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Escribir poco y morir joven

Noventa años después de su muerte, Francisco José Castellanos ilustra el triste destino que corren los creadores periféricos y solitarios, que desarrollan su labor al margen del canon

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He escrito poco, pero es todo lo mejor mío. Nunca he hablado cuando no he tenido nada que decir. He respetado la posteridad y si hubiese una posteridad que cuida de las letras me atrevo a esperar que me respeten.

Coventry Potmore

Debo confesar que desde hace mucho tiempo deseo escribir sobre un escritor cubano injustamente olvidado. Tanto lo ha sido que estoy seguro de que para las nuevas generaciones ha de resultar un absoluto desconocido (tampoco puede decirse que las anteriores lo conozcan mejor). A eso hay que sumar que su obra es extremadamente exigua y desde hace prácticamente medio siglo no se ha vuelto a editar. Coincide que el mes pasado se cumplieron noventa años de su temprano fallecimiento, de modo que pienso que se trata del pretexto idóneo para dedicarle estas líneas.

Me estoy refiriendo a Francisco José Castellanos (La Habana, 6 de diciembre 1892-10 de octubre 1920), a quien el hecho de haber fallecido antes de cumplir los treinta años lo ha convertido casi en un personaje literario. O en todo caso, ésa es la impresión que dejan los textos que le dedicaron sus amigos más cercanos. Según éstos, era un buen lector, hombre exquisito y silencioso, a quien le gustaba viajar (sin embargo, nunca salió de la Isla). De acuerdo a esos testimonios, hablar con él de literatura inglesa o francesa, de música o de pintura constituía un verdadero placer. Uno de sus primeros y mejores amigos, el crítico y ensayista Félix Lizaso, comentó que “en la conversación alcanzó proporciones magníficas”. Y al respecto apunta: “Yo pienso que este don de conversar —que no hablar— lo alejó muchas veces de la cuartilla. Quien así podía expresarse, tomaría con desgano la pluma para fijar trabajosamente las ideas rápidas. Tal vez sea ésta otra de las razones de su oscuridad y de su tardanza en escribir”.

No son muchos los datos biográficos que existen sobre Francisco José Castellanos. Era hijo de José Lorenzo Castellanos, un abogado de amplia cultura, en cuyo bufete Castellanos pasó a trabajar a partir de 1909. Cursó la primera enseñanza en el Colegio Alemán de La Habana y después estudió las carreras de Derecho Civil y Filosofía y Letras. Sus primeros trabajos periodísticos aparecieron en el periódico La Nación. Allí publicó la serie El balcón de los diálogos, que firmaba con sus iniciales. Entre 1915 y 1918 colaboró en El Fígaro, y también lo hizo en Social y Cuba Contemporánea. Como la mayoría de los autores, escribió versos, aunque pocos. Sabía inglés, francés y alemán. En 1917 fue editada en México su traducción de los ensayos de Robert Louis Stevenson. Hasta donde he podido indagar, era la primera vez que esos textos se podían leer en nuestro idioma. Además de una introducción suya, el volumen lleva una nota de la editorial en la cual, entre otras cosas, se dice: “El traductor es un estudioso joven de Cuba, cuyo nombre será mañana, sin duda, uno de los más famosos en las letras antillanas. Cultiva su espíritu con humildad; lee de continuo los mejores libros; y mira la vida sin prejuicios, sin curiosidades frívolas y sólo con un alto sentimiento de contemplador desinteresado”. De acuerdo al Diccionario de la literatura cubana, Castellanos dejó inéditas traducciones de piezas de Lord Dunsany, cuentos de Edith Warthon y ensayos de Alice Meynell.

Cubierta de la edición de Ensayos y diálogos de 1961Foto

Cubierta de la edición de Ensayos y diálogos de 1961.

En 1914 volvió a La Habana Pedro Henríquez Ureña, después de una larga estancia en México (en 1905 había estado en Cuba y publicó allí su primer libro, Ensayos críticos). Siguiendo la costumbre socrática que seguía allí donde estuviese, el ensayista dominicano formó un pequeño grupo de jóvenes con inquietudes literarias. Lo integraban José María Chacón y Calvo, Mariano Brull, Francisco José Castellanos y Félix Lizaso, y según este último aquel grupo poseía “el don de la conversación y una elevada idea de la amistad”. Las reuniones estaban dedicadas a realizar lecturas orientadas por Henríquez Ureña. Entre los autores que entonces pudo descubrir, para Castellanos significaron todo un hallazgo los grandes nombres del ensayismo inglés: Walter Pater, Alice Meynell, Lord Dunsany y Robert Louis Stevenson. No obstante, de todos fue este último el que tuvo una influencia más profunda en su espíritu.

Chacón y Calvo, quien fue padrino de la hija de Castellanos, nacida poco antes de que éste muriera, recordó: “Yo lo conocí una mañana en el patio de los laureles de la Universidad. Íbamos a examinarnos los dos de nuestro último año de carrera. Hablaba con una pausa que no había advertido nunca en ningún compañero de estudio. Hablaba con palabras que me parecían desusadas, con un nimbo de luz desconocida, con una imprevista tonalidad musical. Enseguida pude ver la claridad interior de mi amigo: había en ella el don de la música, el sentido de la belleza sin mancha, el suave resplandor de la bondad cotidiana. Desde aquella mañana de otoño fue para mí Castellanos el amigo que vive para siempre en medio de nuestra vida”.

Estilo severo, sobrio, equilibrado

En 1923, cuando Castellanos ya había muerto, Chacón y Calvo le dedicó su libro Ensayos sentimentales. Mariano Brull también le rindió homenaje en un poema, que encabezó con estas líneas: “En memoria de Francisco José Castellanos, amigo en la eternidad”. Asimismo otros escritores que no pertenecían al grupo que animó Henríquez Ureña publicaron artículos en la prensa. En esos textos se pone de manifiesto la admiración por su talento, por su asombrosa cultura. Y sobre todo se resalta el hecho de cuánto hubiera podido dar, de no haber fallecido tan prematuramente. Es lo que expresa Raoul Maestri en un trabajo aparecido en el Diario de la Marina: “¿Qué mente joven puede discurrir sobre Francisco José Castellanos sin que mueva su pulso trémulo temblor de emoción? Emoción por la honda tragedia —que toma, a veces, los caracteres de una admonición del destino— que fue su vida dolorosamente amputada por la muerte; emoción por el compañero que nos dejó —¡que nos lo arrebataron!— cuando apuntaba su brega más riesgosa e ineludible”.

Cuentan también quienes lo conocieron que Castellanos tenía desgano de publicar. Planeaba, no obstante, un libro para el cual tenía ya algunos textos, pero según Lizaso la mayor parte estaba por escribir. Póstumamente, sus familiares y amistades prepararon el volumen Ensayos y diálogos(1926), que recoge treinta y cuatro trabajos que en vida de su autor vieron la luz en periódicos y revistas. El libro se imprimió en París, con una tirada de 300 ejemplares, e incorporaba además artículos de Chacón y Calvo y el poema de Brull. “Una edición como ésta, lujosa y limitada, era la que guardaba una perfecta armonía con el espíritu de Francisco José Castellanos —espíritu de concreción minoritaria con ambos pies clavados en la tierra de la multitud”, comentó Ramón Guirao a propósito de su salida. En 1961 la Comisión Nacional Cubana de la UNESCO reimprimió aquel libro, con unas hermosas viñetas de Luis de la Rocha que no sé si estaban en la edición original de 1926. Fue la última vez que el público pudo tener acceso a la exigua obra de Castellanos.

“EL LAUREL. Los hombres están muy inquietos. Este mismo reposo, tan pronunciado, no parece sino una tregua en medio de sus afanes.

El BALCÓN. ¿Cómo sabes que están inquietos los hombres?

EL LAUREL. Por los pájaros y las nubes.

EL BALCÓN. Explícate.

EL LAUREL. Los pájaros mismos están inquietos por las circunstancias de los hombres. Verdad es que son dados a asustarse; pero cuando regresan, al caer el día, saltan continuamente, y se murmuran entre sí lo que han oído.

EL BALCÓN. Yo también oigo a los hombres, y no lo creo. Hablan todos los días de cosas nuevas, como siempre.

EL LAUREL. Pero ya no hablan las nubes.

EL BALCÓN. Explícate”.

Trato de imaginarme la sorpresa de los lectores del diario habanero La Nación, cuando se encontraron tan inusual diálogo. Debió causarles estupor no sólo el hecho de que su autor pusiese a dialogar a un laurel y un balcón, sino además que eludiera los elementos anecdóticos y las referencias ilustrativas. Asimismo, en un país tan dado a los excesos de todo tipo, debió resultar notorio que el autor apostara por un estilo severo, sobrio, equilibrado, que logra una admirable armonía entre el pensador y el artista. Sobre este último aspecto, Luis de Soto hizo notar que aunque poseía un estilo brillante, impecable y de exquisita elegancia, Castellanos nunca llegó a sacrificar el pensamiento a la palabra: “Identificó ambos elementos y esto de un modo tan completo que muchas de sus ideas no podrían expresarse o por lo menos no dirían lo mismo, si no se expresasen con su mismo lenguaje preciso y exacto”.

Página de uno de los ensayos de Castellanos, ilustrado con una viñeta de Luis de la RochaFoto

Página de uno de los ensayos de Castellanos, ilustrado con una viñeta de Luis de la Rocha.

Quien busque en esas páginas tan fuertemente personales color local o referencias a personajes y sitios conocidos de la realidad inmediata, perderá el tiempo. Es evidente que a Castellanos no le interesaba en lo más mínimo la Cuba más pintoresca y folclórica, y por eso no le da cabida en sus ensayos. Eso, sin embargo, no significa, como erróneamente afirmó Jorge Mañach, que fuera “el primero de los antipolíticos entre nosotros”. A ese aspecto se han referido Enrique Ubieta y Enrique Saínz, los dos únicos críticos e investigadores que en las últimas décadas se han ocupado de la obra de Castellanos. En su panorama sobre el ensayo incluido en el tomo II de la Historia de la literatura cubana, el primero señala que “su didactismo es personal, íntimo, en ocasiones demasiado absoluto y sólo en apariencia desasido de la realidad social”. Por su parte, Saínz en su excelente estudio sobre Castellanos (está recogido en Ensayos críticos, Ediciones Unión, La Habana, 1989) comenta que “aunque obviamente preocupado por interpretar la problemática cubana de su momento, causa de su singular visión del mundo (…), no es capaz de llegar a esa realidad con una visión historicista que permita ver el fenómeno analizado como resultado de un proceso y no como fenómeno en sí”.

Henríquez Ureña aconsejaba a Castellanos que fuese menos oscuro, que escribiese con claridad. Pienso que en su caso no cabe hablar de oscuridad. Oscuro es, por ejemplo, José Lezama Lima, quien además de emplear un léxico culterano y recargado, dificultaba la comprensión de sus ensayos con una sintaxis enrevesada y torpe. No así Castellanos, quien sabía expresar sus ideas con una maravillosa diafanidad. Otra cuestión es que esas ideas sean densas, sutiles, abstractas, y que por eso exigen del lector un nivel intelectual que está por encima de la media. Léase, para ilustrar lo que digo, este fragmento de uno de sus textos: “Concomitante con el miedo parece ser el sentimiento de la soledad. El cobarde no tiene quien le haga compañía. Y tiene, para el incrédulo, una proposición mañosa: «si usted no cree que esto es terrible, y que uno está aquí solo, póngase en mi lugar». Lo más que puede suceder, si aún dudo, es que venga. Y ya hay, entonces, compañía.// En realidad, acobardado es el que ya no puede quedarse solo consigo. El miedo es una derrota. Y en tanto el hombre le hace frente a la desgracia sin dejarse a sí mismo, es el valiente”. Eso es lo que se dice una escritura extremadamente precisa y transparente.

La obra de Francisco José Castellanos, como bien apuntó Chacón y Calvo, llega a nosotros con cierta incoherencia: “No nos da su espíritu verdadero, sino sus destellos y su tenue resplandor desconocido”. De todos modos y pese a no ser mucho, lo que dejó posee una originalidad y unos valores estéticos muy notables. Su caso, por otro lado, viene a ilustrar el triste destino que corren los creadores periféricos y solitarios, que desarrollan su labor al margen del canon. Noventa años después de su muerte, nos seguimos mostrando olvidadizos y tacaños con el autor de Ensayos y diálogos. Prescindir de él es un lujo que la literatura cubana no debería permitirse.