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Anticastrismo, Cambios, Exilio

Por un nuevo anticastrismo

Un anticastrismo que entiende lo ocurrido en la Isla como un proceso con razones y causas, pero que ha desembocado en un destino falso

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No es que el exilio de Miami ha dejado de ser anticastrista, sino que el anticastrismo ha cambiado de forma. En buena medida ha echado a un lado el ser vocinglero y pueril. Reducido a grupos cada vez más debilitados en números e ideas, el perseguir músicos, y regodearse en la nostalgia de una Cuba anterior a 1959.

El nuevo anticastrismo incorpora los valores culturales de esa época y tira por la borda la exaltación pueblerina de un país plagado de pobreza, corrupción y asesinatos. Condena a la dictadura de Fulgencio Batista pero con más fuerza aún al régimen de Castro, aunque no se pierde en comparaciones destinadas a desvirtuar ese sendero de caminos que se bifurcan que es la historia del país. Entiende lo ocurrido en la Isla en más de medio siglo como un proceso con razones y causas, que llegó a transformarse en un destino espurio por la ambición de unos cuantos y los errores y las indecisiones de muchos.

Durante décadas se ha otorgado validez histórica y política a los planteamientos de un grupo cuya única representatividad en la situación cubana actual emana del control férreo del poder y los mecanismos represivos. Quizá para algunos con ello sea suficiente, pero hay poco mérito en esa banda de aprovechados que ni siquiera han intentado desarrollar una nación sobre cadenas, y simplemente la han explotado al capricho y la conveniencia del momento.

Tampoco en la actualidad queda mucho mérito que reconocer cuando se habla del “exilio histórico”, en cuanto a vigencia política. La imagen de éste ha sido secuestrada por una serie de arribistas que adaptan a su beneficio cualquier actitud frente al régimen de La Habana. Líderes que en ocasiones se han aliado o han simpatizado con las peores dictaduras militares latinoamericanas, así como con corruptos al estilo de Alberto Fujimori, Arnoldo Alemán y Carlos Menem, para citar algunos ejemplos; partidarios de un totalitarismo de derecha para el futuro de Cuba.

La falsa división entre el “yo estaba aquí y tú acabas de llegar” esconde también la existencia de organizaciones, líderes exiliados y puntos de vista que no responden al estereotipo de una comunidad intransigente e ignorante, fácil de manipular por demagogos del micrófono.

El nuevo anticastrismo admite el diálogo con Cuba, que no es sinónimo de complicidad con La Habana. Reniega de farsantes y está en contra de legisladores que no lo representan en Estados Unidos. No quiere agitadores en Washington sino hombres y mujeres capaces que se preocupen por sus distritos respectivos, sean Miami o Nueva Jersey o cualquier otro. Rechaza la demagogia porque la conoce demasiado. Está a favor de la cordura y la simpatía; rechaza los discursos altisonantes de cualquier orilla. No quiere una vuelta al pasado. Apuesta por el futuro.

Queremos creer que el régimen de La Habana agoniza presa de su inmovilismo. No es así. Sin embargo, el proyecto revolucionario está agotado. La diferencia no es sutil sino real. Desaparecidos los hermanos Castro, Cuba iniciará una nueva etapa. No volverá la vista atrás, mirando por encima de casi cinco décadas y borrando tantas huellas. Cualquier proyección sobre el futuro de la Isla debe hacerse desde el presente. No intentando un regreso a los años cincuenta.

La nostalgia sirvió por un tiempo para enriquecer a unos cuantos en Miami. No tiene sentido como programa de gobierno. El régimen castrista no es un paréntesis en la historia de la nación, un apéndice que se puede eliminar sin el menor rastro. ¿Quiénes de los tantos que repiten a diario su discurso estéril en la radio exiliada conocen la realidad cubana? El ejercicio de desconsuelo —el intento de vender el pasado bajo una forma de futuro— solo ha logrado edificar altares de ignorancia y fabricar líderes de pacotilla.

Igualar la falta de vigencia del modelo imperante en la Isla con la proyección que mantuvo primero Fidel Castro, y ahora Raúl, de constituirse en símbolos vivientes de la resistencia contra el “imperialismo yanqui” es caer en el viejo error del anticastrismo de café de esquina. El fin de ambos hermanos no será el desplome inmediato del sistema imperante, aunque especialmente la muerte de Fidel Castro significará el fin de la época en que un régimen ha fundamentado su permanencia en la “legitimidad de origen” obtenida por el triunfo frente a la dictadura de Batista.

No hay que igualar un fin con un comienzo. En el exilio se ha confundido un efecto con una causa, y en vez de analizar las razones que explican la estabilidad del gobierno cubano, hay una apuesta, al desnudo o más o menos encubierta, de cifrar las esperanzas —mejor sería decir sus ilusiones— en la muerte de Fidel Castro.

Nada mejor para los intereses de La Habana que este desenfoque. A fin de cuentas, se trata de una jugada estratégica que ha rendido sus frutos, pero a la cual, involuntariamente o no, hemos colaborado todos.


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