Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Un puente de silencio

Guillermo Rodríguez Rivera polemiza en 'La Gaceta de Cuba' con los organizadores del dossier sobre Ediciones El Puente.

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En su cuarto número (julio-agosto) del año pasado, La Gaceta de Cuba publicó un dossier dedicado a El Puente. La historia de El Puente, como la de tantos empeños de esa década, es la de su prohibición.

Luego de una corta existencia independiente y de haber recibido una oferta de padrinazgo institucional que fue declinada, la pequeña editorial no tuvo más remedio que pasar a formar parte de las publicaciones de la UNEAC. Dejó de ser independiente para convertirse en semi-estatal, tal como reconociera su director. "Fue entonces", escribió José Mario, "cuando comenzó nuestra auténtica lucha por la supervivencia" ("La verídica historia de Ediciones El Puente, La Habana, 1961-1965", Revista Hispano Cubana, Madrid, número 6, invierno de 2002).

Acusados de homosexualidad, de publicar a autores recién exiliados, de fomentar un "Black Power" y de haberse aproximado a Allen Ginsberg durante su estancia habanera (José Mario y Manuel Ballagas fueron detenidos y enjuiciados por trato con extranjeros), la historia de El Puente es, por último, la del internamiento de su director en uno de los campos de concentración de las UMAP. La del exilio de unos y la permanencia de otros en Cuba.

Gerardo Fulleda León, Norge Espinosa e Isabel Díaz, participantes en el dossier de La Gaceta de Cuba, mencionan en sus textos la rivalidad existente entre los escritores agrupados en torno a El Puente y quienes formaron el primer consejo de redacción de El Caimán Barbudo.

Norge Espinosa recuerda los ataques de Jesús Díaz a Ana María Simo y el manifiesto de El Caimán Barbudo que condenara la poesía publicada por el pequeño sello editorial. (En un ensayo de próxima aparición en la revista sevillana Renacimiento, Pío E. Serrano comprende a El Caimán Barbudo, "orgánico, oficial, ortodoxo", como una apuesta del régimen cubano para sustituir a El Puente, "independiente, plural y heterodoxo"). Y cuatro décadas más tarde sigue viva aquella rivalidad desde la que Guillermo Rodríguez Rivera polemiza con Fulleda León y con Espinosa, en el más reciente número de La Gaceta de Cuba (enero-febrero de 2006).

Escalafón de víctimas

Rodríguez Rivera comienza por declarar (los énfasis son suyos) cuán importante es "recuperar toda la memoria y toda la historia de nuestra cultura". Centra su atención en la figura de José Mario y aventura que, gracias a la arbitrariedad que caracterizó a éste, terminó por constituirse en grupo literario lo que inicialmente distaba de serlo.

Cita palabras de Josefina Suárez acerca del estilo personalista de dirección de El Puente, y no oculta el nulo interés que le despiertan, salvo unas pocas páginas, los poemas de José Mario. (Al posible reproche de que esa obra aún no haya sido publicada dentro de Cuba, recuerda cuánto debieron esperar por beneficio así autores de la talla de Lezama y Piñera).

Una referencia de Norge Espinosa a la amistad entre Delfín Prats y José Mario le da pie para forzar una comparación entre ambos: "Creo que pocos escritores jóvenes sufrieron la represión a los homosexuales en este país como Delfín Prats, poeta de una calidad incuestionablemente superior a la de José Mario, a quien le hicieron pulpa su libro Lenguaje de mudos, que había recibido el Premio David".

Puede uno preguntarse a qué viene ese escalafón de víctimas. La respuesta está en la moraleja que Rodríguez Rivera alcanza a extraerle: "Pero Delfín se quedó en Cuba, en su Holguín, donde tiene el respeto de todo el mundo, ha editado sus poemas, y no se fue a hablarle a la cámara de ningún documental destinado no a componer los males que tenemos, sino a desacreditar lo bueno que hacemos".

La lectura frecuente del periodismo oficial cubano facilita el desentrañamiento de una frase como la anterior. Su autor parece referirse en ella a Delfín Prats (quien merece mucho más que esos dudosos cumplidos), cuando en realidad de quien habla es de José Mario. No lo ocupa tanto la permanencia en Holguín del primero, como el camino del exilio tomado por el segundo.

Y, del mismo modo que para saber de qué habla Granma es recomendable oír algo de radio extranjera, conviene conocer de antemano ciertos detalles para entender la reacción de Rodríguez Rivera. El documental cuyo título se cuida de mencionar es Conducta impropia, de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal, dedicado a la represión de homosexuales en Cuba, y donde prestan testimonio José Mario y Ana María Simo. Lenguaje de mudos sale a relucir debido a que, dos años después de destruida en Cuba su tirada, el libro fue editado por José Mario en la reanudación, en Madrid, de El Puente.

Halago de la pasividad intelectual

Según Rodríguez Rivera, Delfín Prats sufre represión y permanece en su país para, a la larga, lograr el respeto de todo el mundo y la publicación de su obra literaria. José Mario, en cambio, abandona su patria, se dedica a la denuncia política, a críticas no constructivas… Quien abogaba por la recuperación de la totalidad de una cultura, descuenta ahora de esa historia los testimonios aportados por Conducta impropia. Considera que las noticias del documental no forman parte de la historia de la Isla, no resultan tan obra revolucionaria como las masivas ediciones de libros.

Habla del veneno que debió tragar Delfín Prats en su mala época y concluye de este modo las comparaciones biográficas: "No quiero que nunca más se lo hagan digerir a nadie, pero no puedo dejar de admirar a quienes se lo tragaron, permanecieron fieles a algo que consideraron más importante que sus propios males y hoy están muy por encima de sus envenenadores".

En menoscabo de aquellos que escapan del círculo impuesto por sus verdugos y denuncian la represión sufrida, Rodríguez Rivera alaba el silencio de las víctimas, la digestión callada del veneno, la pasividad intelectual ante el castigo político. Incluso ateniéndonos a su propia lógica, la última frase citada resulta miserable. Pues las víctimas estaban ya por encima de sus verdugos desde el momento del castigo.

Ahora bien, ¿qué hacía Guillermo Rodríguez Rivera mientras se sucedían las ofensivas revolucionarias? No resulta descabellado conjeturar que su texto ha sido compuesto para contestar a tal pregunta. Apreciemos entonces su recuento por lo que encubre y por lo que confiesa: "El primer Caimán Barbudo, en efecto, tenía explícitamente prohibido (por el Comité Nacional de la UJC, del que dependía y que en esos tiempos tenía una política homofóbica) publicar a ningún joven escritor o artista que fuera homosexual. Ello no fue nunca una decisión de los que hacíamos la revista…".

Menciona a continuación algunos intentos, fructuosos e infructuosos, de publicar obras de escritores homosexuales, y termina su viaje al pasado con esta disyuntiva: "En esas aguas turbulentas teníamos que navegar, o irnos a hablarle a la cámara de algún documental de nuestros enemigos".

De creer en su versión, él y el resto del equipo dirigido por Jesús Díaz no tomaron decisión alguna contra homosexuales. Cumplían, no obstante, instrucciones al respecto: instrucciones de arriba. Poco importaba qué pensaran ellos, estaban obligados a obedecer. Por juramento militar o de partido.

Zafarse de la complicidad con un comité homofóbico y abandonar la redacción en donde se estrenaban de comisarios, no era alternativa valedera para los fundadores de El Caimán Barbudo. (Ni siquiera ahora le parece viable a Rodríguez Rivera, quien, empeñado en convencernos de lo inevitable de su proceder, estrecha tanto el espectro de oportunidades que deja afuera la figura que antes alabara, la víctima en silencio).

¿Juventud y maledicencia?

A cara o cruz se presentaba el juego durante aquellos años: comisario político o gusano. Sin embargo, la lección sacada por Jesús Díaz (transcurrido el tiempo) aparece bastante distinta: "No es raro, entonces, que nuestro grupo constituyera una pequeña piedra de escándalo. Tampoco lo es que en aquella época, hace más de treinta y cuatro años, yo polemizara con la narradora Ana María Simo, de las ediciones El Puente, donde se agrupaba otro sector de la generación literaria a la que pertenezco. El Puente había publicado un buen libro de relatos de la propia Ana María, y también poemarios de Nancy Morejón y Miguel Barnet, entre otros autores, y era en cierto sentido lógico que chocáramos por motivos de autoafirmación y celos literarios. No obstante, recuerdo con desagrado mi participación en aquella polémica, que tuvo lugar en La Gaceta de la UNEAC. No porque haya sido más o menos agresivo con otros escritores, sino porque en mi requisitoria mezclé política y literatura e hice mal en ello; lo reconozco y pido excusas a Ana María Simo y a los otros autores que pudieron haberse sentido agraviados por mí en aquel entonces" ("El fin de otra ilusión. A propósito de la quiebra de 'El Caimán Barbudo' y la clausura de 'Pensamiento Crítico'", Encuentro de la Cultura Cubana, Madrid, primavera-verano 2000, número 16-17).

Rodríguez Rivera intenta hacer creer que no cupo enfrentamiento entre sus compañeros de redacción y la editorial dirigida por José Mario. La recuperación de "toda la memoria y toda la historia de nuestra cultura" supone, a su entender, el maquillaje de la biografía propia y el silenciamiento de cualquier versión que resulte incómoda. Negación de evidencias y cosmética reconstructiva son sus armas mejores en el entendimiento con el pasado.

Tal vez Norge Espinosa o Gerardo Fulleda León se tomen el trabajo de desenmascarar tan torpes maniobras en algún número venidero de La Gaceta de Cuba. Para lograrlo habrán de vencer dos impedimentos que Rodríguez Rivera les achaca: la demasiada juventud en el primero, la maledicencia en el segundo.

A Espinosa le coloca en el camino esta advertencia: "Es perfectamente claro que para saber que Napoleón fue derrotado en Waterloo no es imprescindible haber estado allí, pero hay hechos que, cuando no tienen una adecuada historia escrita, es difícil conocer sin los testimonios de quienes lo vivieron".

Y desliza luego la sospecha de que el joven poeta y dramaturgo apenas cuenta con los testimonios de otros. Llega incluso a darse aires de llegado con anterioridad: "Quisiera hacerle saber a Espinosa, quien nació cuando a mí me acusaban de contrarrevolucionario en el I Congreso Nacional de Educación y Cultura…". (Profesoral, regaña a Isabel Díaz por atribuirle palabras de José Mario a Pío E. Serrano. La tilda de desorientada cuando el desorientado es él: la cita procede de "Álbum familiar (sin ira)", texto de Pío E. Serrano en el segundo tomo de Cuba: voces para cerrar un siglo, The Olof Palme International Center, Estocolmo, Suecia, 1999).

Remisión a terreno enemigo

Exige a Gerardo Fulleda León que dé nombres de victimarios en lugar de acusar vagamente y, leída tal reclamación, puede cuestionarse por qué no hizo imprimir él los nombres de quienes envenenaron la vida a Delfín Prats y convirtieron en pulpa el poemario Lenguaje de mudos. Por qué no puso en su artículo algunos apellidos de ese comité de jóvenes homófobos y comunistas cuyas instrucciones se viera obligado a cumplir.

Reclamar nombres a Fulleda León viene a ser lo mismo que pedirle a Norge Espinosa nacimiento prematuro. Fulleda León habla con las precauciones a que obliga la publicación de su texto en La Gaceta de Cuba, y la exigencia de nombres es trampa para remitirlo a terreno enemigo.

Ninguno de los que estudian la clausura de El Puente queda sin recriminación de Guillermo Rodríguez Rivera. Para quien fuera testigo de los hechos guarda el ejemplo de la víctima a la que su mutismo hermosea. Y contra críticos e historiadores llegados más tarde, emite la advertencia de Waterloo.

Claro que para conocer qué sucedió en la última batalla napoleónica no es imprescindible haber estado allí. Puede incluso darse el caso de alguien que, dentro de ella, no alcanzase a entenderla: así lo cuenta Stendhal de Fabrizio del Dongo.

A Rodríguez Rivera parece ocurrirle con sus viejas trifulcas lo mismo que a ese personaje stendhaliano. O, aún peor, él simula tal despiste y se da el lujo de afirmar que no hubo Waterloo. La historia de El Puente, sin embargo, continúa viva.

Nancy Morejón ha confesado su pervivencia en entrevista de hace unos años: "Te digo que a mí todavía en un Consejo Nacional de la UNEAC me da trabajo levantar la mano para decir algo, porque me parece que va a salir alguien y me va a decir: 'Cállese usted, porque los de El Puente…'" (María Grant, "En los sitios de Nancy Morejón", Opus Habana, volumen VI, número 1, 2002).

Laureada con el Premio Nacional de Literatura y homenajeada extensamente en la última Feria Internacional del Libro de La Habana, Nancy Morejón se quedó en Cuba, donde goza del respeto de todo el mundo y ha editado sus libros. No se fue a hablarle a la cámara de Almendros y Jiménez Leal, digirió el veneno, permaneció fiel a lo que considera más importante que sus propios males y, sin embargo, no logra creerse por encima de sus envenenadores. Y es que, a cuarenta años de los sucesos de El Puente, lleva el miedo adentro. Conserva (al menos así era hace cuatro años) una alta dosis de aquel miedo.

Nancy Morejón teme que vengan a interrumpir lo que ella diga. Teme que la objeten políticamente. Teme que le quiten la palabra. Teme ser condenada al silencio. Teme ser castigada… Y cuatro décadas después de la represión ejercida sobre una pequeña editorial, Guillermo Rodríguez Rivera es (en el último número de La Gaceta de Cuba) la cabeza visible de aquellos que desean irrompible el puente de silencio entre víctimas y victimarios.