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EEUU, Elecciones, Trump

El orden que debemos conservar

Echerri: “Espero que muchos que votamos por Trump en la última consulta popular, lo hagamos ahora por Biden, es decir, contra Trump, que es lo más nefasto que le haya podido pasar a EEUU desde la independencia”

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El horizonte electoral estadounidense se ensombrece por días, según nos acercamos al inicio de las primarias, que esta vez sólo le conciernen al Partido Republicano, el cual, en términos ideológicos, no puede estar peor. Si las intenciones de voto se mantienen como hasta ahora, el candidato republicano será sin duda Donald Trump que, inevitablemente, se enfrentará en las elecciones generales de 2024 a Joe Biden (un repris de lo ocurrido en 2020). Si esto es así, yo espero que muchos que votamos por Trump en la última consulta popular, lo hagamos ahora por Biden, es decir, contra Trump, que es lo más nefasto que le haya podido pasar a EEUU desde la independencia. Ninguna lealtad partidaria debería obnubilarnos el juicio ni oscurecer este temor.

Si voto contra Trump —como espero que hagan también muchos cubanos naturalizados en EEUU que leen esta página— no lo haré por haber tenido alguna variación ideológica, sino, todo lo contrario, por fidelidad al ideario conservador que he mantenido a lo largo de toda mi vida, por aprecio y respeto a las instituciones consagradas y establecidas (en eso consiste ser conservador) y en oposición a quien se empeña en vulnerarlas y socavarlas, y que, esgrimiendo un torpe y pretendido nacionalismo, aspira a escindir a Estados Unidos de su misión global, de sus responsabilidades como líder del mundo y, en consecuencia, crear un vacío que ocuparán otras grandes potencias enemigas de Occidente y de la humanidad.

Donald Trump no es conservador, como tampoco lo es la masa de vociferantes analfabetos que lo sigue apoyando a pesar de sus obvios delitos y desmanes; se trata, por el contrario, de un agitador anarcopopulista que ha querido, y aun se propone, subvertir el orden institucional con apoyo de la canalla e instaurar, en lo posible, un régimen unipersonal a imitación de los hombres fuertes que admira: Putin, Erdogan, Xi Jinping… para la sola gratificación de su ego narcisista. Muchos de sus seguidores que se proclaman conservadores, o que así son llamados por una prensa igualmente inculta, no saben de qué hablan, de llegar a enterarse se horrorizarían de su propia estulticia.

A mí no cesa de sorprenderme que tantos exiliados del castrismo persistan en apoyar apasionadamente a Trump sin reconocer el parentesco revolucionario que hay entre su discurso y el del hombre que nos trajo al exilio. Aunque difieran en el fundamento teórico y en los objetivos manifiestos, los énfasis son los mismos, como idéntica es la demonización y el escarnio del adversario, así como la promesa de una sociedad mejor que no parece asomarse por ningún lado mientras se solaza en arremeter contra el status quo y el establishment. Sucede que el status quo y el establishment son las piedras angulares del conservadurismo, los valores a los que responde como movimiento político. Alguien que quiera desmontar el orden establecido no puede ser conservador y no puede seriamente ser definido como tal. Se trata de un revolucionario, de un revoltoso que se atreve a inducir un asalto a la sede del Congreso para alterar, por medio de la violencia, un proceso democrático, en lugar de llamar a acercarse a ese sitio con el respeto reverencial que le debe merecer a un auténtico ciudadano el palacio de las leyes.

El fenómeno Trump —que sin duda es un síntoma más que una enfermedad— responde al resentimiento de un segmento de la sociedad norteamericana —rural, inculto, ingenuamente religioso— que no se siente lo bastante representado y que pugna con la vanguardia de la nación más avanzada, rica y pujante de la tierra (esa parte de la población que inventó y controla las redes sociales, que envía sofisticados equipos a los confines del sistema solar y que ha creado el más formidable aparato militar de la historia). La democracia liberal de Estados Unidos, sistema puesto en marcha por los próceres fundadores, es el orden que debemos conservar. Agredir ese orden, para complacer a unas masas ignaras que siguen creyendo que Eva salió de la costilla de Adán, es un acto de alta traición, una agresión directa a la libertad, al respeto a la ley y al desarrollo, esencia del sistema democrático, que, como bien dijera Churchill, «es el peor de todos con excepción de todos los demás».

El énfasis de Trump de «hacer a Estados Unidos grande otra vez», slogan que arrastra con su acrónimo en inglés «MAGA» desde la campaña de 2016, es una falacia que muchos pasamos por alto en su momento y debemos lamentarlo. Aunque aquejada por algunos signos de decadencia, como es natural que ocurra y como ciertamente ha ocurrido siempre a través de la historia, Estados Unidos seguía estando, en el momento de la llegada de Trump al poder, en el ápice de su arbitraje internacional que él, movido por un impulso aislacionista, que también viene de lejos, se propuso coactar o decrecer. El resultado fue un aumento de la desconfianza entre los socios de la OTAN y de otros ámbitos geográficos, al tiempo que aumentaba la audacia de los enemigos de la democracia global que las naciones de Occidente están llamadas a promover y defender con Estados Unidos a la cabeza. La guerra de Ucrania ha venido a probar la necesidad de ese liderazgo.

Aunque sé que se trata de una palabra tabú para muchos, el camino hacia el futuro pasa por la globalización, la única fórmula posible de convivencia que sea capaz de establecer un orden internacional tan fuerte que ninguna nación en particular se atreva a desafiarlo. Al frente de ese empeño planetario —que terminará por erradicar la pobreza y crear fuentes de desarrollo para todos, desalentando de paso la inmigración masiva— tendrá que estar de manera comprometida Estados Unidos, cuyos mejores ciudadanos deberán decididamente respaldarlo frente a sus miopes compatriotas con agendas egoístas e inmediatistas. Joe Biden, pese a ser un anciano gris y mediocre, responde más a los intereses medulares de la nación, al establishment, lo cual lo hace necesariamente un conservador, como lo ha demostrado hasta ahora, sobre todo en las relaciones internacionales. Donald Trump, en cambio, es un agente perturbador, un auténtico facineroso, algo que muchos no vimos con claridad en las pasadas elecciones.


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