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Un genio apacible e introspectivo

Este mes se cumplieron 110 años del nacimiento y 60 de la muerte del realizador japonés Yasujiro Ozu, creador, entre otras grandes obras, de Cuentos de Tokio

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Si hubiese algo como un tesoro sagrado del cine, para mí tendría que ser la obra de Yasujiro Ozu. Wim Wenders

La efeméride es lo suficientemente significativa como para permitir que pase inadvertida. Por si fuera poco, en realidad no se trata de una, sino de tres efemérides. El 12 de este mes se cumplieron 110 años del nacimiento del director de cine japonés Yasujiro Ozu (1903-1963). Ese mismo día también se cumplió medio siglo de su fallecimiento. Y además hace seis décadas que se estrenó Cuentos de Tokio, considerada unánimemente como su obra maestra (el propio Ozu compartía esa opinión). Existen, pues, sobradas razones para que dedique mi último trabajo de este año a quien, sin discusión, ocupa un sitio sobresaliente en el olimpo cinematográfico.

No fue hasta un par de años antes de su fallecimiento, cuando en Occidente se empezó a descubrir el cine de Ozu. El primer ciclo monográfico dedicado a su obra fue realizado en 1961, dentro de la programación del Festival Internacional de Berlín. En su país, en cambio, Ozu era desde hacía tiempo un director muy reconocido. En 1958 el gobierno le otorgó una medalla por su destacada trayectoria, y además recibió el premio de la Academia de las Artes de Japón. Asimismo al año siguiente se convirtió en el primer cineasta que ingresó a esa prestigiosa institución.

Conviene comentar las razones por las cuales las películas de Ozu llegaron tan tardíamente a las pantallas de Occidente. Junto con Akira Kurosawa y Kenji Mizoguchi, Ozu integra el trío de los grandes directores de la edad de oro del cine japonés. Pero aunque él reconoció estar influido en su primera etapa por el cine norteamericano, se le catalogó como el más japonés de los realizadores de su país. Eso contribuyó en gran medida a que sus filmes no fueran distribuidos en el extranjero. Es curioso que no se dijera lo mismo de Mizoguchi, a quien probablemente le cabe mejor esa etiqueta por la gran atención que prestó al Japón medieval. Hoy sabemos que lejos de lo que se decía, Ozu es el más universal. De hecho, cuando se empezaron a proyectar sus películas fuera de Japón conectaron de inmediato con el público del mundo entero. Los cineastas y críticos quedaron fascinados por su sublime sencillez. Los espectadores se admiraron con sus retratos de los conflictos cotidianos en el seno del marco familiar y con su análisis del contraste entre tradición y modernidad.

Tras su muerte, su obra cinematográfica alcanzó cotas muy altas y ha servido de inspiración y ha ejercido una gran influencia en directores como Jim Jarmush, Aki Kaurismaki, Hou Hsiao-Hsien, Abbas Kiarostami, Yoji Yamada, Claire Denis, Hirokazu Kore-eda, Wim Wenders. Este último rindió homenaje a Ozu en el documental Tokio-Ga (1985), en el cual exploró los espacios vitales del cineasta japonés. Un dato puede ilustrar la altísima valoración que hoy se da al cine de Ozu. Desde 1952, el British Film Institute y la revista inglesa Sight & Sound realizan cada diez años una famosa encuesta para seleccionar los mejores títulos de la historia del cine. En 2012 se dio a conocer la más reciente. En la lista hecha por críticos, programadores, académicos y distribuidores de todo el mundo, Cuentos de Tokio ocupó el tercer lugar y Primavera tardía, el decimoquinto. Por su parte, en su votación los cineastas dieron el primer lugar a Cuentos de Tokio.

Ozu se inició en el cine en 1923. Gracias a la recomendación de un tío suyo, empezó a trabajar en los Estudios Shochiku, los más importantes del país en ese tiempo. Sus primeros pasos fueron como ayudante de fotografía. Tres años después pasó a ser ayudante de dirección de Tadamoto Okubo. Debutó como realizador en 1927 con La espada de la penitencia, el único drama de época de toda su filmografía. No empleó el sonido hasta 1936. “¿Para qué buscar el ruido cuando reina el silencio?”, argumentó. En total, rodó 53 filmes, todos, a excepción de tres, hechos con Shochiku. De esa producción, solo se ha conservado una treintena.

Director reconcentrado y perfeccionista, logró crear un estilo único e inconfundible. En sus filmes, la quietud deviene la expresión suprema del rigor artístico. Inmerso en el budismo zen, Ozu parece haber trasladado esa síntesis espiritual a su cine. Su puesta en escena es sobria, contemplativa y se distingue por una sencillez que encubre inteligentemente la complejidad de los planos y la narrativa. La cadencia lenta, la fotografía minimalista, los cortes directos sin disolvencias ni fundidos, las elipsis, el sentido pictórico de los encuadres, son características de un cine inimitable, altamente estilizado y trascendente sin parecerlo. A propósito de ello, Ozu expresó: “A través de la reflexión, he conseguido desarrollar mi propio estilo como director, prescindiendo de cualquier intención innecesaria”.

A partir de cierto momento en los años 30, hizo que los actores no se miraran el uno al otro. Con eso transgredía una de las reglas sacrosantas del cine clásico occidental. En el trabajo de los intérpretes, buscaba la sutileza de los gestos y detalles. Asimismo hacía que entraran y salieran a la manera de un montaje teatral, aunque curiosamente nunca tuvo una relación directa con el arte escénico. Trabajaba siempre con los mismos actores (Setsuko Hara, Chishu Ryu, Chiyeko Higashiyama, So Yamamura, Haruko Sugimura, Kinoko Niyake y Kyoko Kagawa), como si se tratase de una compañía teatral. De ese equipo fijo también formaban parte el guionista (Kogo Noda), el fotógrafo (Yahuru Atsuta) y el editor (Yoshuyasu Hamamura).

En las películas de Ozu se cuentan historias sencillas, corrientes y tremendamente humanas. La mayor parte transcurre en el interior de las casas. La vida cotidiana está filmada de manera invisible, como si la cámara formase parte de las paredes. La materia prima de su cine es la realidad, pero está modulada y recreada con un lirismo pausado y, a la vez, cálido. Son dramas de apariencia sosegada y minimalista, llevados a la pantalla con delicadeza. A través de ellos, Ozu trata contenidos trascendentes que no lo parecen, debido a la naturalidad y a la falta de énfasis en argumento y estilo. Asimismo en esos filmes no se facilita la identificación emotiva directa. Pero como ha comentado Wim Wenders, es imposible no sentirse conmovido con ellos. Ese genio apacible e introspectivo que fue Ozu, nos ha dejado así un cine entrañablemente grandioso, que rebosa sentido y sensibilidad.

Una obra maestra absoluta

Director pródigo en grandes obras, en su filmografía cuenta con varios títulos que constituyen verdaderas joyas: He suspendido pero… (1930), Historia de una hierba errante (1934), Había un padre (1942), Primavera tardía (1949), Principio de verano (1951), Crepúsculo en Tokio (1957), Flores de equinoccio (1958), Buenos días (1959), Otoño tardío (1960), El otoño de la familia Kohayagawa (1961), El sabor del sake (1962). Pero si hubiese que escoger una película que diera una idea cabal del gran talento y la maestría de Ozu, no hay dudas en cuanto a que la elección recae en Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari, 1953). Fue su filme número 46 y con él logró una obra maestra absoluta. Hace poco fue restaurada a partir del negativo original. Esa nueva copia se estrenó mundialmente en febrero de este año, en el Festival Internacional de Berlín.

El crítico Dennis Honshak ha definido Cuentos de Tokio como “un cuento moral sobre el envejecimiento y la devoción”. Al igual que ocurre en otras películas de Ozu, la historia se desarrolla casi por completo en el ámbito familiar. Dos ancianos viven con su hija menor en un pueblo rural cerca de Hiroshima. Tienen dos hijos en Tokio a quienes no ven desde hace muchos años y deciden ir a visitarlos. Cuando llegan, no encuentran la acogida que esperaban. Ninguno de ellos tiene tiempo ni ganas para atenderlos. Optan por enviarlos a que pasen unos días en un balneario. Al regreso, la anciana pasa una noche en la casa de una nuera viuda de otro de sus hijos (presumiblemente, murió durante la guerra). A diferencia de sus cuñados, ella es la única que trata a los suegros con amabilidad, cariño y respeto. Es además el único personaje de la película que hace explícitas sus emociones y sentimientos. Cuando vuelve a la casa de su hija, la anciana se pone enferma. Ella y su esposo se ven obligados así a pasar más tiempo en una ciudad extraña y con unos hijos a quienes ya no reconocen.

Ozu aborda el alejamiento entre seres queridos, como consecuencia del releve natural de generaciones y del aislamiento inherente a la sociedad moderna. Un tema, por cierto, que es tan japonés como universal. Asimismo capta con milimétrica exactitud la agonía de un modo de vida, en sordo conflicto con los cambios. El filme muestra cómo después de la guerra, en Japón se han desmoronado valores como la unidad de la familia y el respeto a los ancianos. Con el progreso tecnológico y la apertura a Occidente, fueron desapareciendo los valores tradicionales con los que el matrimonio de ancianos se educó, y que ellos trataron de transmitir a sus hijos.

Este tema aparece en otros filmes de Ozu y ha hecho que se le llame el John Ford japonés, en referencia al cineasta norteamericano que tan admirablemente retrató el ocaso del mundo del oeste, que se venía abajo con la modernización del país. El paso del tiempo ha venido a demostrar así que, pese a su sobriedad y su falta de énfasis, Ozu fue el cineasta que mejor supo reflejar los cambios experimentados por la sociedad japonesa tras la Segunda Guerra Mundial.

Uno de los grandes aciertos de Cuentos de Tokio es que muestra la deshumanización de la era industrial no a través de aspavientos melodramáticos, sino mediante detalles cotidianos y con la sensibilidad de un humanista. Al final, los ancianos aceptan con resignación la actitud de los hijos. Solo se deja entrever cierta tristeza en su rostro cuando expresan las justificaciones. El único que de alguna manera lo exterioriza es el padre, cuando se emborracha con sus amigos.

Como es usual en el cine de Ozu, hay una elaboradísima puesta en escena, así como una narrativa que consigue niveles de depuración realmente asombrosos. Eso está logrado a partir de elementos simples y mínimos, que se integran en un sistema formal muy depurado. Todo en el filme: decorados, interpretaciones, diálogos, es totalmente natural. Asimismo la cámara permanece fija y las secuencias están hechas en una sola toma. Por ejemplo, en la escena en la que los ancianos van en el autobús, este no se mueve, sino que es la cámara la que lo hace. En las escenas de la vida cotidiana, en los gestos comunes, en las conversaciones rutinarias, hay mucha belleza y mucho significado. En su cine, Ozu hace un examen minucioso del mundo familiar, del cual emergen las actitudes y la forma de ser de cada personaje. Todo eso ha contribuido a que Cuentos de Tokio haya ganado con el tiempo, puesto que ha venido a poner en evidencia que la concepción narrativa de Ozu partía de una propuesta radical.

Ozu rodó Cuentos de Tokio con su elenco habitual. En el mismo figuran sus dos actores fetiche, Chishu Ruy y Setsuko Hara. El primero participó en 52 de los filmes del cineasta. La segunda, en varios realizados por él entre 1941 y 1961. Todos actúan siguiendo los patrones occidentales (son obvias las diferencias con el estilo de Toshiro Mifune). Dan vida a unos caracteres reconocibles que se mueven en escenarios igualmente reales. Eso les da una gran veracidad y hace que la película trascienda el contexto japonés para convertirse en un relato universal. Asimismo el tema tratado en el filme no ha perdido vigencia, pues historias como esa son, desafortunadamente, muy frecuentes en nuestros días.

Cuentos de Tokio se puede ver y descargar en varios sitios de la red. En YouTube existe la opción de verla con subtítulos en español, inglés y francés. El filme de Ozu constituye una referencia imprescindible para todo cinéfilo. No es recomendable, sin embargo, para aquellos que disfrutan las películas en las que en los primeros cinco minutos hay tiros, persecuciones de autos, decenas de muertos, edificios que vuelan por los aires y abundantes efectos especiales. Esos espectadores mejor se abstienen y buscan una opción más acorde a su gusto en la cartelera de los cines de estreno. Estoy seguro de que ahí tendrán mucho en donde escoger.