Actualizado: 18/04/2024 23:36
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CON OJOS DE LECTOR

Los hombres mueren, el chisme es inmortal

Varias investigaciones científicas recientes han revelado que lejos de resultar dañino, ser chismoso e indiscreto es bueno para la salud.

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"Cierta vez una niña argentina proclamó que aborrecía los chismes y que prefería el estudio de Marcel Proust; alguien le hizo notar que las novelas de Marcel Proust eran chismes, o sea (aclaro yo, tardíamente) noticias particulares humanas" (Jorge Luis Borges).

A estas alturas, se impone hacer una precisión que me parece muy pertinente. Como bien apunta Emilia Pardo Bazán, cuando hablamos de chisme nos referimos a comentar sucesos que ya forman parte del dominio público. Otra cosa bien distinta es poner en circulación calumnias, inventar infundios sobre alguien, expresar cosas como las que se escuchan en muchos de los programas de televisión conocidos como talk shows. Nada de eso, repito, tiene que ver con ese pequeño remanso, ese recreo en el que uno se permite tomar los hechos de la vida con liviandad, que para Liliana Hecker es el legítimo chisme.

Y no me resisto a copiar aquí otro fragmento del texto suyo que publicó el diario bonaerense Página/ 12: "Premeditadamente, no suelo llevar libros a la peluquería. Nada más placentero, mientras espero el corte de pelo, que sumergirme sin culpa en intrigas palaciegas que, transitoriamente, me resguardan de toda inquietud. O sea que de ninguna manera soy indiferente a los chismes. Lo que pasa es que, de la especie de los chismosos, yo pertenezco a la subespecie de los escuchas, no a la de los propagadores, que vendrían a ser los chismosos más evidentes. Sin embargo, no hay que engañarse: no existe el escucha puro, ya que todo buen chisme oído debe ser contado a su vez para que no pierda su razón de ser. Pero el escucha decide a quién contárselo: justamente a aquel que lo puede disfrutar en el mismo sentido que él, duplicando así el propio placer. El escucha, digamos, es un egoísta del chisme, un discriminador".

Cuando se desaprueba y denigra el chisme, se olvida que existe una larga tradición de chismosos profesionales. Benjamin Franklin, a quien los norteamericanos consideran uno de sus próceres, a partir de 1730 empezó a escribir una columna de chismes en la Pennsylvania Gazette. Michael Farquhar, autor del libro A Treasury of Royal Scandals, ha comentado al respecto que la prensa de los padres de la patria de Estados Unidos hace que un periódico amarillista como The National Enquirer parezca inocente. Recientemente se divulgó que Gabriel García Márquez, además de admirador confeso del Innombrable, todos los días a las seis de la tarde se sienta con su esposa Mercedes frente a la caja tonta para ver La Oreja, un programa de cotilleos y espectáculo del canal Televisa. Ni siquiera el Premio Nobel colombiano puede escapar a la seducción de esta fuente viva de disfrute y descanso.

Esto último, sin embargo, no debe extrañarnos, pues la literatura, en particular, la narrativa, tradicionalmente ha tenido en el chisme su principal combustible. Piénsese qué serían sin éste Cervantes, Chamfort, Balzac, Henry James, Proust. Para el autor de En busca del tiempo perdido, el chisme "impide que la atención se adormezca sobre la visión falsa que se tiene de lo que son las cosas y que sólo es su apariencia, y con la destreza de un filósofo idealista, da la vuelta a esa apariencia y nos presenta rápidamente un aspecto insospechado del revés de la trama". En tono más humorístico, nuestro Virgilio Piñera comentó: "Uno de mis caballos de batalla ha sido el combate contra la discreción. Lo cual equivale a confesar que me encanta el chisme. Ahora que ya tengo muchos años, que el chisme no paga, por cuanto uno no vive en un pueblo de provincia, no practico tan noble arte. Ahora lo escribo. La literatura no es otra cosa que un chisme colosal".

El año pasado el argentino Edgardo Cozarinsky publicó el libro Museo del chisme (Emecé, Buenos Aires, 144 páginas). Incluye en el mismo un ensayo suyo, El relato indefendible, en donde sostiene que el chisme es ante todo un relato trasmitido en el que se narra una trivialidad de alguien famoso o bien algo insólito de una persona desconocida. En la segunda parte, Cuadros de una exposición, reúne sesenta y nueve relatos que le contaron o que escuchó contar a otros, así como reescrituras y traducciones de anécdotas ya escritas por otros. Una de ellas la recordó Alfonso Reyes, a quien Gisèle Freund le contó que cuando Victoria Ocampo recibió en su casa al ensayista francés Roger Caillois, tuvo que obligarlo a que se bañara diariamente. Un día, la criada abrió sin darse cuenta la puerta del baño y descubrió que Caillois estaba sentado en la bañera leyendo un libro, mientras con la otra mano agitaba el agua para hacer creer que se estaba bañando. Si alguien siguiera entre nosotros el ejemplo de Cozarinsky, qué cantidad de revelaciones fascinantes nos depararía.


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