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Literatura, Literatura cubana, Arenas

Libro único, implacable y rico

Se cumplen ochenta años del nacimiento de Reinaldo Arenas, quien en este trabajo es recordado a través de El color del verano, la obra más desmesurada, irreverente e iconoclasta con que hasta hoy cuenta la literatura cubana

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Más allá de que habrá quienes prefieran otros libros suyos, pienso que pocos impugnarán la afirmación de que con El color del verano Reinaldo Arenas aportó la obra más desmesurada, irreverente e iconoclasta con que hasta hoy cuenta la literatura cubana. Es cierto que algo de esa escritura estaba ya en El mundo alucinante, en parte de Otra vez el mar, en algunos de los cuentos de su última etapa. Nada, sin embargo, fue capaz de prepararnos lo suficiente para enfrentarnos a este Nuevo jardín de las delicias areniano, tan desacralizador como divertido, tan original como libérrimo.

De esa soberana libertad con que concebía la novela dan cuenta los numerosos y heterogéneos materiales que conforman El color del verano. Probablemente el más insólito para un lector que no esté familiarizado con sus textos sea la obra teatral que incluye al inicio. “El teatro, declaró él en una ocasión, ha influido tanto en mi formación literaria, que en casi todas mis novelas hay un momento culminante, tan trágico en sí mismo, que no puedo expresarlo mediante los recursos narrativos, y la novela se convierte entonces en una pieza teatral”. Aquí, sin embargo, va más allá, y en la pieza teatral adelanta sucesos que desarrollará o sobre los cuales volverá en capítulos posteriores. Abandona además el tono trágico y somete la realidad a una delirante y sarcástica carnavalización.

Escrita en su forma definitiva en los años finales de Arenas, éste cuenta en Antes que anochezca que empezó a redactar la novela cuando se hallaba hospitalizado en Nueva York. Allí cuenta: “Tenía en las manos distintas agujas con sueros, por lo que era un poco difícil escribir, pero me prometí llegar hasta donde pudiera”. Para él se trataba de una pieza fundamental del ciclo novelístico que bautizó como pentagonía, y cuyos otros títulos son Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas, Otra vez el mar y El asalto. De ese conjunto, El color del verano es la obra más extensa, aquella en la cual su autor más desarrolla su concepción de la novela como una especie de modelo para armar en el que literalmente todo tiene cabida (aunque ocuparía mucho espacio analizarlo, conviene aclarar que El color del verano es, al mismo tiempo, una novela con una bien urdida y compleja estructura). Es también, la única en que abandona el relato centrado en personajes individuales para adquirir una dimensión coral.

El propio Arenas suministró en distintos momentos varias declaraciones que constituyen, en mi opinión, claves importantes para entender y valorar en su justa medida su novela. Una de ellas pertenece a una entrevista, en la cual expresó: “Quisiera que me recordasen, no como un escritor en el sentido convencional del término, sino más bien como una especie de duende, como una especie de espíritu burlón”. Otra aparece en su ya citada autobiografía: “Una de las cosas más terribles de las dictaduras es que todo lo toman en serio y hacen desaparecer el sentido del humor (…) Sí, las dictaduras son púdicas, engoladas y absolutamente aburridas”. Y en una sinopsis de esta novela que redactó la definió como “una obra maldita, irrepetible, implacable y patética. Obra que arremete contra todos los convencionalismos, todos los estados, todas las religiones, todas las costumbres, todos los gobiernos, todos los países y prácticamente contra todo el género humano tal como es en los tiempos que vivimos”.

Un humor feroz, irrespetuoso y malévolo

El humor que de principio a fin recorre la novela es una de las armas más eficaces que Arenas utiliza para recrear la vida de los jóvenes en Cuba, bajo el régimen totalitario de un dictador enclenque, megalómano y enloquecido. Lo que de ello resulta no es, por supuesto, un retrato realista o una obra testimonial, sino un retablo satírico, grotesco y desenfadado. Libre de las formalidades y la retórica implícitas en la seriedad, da rienda suelta a un humor feroz, irrespetuoso y malévolo, a cuyo efecto transgresor y cáustico nada logra escapar, incluido él mismo.

Quien ha leído El color del verano sabe que aquí esa afirmación es justa y exacta. Los representantes del poder político, sus amigos y contemporáneos, sus compatriotas del exilio, el conservadurismo ideológico, moral y estético de los cubanos, la pobreza del mundo académico e intelectual norteamericano: Arenas, quien fue un iconoclasta total, no deja títere con cabeza, incluida la suya. Su sátira implacable se extiende incluso hasta el panteón de los héroes y personajes históricos, un territorio hasta entonces intocable y sagrado para los cubanos de dentro y de fuera de la isla.

Ese espíritu burlón con el cual Arenas quería que lo identificásemos es el que lo lleva a incorporar a su novela alrededor de trescientos personajes, ficticios unos, reales otros. En el caso de estos últimos, casi todos figuran con el nombre jocosamente cambiado, aunque sólo lo suficiente para permitir que puedan ser reconocidos. Eso hace que El color del verano se pueda leer como un roman à chef del mundo cultural cubano. Algunos, no obstante, han criticado al autor el haber convertido el libro en un acto de venganza. Al respecto, me parece pertinente reproducir lo que Arenas escribió en su autobiografía. Al referirse a la imagen con que presenta a un amigo suyo en Otra vez el mar, comenta: “Ese era uno de los tantos homenajes que yo realizo a través de mi literatura a mis amigos; homenajes chuscos, irónicos tal vez, pero la ironía y la risa forman parte también de la amistad”.

Aparte de su reivindicación del humor frente a la seriedad institucionalizada por las dictaduras, otro bastión contra el cual Arenas lanza un ataque desmantelador es el de la expresión escrita del cuerpo. Existe en el mundo hispano una larga tradición de escamoteo, silencio y ocultamiento de la actividad sexual, impuesta por el dogma católico y la campaña purificadora llevada a cabo a partir de la expulsión de los moros de España. Es ese el origen del tabú que ha envuelto a ese aspecto de la vida humana, y que forma parte de lo que Juan Goytisolo define como el odio a la felicidad corporal. Arenas desafía abiertamente esa tradición, cuyos efectos castradores aún subsisten, y lo hace con una audacia desconocida en el ámbito hispano. En su caso, la transgresión es doble, pues además de situar el erotismo en el centro de su discurso narrativo, añade a ello el referirse a su forma más condenada y marginada, el homoerotismo.

Con El color del verano, los homosexuales, esa minoría discriminada y despojada de palabra, tienen la oportunidad de expresarse con su propia vez y desde su idiosincrasia. Arenas presenta a un grupo de maricas que sobreviven de modo clandestino gracias a la picaresca, en un franco desafío a la hostilidad de la dictadura. En la novela se muestra a una comunidad rebelde e ingeniosa, que lucha por manifestarse libremente y que, a pesar de las persecuciones y la represión, no deja de defender su autenticidad y su derecho a ser diferente bajo un régimen que no tolera las diferencias.

Viven un tanto al margen de lo establecido por la sociedad, en una suerte de submundo que posee sus propias reglas. Unas reglas a contracorriente, lo cual no les impide a la vez vivir en su tiempo. Desfila por el libro toda una galería de locas teatrales y alucinantes, obsesionadas por el temor a envejecer y por el sexo. Este último representa para ellas un acto rebelde y libertario, una vía de escape inmediato ante el horror, un exorcismo desacralizador contra la violencia del medio.

Un erotismo paródico

Ambientada en La Habana, que se ubica en un ámbito tan sensual y erótico como el Caribe, en la novela abundan las masturbaciones colectivas, las cadenas fálicas, los enculamientos circulares, los entollamientos furiosos, los acoplamientos delirantes. En todas esas páginas, Arenas rehúsa emplear las fórmulas eufemísticas con las que se suele aludir a los órganos sexuales y al acto de fornicar. Nada de referencias indirectas u oblicuas, nada de figuras del lenguaje: prefiere llamar a las cosas por su nombre. Se trata, no obstante, de un erotismo paródico —recuérdese el rechazo del autor a lo solemne y encumbrado—, que busca desdramatizar un mundo que Arenas nunca idealiza. El color del verano está así más próxima de una obra como Las once mil vergas, de Apollinaire, que participa a la vez de la literatura erótica y de la humorística.

Pero a pesar de que exalta el carácter liberador del homosexualismo, Arenas ha escrito una novela que tiene muy poco que ver con la literatura gay que estamos acostumbrados a leer. En su libro no hay conciencia, solidaridad, reivindicaciones ni orgullo. Acerca de ello, escribió en Antes que anochezca: “La militancia homosexual ha dado otros derechos que son formidables para los homosexuales del mundo libre, pero también ha atrofiado el encanto maravilloso de encontrarse con una persona heterosexual o bisexual (…) Lo ideal en toda relación sexual es la búsqueda de lo opuesto y por eso el mundo homosexual actual es algo siniestro y desolado; porque casi nunca encuentra lo deseado”. Y en la citada sinopsis de la novela anota que es la versión subterránea de un mundo narrado sin ningún tipo de hipocresías ni concesiones.

La loca areniana no busca ser reconocida o admitida por la sociedad, sino que se mantiene al margen de los parámetros definidos por esta. Ante todo, porque es consciente de su incapacidad comunitaria. Ya que la sociedad las margina y aparta, han decidido adoptar y asumir esa marginación, esa condición de disidentes. Arenas además subvierte el carácter de términos como pájaro, loca, partido, maricón, hoy considerados políticamente incorrectos por su tono insultante y que han sido reemplazados por homosexual o gay. Él, por el contrario, los reivindica al hacer que esa comunidad los emplee para identificarse a sí misma.

Mucho más, en fin, se puede decir sobre este libro único, implacable y rico. Yo simplemente quiero concluir anotando que más allá de sus valores literarios, debe leerse como el “producto casi suicida de un intenso y disciplinado coraje”, concluido poco antes de su muerte por un verdadero volcán narrativo, por un creador dotado con un talento extraordinario, por un hombre de una personalidad en la que todo era desmesurado y arrollador.