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La violencia al servicio de la utopía (II)

Al ver la película de Alexander Rogoshkin, experimentamos lo mismo que ante un accidente ocurrido en la carretera: la visión resulta horrible, pero no podemos apartar los ojos

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Acerca de Srubov, el protagonista del filme de Alexander Rogoshkin, alguien comentó que encarna la tragedia del hombre que toma conciencia de su incapacidad y se transforma en máquina. Se cree además investido del poder que hace de él un vector activo e infalible de la ley que representa. Bajo sus órdenes se realizan los arrestos, los interrogatorios, los amagos de juicios, las ejecuciones, el traslado de los cadáveres. Todo eso lo hace en nombre de la causa revolucionaria a la que siempre ha servido. A él corresponden estas palabras: “Sí, la revolución es como un hambriento feroz. Tiene hambre de sangre. Se bebe la sangre de los mejores hombres, pero es esencial satisfacer su hambre. Lo nuevo no va a nacer sin tortura y sangre”. Y agrega que “nuestra revolución solo triunfará si forzamos la tormenta”.

Se trata asimismo de un hombre que, a diferencia de otro chekista, el llamado Pepel, no deja de reflexionar sobre su trabajo. Eso hace que a partir de un momento dado, comience a entender lo que realmente hace. Durante una conversación, pregunta a su camarada: “¿Alguna vez te has sentido apenado por las ejecuciones?”. A lo cual el otro contesta: “Yo soy un soldado y tú eres un filósofo. Para mí es odio. Para ti, filosofía”. Y en otro momento expresa: “La Cheka es un arma de represión masiva, no una corte civil”.

Esa capacidad de razonar permite a Srubov comprender la aniquilación total que significan las ejecuciones: “En el sótano, en secreto, se destruye moralmente al individuo. Después de su muerte, nada queda. Ni un cuerpo, ni una tumba, ningún detalle de su muerte”. En efecto. Esos hombres y mujeres que diariamente caen abatidos por las balas de los soldados no son mártires. Solo son unos cuerpos anónimos. No hay nadie que recoja sus últimas palabras. Ni siquiera queda un registro con la fecha de su fusilamiento. Este último dato se reduce a cinco rayas marcadas en la pared y atravesadas por una línea horizontal, que corresponden a cada grupo ejecutado.

El chekista penetra en la mente psicótica de Srubov. La agudeza con que lo hace es similar a la de Bernardo Bertolucci en su penetrante retrato de un criminal fascista en El conformista. Asimismo el protagonista del filme de Alexander Rogoshkin hace recordar a Amon Goeth, el oficial de las SS de La lista de Schindler. Aunque eso no lo exime de su condición de asesino, a su manera es un hombre íntegro. Trata de hallar justificaciones morales al trabajo que realiza. Y se cuida de ser lo más justo posible de acuerdo a las circunstancias.

En el pueblo, todos lo evaden, pues son pocos los que no han perdido a un ser querido por culpa suya. Ni siquiera su vida familiar es normal. Individuo frío, distante, es incapaz de una interacción humana natural. Cuando está a punto de ser fusilado, el médico que atendía a su familia le insinúa que es impotente. A pesar del tiempo que lleva casado, su esposa aún es virgen. En otra escena, su madre se siente ofendida y lo recrimina por llevar a la casa al chekista que ejecutó a su padre. A Srubov, en cambio, solo le molesta que ella haya cocinado carne. En definitiva, a través de él la película muestra la perversión que puede resultar de la fe y la convicción ciegas.

Pero a la larga, Srubov es un ser enfermo. En la medida en que trata de meditar sobre la naturaleza de la revolución y sobre el verdadero objetivo de la Cheka, sus reflexiones lo llevan a comprender lo que realmente hace. Su mente empieza a deteriorarse. Termina así destruido por la misma ley de necesidad histórica que él idealizó a través de su trabajo. Algo similar les ocurre a otros subordinados suyos. Uno trata de ahorcarse. Otro sin ninguna razón mata con la bayoneta a una detenida. No todos consiguen salir indemnes de ese ritual macabro, de ese matadero humano con el cual se trata de validar la entrada al mundo del comunismo utópico.

Aunque en la película Srubov tiene un indudable protagonismo, hay otro personaje sobre el cual creo que vale la pena llamar la atención. Su participación no es importante, pero cuenta con una escena que dice más de lo que a simple vista parece. Me refiero al chekista llamado Isaac Katz, y la escena en cuestión corresponde al interrogatorio que él lleva acabo. Ante su buró está sentado un comerciante que lleva una kipá, la pequeña gorra con la que los hombres judíos se cubren parcialmente la cabeza. Durante el interrogatorio, el señor recuerda a Katz que su padre fue empleado suyo, que incluso le robó 500 quinientos rublos, delito por el cual él pudo hacer que fuera a la cárcel; y que la comunidad pagó la matrícula para que él estudiase.

El chekista le responde con las consignas y frases hechas de rigor: su padre se rompió el lomo trabajando para él, todo lo que hicieron ellos fue chuparle la sangre al pueblo. “El populacho nunca vino a mi tienda”, le contesta el comerciante. Sin embargo, el único insulto que consigue enfurecerlo es cuando Katz, en tono despectivo, lo llama judío: “Soy igual que tú. Mírate en el espejo”. Con ello, le está echando en cara su origen hebreo. Eso le da a la secuencia un carácter absurdo que no se propone tener.

Muchos judíos se incorporaron a la Cheka

La inclusión de esa escena resulta muy atinada, pues viene a recordar un dato poco conocido. Hablo de la conexión judía, de la participación de personas de ese origen en los atropellos y crímenes cometidos en Rusia en los años que siguieron a la toma del poder por los bolcheviques. Yakov Sverdlov, el primer presidente de la República Soviética (más tarde Unión Soviética), quien ordenó el asesinato del zar Nicolás II y su familia, era judío. Yakov M. Yunovski, el jefe del pelotón de fusilamiento, también lo era. Lo mismo Genrij Yagoda y Lazar Kaganovich, responsables de no menos de 10 millones de muertes. La lista es mucho más larga e incluye, entre otros, a Grigori Zinoviev, Grigori Sokolnikov, Lev Kamenev y León Trotski. Asimismo pocos meses después de instaurado, el nuevo gobierno aprobó un decreto en el que declaraba el antisemitismo como un crimen. Fue la primera nación en todo el mundo en castigar severamente cualquier expresión de sentimiento contra los judíos.

Acerca de este punto, me parece oportuno citar unas palabras del historiador israelí Louis Rapaport. Las he tomado de su libro Stalin´s War Against the Jews (Free Press, Nueva York, 1990). Agradezco a Manuel Santayana por su ayuda en la traducción:

“No bien hubo triunfado la revolución bolchevique, muchos judíos se sintieron eufóricos al verse notablemente representados en el nuevo gobierno. El primer Politburó de Lenin estuvo dominado por hombres de origen judío.

“Bajo el liderazgo de Lenin, los judíos se involucraron en todos los aspectos de la revolución, sin desdeñar sus tareas más viles. No obstante ello, a pesar de que los comunistas prometieron erradicar el antisemitismo, este se expandió rápidamente en parte debido a la prominencia de muchos judíos en el gobierno soviético y a las traumáticas, inhumanas medidas de sovietización que fueron adoptadas. El historiador Salo Baron ha apuntado que un número desproporcionado de judíos se sumó a la Cheka, la policía secreta bolchevique, y muchos que cayeron en desgracia con la Cheka serían baleados por investigadores judíos.

“El liderazgo colectivo que surgió en los últimos días de Lenin tuvo por adalid al judío Zinoviev, un adonis de cabello ensortijado, locuaz y cruel, de una vanidad sin límites”.

Me referí antes al carácter de rutina laboral con el cual los chekistas realizan las ejecuciones. Estas son masivas y tienen lugar cada día, pues los enemigos de la revolución constantemente son denunciados, arrestados, condenados y fusilados. Ese carácter metódico y repetitivo de las condenas a muerte banaliza el terror. Desde el punto de vista cinematográfico, la puesta en escena contribuye a ello, al eludir cualquier asomo de sensacionalismo o melodrama. Con un estilo austero y de una fría severidad, en la pantalla se muestra la naturalidad con la que los soldados cumplen su trabajo cotidiano. Toman agua, hacen gárgaras, juegan entre ellos, se hacen bromas. Uno toca el piano en sus ratos libres. Otro silba, mientras empuja el montacargas donde conduce los cadáveres. Y al final de la jornada, se duchan en el mismo sitio donde se llevan a cabo las ejecuciones. La banalidad del mal, frase acuñada por Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén, adquiere en el filme de Alexander Rogoshkin su sentido íntegro. No me refiero a sus aspectos más controversiales, sino a la idea de que esos hombres diligentes cumplen con obediencia y lealtad las órdenes del sistema al que pertenecen, y al no detenerse a reflexionar sobre sus actos son incapaces de distinguir entre el bien y el mal.

En el plano argumental, El chekista desarrolla una historia bastante sencilla. Lo que ocurre se puede resumir en pocas palabras. Buena parte de los 85 minutos lo ocupan las lecturas de las sentencias y las ejecuciones. Precisamente, el filme basa su tremenda fuerza en la repetición. Otro aspecto que contribuye a eso reside en los aterradores detalles que la cámara va captando: las puertas de madera agujereadas por los disparos, la separación entre los tablones del suelo para permitir que la sangre corra, el agua que se va tiñendo de rojo, el amasijo de cuerpos desnudos en el camión…

El chekista destruye radicalmente el mito de los valores humanos que proclamaban los bolcheviques. Muestra el lado más oscuro del que es, para muchos, el período dorado de la revolución rusa. Aquel en el cual grandes artistas plásticos (Malévich, Kandinski, Rodchenko), escritores (Maiakovski, Esenin, Blok, Pilniak), cineastas (Eisenstein, Vertov, Pudovkin) y compositores (Prokofiev, Shostakóvich) estaban activos, aunque unos años después algunos serían ejecutados bajo Stalin. El filme revela de manera impresionante la naturaleza destructiva del bolchevismo. Un régimen que desató un terror nunca antes visto y que, como hoy muchos reconocen, llevó a cabo una guerra contra su propio pueblo.

Un año antes del estreno de El chekista llegó a las pantallas The Inner Circle, de Andréi Konchalovski. Al lado del de Alexander Rogoshkin, el de su compatriota parece casi un filme salido de los estudios de Walt Disney. De hecho, son contados los títulos de la cinematografía rusa que han llegado tan lejos en su denuncia, y antes de la perestroika su realización habría sido impensable. Cuando se ve, experimentamos lo mismo que ante un accidente ocurrido en la carretera: la visión resulta horrible, pero no podemos apartar los ojos. En suma, una película molesta, perturbadora y difícil de olvidar.