Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Literatura, Eliseo Alberto

Lichi en tres tiempos

Ajeno a la algarabía cubana, deshilvanaba con voz reposada imposibles historias, anécdotas de su fabulación

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Me separó de Lichi una generación; lo que me acercó a él fue su desbordada humanidad, esa singular manera suya de estar en el mundo, donde se conciliaban la ternura y una imprecisa desazón en su mirada abierta y que él, generoso siempre, procuraba ocultar a sus amigos.

Es decir, cuando en 1970 fui enviado a campos de trabajo en la agricultura para salir del país, Lichi apenas comenzaba a ser visible. Cuando, en 1974, salí de Cuba, para mí habían transcurrido cuatro años de transtierro interior y del resto de la realidad nacional me separaba una espesa cortina de silencio. Un año después, apareció su primer libro, Importará el trueno, poesía.

Uno

Supe más de Lichi en 1995 junto a Jesús Díaz y Annabelle Rodríguez, mientras soñábamos casi diariamente en cómo dar forma al proyecto que después se llamaría Encuentro de la Cultura Cubana. Para ellos era imprescindible que Lichi, ya en México desde 1988, nos acompañara. Se referían a él, no solo como al poeta de la realidad entrañable, como su padre, ni como al novelista que se asoma con íntima y noble mirada a ese retablo de personajes desamparados de La eternidad por fin comienza un lunes; a Lichi se le rescataba también por su exaltado sentido de la honradez y por su capacidad para auscultar la realidad cubana más allá de su propia piel. Se sabía, entonces, de una terrible escritura que lo consumía. En el primer número de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, verano de 1996, apareció en la sección “En proceso” un fragmento de Informe sobre mí mismo, publicado al siguiente año en Madrid por Alfaguara.

Informe sobre mí mismo se convertiría en el más auténtico y desgarrador documento sobre las zonas más oscuras, calladas y siniestras que un régimen político pone al servicio de la degradación del individuo. Camus había advertido sobre las ideologías del consentimiento. La revolución racional exalta la figura del represor por sus víctimas: “tiende a liberar a todos los hombres al sojuzgarlos a todos provisionalmente”, despojando del horror la objetividad de su crimen por la nostalgia de una Historia redentorista. Si es cierto que todo revolucionario acaba en opresor o hereje, Lichi nos informó no solo de cómo había recorrido el camino completo, sino del proceso por el cual se llega a este dilema.

Dos

Por fin Lichi llegó a Madrid. No parecía traer con él la celebridad que le precedía por el reconocimiento que su obra literaria había alcanzado en Cuba y México, ni la orla del transgresor guionista de Guantanamera. Sobre la mesa del restaurante chino donde por primera vez intimamos fue depositando la gracia de su conversación, el sereno inventario de las más disímiles anécdotas y paisajes humanos, la infatigable fantasía de sus observaciones sobre los minúsculos sucesos de su actual vida mexicana y de su pasada —aunque siempre presente— existencia cubana. Todo siempre con un baño de dulzura y calidez, que no dejaba traslucir resentimiento alguno; ajeno a la algarabía cubana, deshilvanaba con voz reposada imposibles historias, anécdotas de su fabulación. Entregado a la amistad sin fisuras, se transparentaba sin esforzarse. Se apreciaba en Lichi su rechazo a habitar en la impostura de la solemnidad que exige la adultez. Inocente como un niño luminoso escapado a un cuerpo de gigante. Por cortesía, parecía desconocer el fuego y sus heridas.

Tres

Aunque continuamos intercambiando correos circunstanciales, vi a Lichi por última vez en el apartamento de Carlos Cabrera, en Majadahonda. Convocados a un almuerzo a la cubana manera, nos reunimos Rafael Rojas, Lichi, Aurora, Marlene y yo. Carlos, presumiendo de sus habilidades con los fogones, se había afanado en la preparación de los platos que exige la buena mesa tradicional cubana, y Lichi lo provocaba con el minucioso e inverosímil relato de sus propias invenciones culinarias: sus gloriosos espaguetis, la lujuria de su picadillo. En ese tono menor suyo, llenaba el mediodía aquel de gracia y agudeza. Mientras avanzábamos hacia la tarde de languideciente primavera en el run-run de la levedad de la conversación, la gravedad se impuso. Sobre su frente saltó un mechón de cabello como un ala rebelde y negra. Los árboles, afuera, se cubrieron de un gris acuoso. La charla encontró los vericuetos de la intimidad. Lichi se transformó. Una seriedad de sombras cubrió la amplitud de su rostro. Ahora su palabra buscó, primero, la piadosa presencia del padre. Vencido el pudor con el que, por consideración hacia sus amigos, siempre veló ese costado suyo donde habitaban el desasosiego y un ingrato malestar, hurgó en la vieja herida. Su indefensión me trajo el recuerdo de la amarga pesadumbre de las madrugadas pasadas con Heberto Padilla. Afuera, la grisura de la tarde se hizo lluvia, lanceada por los hilos de plata con que la luz de la terraza la atravesaba. Al despedirnos, escribió en un ejemplar de Caracol Beach: “Para don Pío y Aurora, frutos bajo el mismo caracol, su Eliseo, mayo 98”. Bajo el mismo caracol donde perenne nos aguarda su cálido abrazo.


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