Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Martí, hélas

Más allá de los gustos, la obra de Martí es el escándalo del genio que trasciende cualquier explicación.

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"Víctor Hugo, hélas", respondió Gide, reconociendo a su pesar que era el viejo Hugo el primer poeta de Francia. Con idéntica interjección habría que responder que Martí, si se preguntara por el mayor poeta o escritor que ha dado Cuba. Nos guste o no, su obra es un escándalo, ese escándalo del genio que trasciende cualquier explicación, como ya señalaba Rubén Darío en la sentida semblanza que a raíz de la muerte de su "maestro" publicara en La Nación de Buenos Aires, el mismo diario donde Martí diera a conocer sus memorables crónicas sobre la vida norteamericana.

"Desalentado, él tan grande y tan fuerte —¡Dios mío!— desalentado en sus ensueños de Arte, remachó con triples clavos dentro de su cráneo la imagen de su estrella solitaria y, dando tiempo al tiempo, se puso a forjar armas para la guerra, a golpe de palabra y fuego de idea", dice Darío en este escrito precursor de lo que en los setenta llamaban "el diversionismo ideológico en torno a José Martí".

Lejos del héroe de piedra de los libros escolares, el Martí de Darío es uno más en su galería de visionarios, "semilocos" y malditos, señalados por la originalidad artística y el amor a la belleza. Asimismo, como una figura extraña cuyo "estilo caprichoso e irisado" lo alejaba del gusto popular, recordaba Jesús Castellanos, en 1911, al "pobre acribillado de Dos Ríos". "Martí fue redentor de su patria precisamente por poeta, y como poeta lo hizo y como poeta se suicidó lanzándose contra las bayonetas españolas en Dos Ríos. Las ocho u once sílabas de un verso eran poco espacio para que sólo en él pudiera caber toda la fiebre romántica de aquel visionario".

"Adorador como lo fue hasta la muerte del ídolo luminoso y terrible de la patria", se lamenta Darío. Y en efecto, la patria fue para Martí lo que la poesía para otros modernistas influidos por el simbolismo y el decadentismo franceses: una vocación extraña convertida en apostolado.

Destino sacrificial

En su impresionante testimonio del presidio, Martí presenta a la patria como una fuerza poderosa que lo arranca del regazo materno y la protección del hogar, lanzándolo a otro espacio de intemperie y sufrimiento. "Mi patria me había arrancado de los brazos de mi madre, y señalado un lugar en su banquete", dice, y luego: "Mi patria me estrechó en sus brazos, y me besó en la frente, señalándome con una mano el espacio y con la otra las canteras".

Esta visión de la patria como una figura femenina que con un beso sella una especie de compromiso fatal, ¿no recuerda bastante la que de la poesía aparece en uno de los poemas en prosa de Baudelaire: "Los beneficios de la luna", cuya traducción publicara Casal en La Habana Elegante? Pero si allí el beso del hada madrina es alegoría del destino terrible del poeta condenado a "ver" más y a preferir lo lejano inalcanzable, en Martí la patria asume el lugar demoníaco que los poetas decadentes reservan a la Poesía: ella, con el sufrimiento, garantiza otra paradoja, en la que no se opone ya, como en el esteticismo fin-de-siècle, la vulgaridad del mundo ordinario a la belleza del mundo poético, sino la vida corriente a otra superior definida por el Bien: "sufrir es morir para la torpe vida por nosotros creada, y nacer para la vida de lo bueno, la única verdadera".

Allí, en El presidio político en Cuba, está ya todo. Quien a los 16 años afirma, parangonándose con Cristo, no tener odio para sus verdugos, está imantado por un destino sacrificial. "Nacido para poeta tuvo que ser hombre de acción", dice María Zambrano, quien interpreta en su magistral ensayo Martí camino de su muerte el sacrificio martiano como la exigencia continua de "inventarse a sí mismo, tener que crearse a sí mismo, rehaciéndose a cada instante". Martí es sobre todo un triunfo de la voluntad, una energeia como la que anima su prosa extraordinaria.

Luego de relatar varios casos de suicidio y atribuirlos a la mediocridad de un mundo donde no hay lugar para cosas grandes, en una de sus crónicas norteamericanas Martí opone a la cobardía de los suicidas una energía que, desde el dolor, implica creación y trascendencia. "Los enérgicos, aunque desgranándose en el interior como un rosario al que se rompe el hilo, echan mano a la espada, el arado o la pluma, y con las ruinas de sí mismos, fundan. El hombre tiene que ser abatido, como una fiera, antes de que aparezca el héroe".

Darío llamó, no por gusto, a Martí "superhombre", y no es insignificante que algunos de los nietzscheanos del continente, como Vargas Vila y Ezequiel Martínez Estrada, hayan sido grandes apologistas suyos. (En su reciente libro Cuba and the Tempest, el profesor Eduardo González hace interesantes observaciones sobre la "penmanship" en Martí y Nietzsche).

Piedra y cita y consigna

A pesar de su crítica de los suicidas, el vitalismo martiano está pleno de ansias de muerte, como señalara Calvert Casey en antológico ensayo. "La vida es como la pared de la jarra, que contiene el vacío útil, el vacío que se llena con leche, con vino, con miel, con perfume; pero más que la pared, vale en la jarra el vacío, como la eternidad, dichosa y sin límites, vale más que la existencia donde el hombre no puede hacer triunfar la libertad. Morir, ¿no es volver a lo que se era en el principio? La muerte es azul, es blanca, es color de perla, es la vuelta al gozo perdido, es un viaje", dice Martí en su crónica sobre el funeral chino, y un poco más adelante exclama: "¡ay, Li-In-Du, de los que consagran su existencia a ver libre a su pueblo!".

Es evidente que Martí se incluye en este último grupo de sacrificados, pero no deja de sorprender que su idea de la vida terrenal como un lugar esencialmente limitado no lo conduzca, como a otros espíritus religiosos, a una especie de quietismo espiritual, sino por el contrario, a la legitimación de la acción revolucionaria.

Ese destino donde la "nostalgia de la hazaña" y la práctica del verbo se enfrentaron y reconciliaron se cumplió con la muerte en la manigua cubana, luego de haber oído "las animitas de la patria". La caballería, que aparece una y otra vez en su obra como signo de una grandeza perdida por el mundo moderno, completa esa imagen final de extraña felicidad.

Si unos años atrás la inquietante imagen de Nietzsche en el umbral de la locura abrazando con lágrimas en los ojos a unos caballos azotados en Turín perturbaba el ligero optimismo de la Belle Époque, Martí muriendo a caballo justo antes de que la tecnología prive de aura a la guerra milenaria ofrece el último verso del poema épico del siglo XIX latinoamericano.

Con semejante muerte, breve y necesaria, Martí dio el gran salto hacia la leyenda y el mito. Se convierte así en nuestra máxima figura literaria. Su muerte a caballo es, al cabo, de papel, y hasta de librería. Paradójico Martí: el más familiar y el más lejano; presente siempre como espíritu, como fantasma, espectro presto a convertirse en piedra y cita y consigna.

"Era demasiado refinado para el pueblo que devoró su vida noble", decía Castellanos, y hoy, un siglo después, la vox pópuli lo confirma. "Martí es el héroe nacional, Martí es lo máximo, lo que se mareó, él era muy bueno con la pluma, pero fue a la guerra vestido de negro con un caballo blanco y claro que tuvieron que matarlo".


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