se mantiene bien. Pregunté si estaba viviendo en España, de donde era su familia. “Nada de eso, yo sigo viviendo en Cuba. Y mis hijos mayores también… en la Florida viven mis hijas”, dijo. Quedé sorprendido. Cuando la mayoría de los cubanos rezaba porque al Difunto no le diera catarro, ella era una irremediable “gusana”. Pudo irse del país por lo menos en tres ocasiones. Siempre decía, como Dulce María Loynaz, que se fueran “ellos” porque ella había llegado primero. Además de una profesional brillante, todo el mundo sabía cómo pensaba. De manera inteligente pero firme eludía la confrontación política. El padre fue comunista de la vieja guardia. De los comunistas perseguidos. Y emancipados en la Constituyente del 40, de la cual emergieron los congresistas que más tarde se unirían al Carromato Involucionario y pondrían palos a las ruedas de la democracia, la misma que los había salvado de la cárcel, el exilio y la muerte.

Hablar con mi amiga hizo inevitable recordar Los Sobrevivientes, esa película de Titón basada en un cuento de Antonio Benítez Rojo. El personaje del Marqués, tan bien interpretado por Enrique Santisteban, se resiste a marcharse de Cuba. Los Orozco, dice, llegaron cinco siglos antes de “esto”. Una escena inolvidable, por su valor cinematográfico —la poética del celuloide- es cuando el actor pasea por los jardines de su mansión, disfrutando el Trópico y su brisa, las palmas reales y un majestuoso caballo, símbolo de poder. El personaje parece decirnos que no vivirá lejos del lugar donde tan bien ha estado.

Este escribidor ha conocido personas así. La mayoría nacidas antes del Big Bang Involucionario. Sea por su ralea, como es el caso de mi amiga y el Marqués, o porque fueron exitosos profesionales, artistas, y hasta sencillos campesinos, Cuba ejerce sobre ellos un hechizo tal que vivir fuera de ella nunca estuvo ni ha estado en sus planes. Hay quienes han encontrado una solución a medias: viven con los hijos unos meses en el extranjero, y regresan al país por uno meses. El régimen ha facilitado las cosas para ellos eliminando el duro gravamen de las prórrogas. Para estos padres y abuelos sin carta de despedida, nada material los ata a la Isla, solo lazos espirituales que no se rompen con una mansión en Hialeah.

Un reducidísimo grupo —el régimen los llama despectivamente grupúsculo— lucha dentro de la Isla por el cambio. Sabemos que una vez declarado contra-involucionario, las horas en territorio nacional están contadas. Su vida es una verdadera ordalía. No encuentran trabajo, y la ayuda que reciben del exterior los viste de mercenarios para la propaganda del régimen. Existe también el doble agentillo. Ese recibe doble paga, por supuesto.

El caso de los escritores y artistas es singular. Hay ciertas “energías” para poder llenar la página en blanco. Y una de ellas, según pesos pesados como Hemingway y García Márquez son las ciudades donde se escribe. Parece ser que México y La Habana tienen vibraciones especiales dadas por el sedimento del tiempo y las nostalgias trasnochadas. Nueva York lo fue para Martí y Cirilo Villaverde, como París y Caracas para Alejo Carpentier, el “francés que escribía en español”.

Podríamos añadir otros dos grupos de personas que todavía viven o sobreviven en Cuba. Los que se quedaron porque “se les fue el tren”. Y los que a bordo del tren no tienen ninguna razón ni prisa para bajarse.

Los primeros incluyen a quienes desde el andén han visto pasar varios trenes que no paran o ellos no se han montado: éxodo masivo de los sesenta —Camarioca y los Vuelos de la Libertad—, éxodo del Mariel, éxodo del 94 —conocido como Guantánamo— éxodos terrestres I —en época de Obama— y II —Biden— y ahora éxodo Parole. Un día dijeron: en el próximo me engancho como sea. Pero no han tenido patrocinador —en cada éxodo, con diferentes nombres, siempre hubo quien los “jalara”— o suficiente dinero para pagar la excursión sin regreso a los volcanes centroamericanos.

En este grupo de los “quedados” en la Isla habría que añadir un subgrupo, cada día más pequeño, de individuos que por razones desconocidas todavía creen que aquello tiene remedio. Siempre hay personas que sueñan contra toda evidencia. O como diría el eminente psiquiatra V. Frankl, no ven que no ven. Son personas que, cansadas o acostumbradas de tanto tren existencial ido, sienten como la Penélope de Serrat: “Pobre infeliz/Se paró tu reloj infantil/Una tarde plomiza de abril/Cuando se fue tu amante”. Si pones delante una página del Granma de hace 40 años y otra del que saldrá mañana, no notan que los discursos, las promesas, los logros y los enemigos —el Imperio— son iguales.

Por cierto, lo único que ha cambiado en el Órgano Oficial es que hoy tiene menos páginas que un volante del mercado, y la tinta es mala y el papel áspero lo cual lo hace casi inservible para su tradicional uso en los baños de Cuba. Muchos escritores de entonces han pasado a otra existencia. Han quedado unos muchachones que desafían las reglas elementales de la sintaxis, y escriben en modo consigna con gran imaginación, inventándose un mundo que no existe.

El otro grupo que permanece en la isla merece capítulo aparte. Llamémosle, también, y en honor al epíteto castrista, grupúsculo. Es una casta que ha vivido, como dicen los españoles, pegada al jamón por más de medio siglo. Parecen desafiar las reglas de la biología elemental: no se mueren ni parecen ponerse viejos. Algo tuvo el agua de la Sierra Maestra que los ha complacido más que el Mar. Es un muy pequeño y selecto grupo que no se achica; se expande poco, casi imperceptible para la gente que en el andén esperan el milagro del próximo tren.

Debajo de ellos un subgrupo se desarrolla a la inversa y los sostiene: se expande con tanta facilidad y velocidad como se achica –visible, para los del andén. Esta gente no tiene ningún motivo para emigrar. Mientras sostienen el jamón que otros comen, yantan con las sobras que caen. Han conocido el capitalismo porque “viajan”. Pasan malos ratos. Pero son más los buenos. El trabajo siempre es sencillo: decir que si al de arriba y culpar siempre al de abajo. Y si las cosas van de mal a peor, el Norte revuelto y brutal es la víctima propiciatoria.

Para este segmento hay una ley no escrita: nunca sabes el pasado que te espera. Si toman una decisión errada, o retan una ordenanza superior, el expediente oculto, el que nadie ve, los convierte en no-personas, cadáveres o zombis sociales a los cuales les asignan otras tareas (SIC). Es entonces cuando algunos hacen una transferencia rápida y segura al grupo de quienes esperan el próximo tren para engancharse a como dé lugar, usando diversos disfraces como opositores, artistas, ex presos, y ex huelguistas de hambre.

Las últimas estadísticas cubanas, siempre tan convenientemente inexactas, indican que en pocos años más de la cuarta parte de la población sobrepasara los sesenta años. En los últimos 25, y a bordo de diversos trenes, han logrado escapar de la Isla más de un millón de personas, según cálculos conservadores. La última cifra de peticiones Bajo Palabra para cubanos sobrepasa el cuarto de millón. La Isla va quedando sin personas para trabajar. Pero el régimen resolvió el problema hace rato: que trabajen los cubanos que se fueron y que envíen las remesas.

Mientras, los que se quedaron, los sobrevivientes a conciencia y los que viven súper, deberían aplicarse la máxima de Heráclito: el tren no será el mismo ni el andén tampoco. O como dijera Penélope al amor que ha regresado “Con los ojos llenitos de ayer/No era así su cara ni su piel/Tú no eres quien yo espero...”.


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