Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Exilio, Reconciliación

¿Nos reconciliamos?

En el plano más íntimo, la reconciliación tiene que ser, ante todo, el reconocimiento de que cometimos errores, pero que todos lo hicimos creyendo que hacíamos lo mejor

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En días pasados tuve el privilegio de ser invitado a participar en un taller en Santo Domingo sobre el tema de las reconciliaciones nacionales. Y donde obviamente se intercambiaron algunas ideas sobre la que debe tener lugar en Cuba en algún momento, me imagino, de este siglo.

Fue una reunión de personas muy diversas —géneros, edades, razas, residencias, oficios— aunque todas ellas localizables en esa franja soft que anhela el cambio, pero sin disrupciones fatales, aun cuando tengan sustanciales variaciones a la hora de definir en qué sentido y cómo hacerlo. Fue en realidad un encuentro emotivo e inteligente y hay que agradecer este esfuerzo a sus organizadores: la Fundación Friedrich Ebert y el Baruch College de la CUNY.

Para mí fue muy importante porque me obligó a pesar en un tema por el que nunca he sentido una especial inclinación. Probablemente porque no pertenezco a la respetable franja de personas que lloran sus destierros y siempre mantienen un foco sentimental sobre el lugar en que nacieron. Y creo que es así porque he tenido que estar mucho tiempo fuera de mi patria de nacimiento, a veces por muy largos períodos (este último por largos doce años y sigue) y he aprendido a adoptar nuevas patrias. Y andar en ellas ligado a las mismas causas que me siguen atando a Cuba. Un amigo de un amigo decía que su patria era allí donde estaba su laptop. Es una afirmación ríspida, excesivamente dura, pero de cualquier manera creo que por ahí, en buen dominicano, anda la vaina.

Pero volviendo al tema, creo que sobre el asunto de la reconciliación pueden producirse graves equívocos, incluso provenientes de las mejores intenciones. Y en consecuencia es saludable definir claramente qué queremos decir con un término tan cargado de emotividades.

En un plano que llamaría sistémico, siempre desde mi punto de vista, la reconciliación no puede significar regresar a una Cuba prerrevolucionaria. Una Cuba que en la mente de muchos exiliados se describe como el mejor de los mundos posibles. Es posible que sí lo fuese para algunos exiliados, pero no creo que haya sido así para la mayoría que aplaudió con entusiasmo la negación revolucionaria de ese estado de cosas. Pero sí es innegable que de ese pasado habrá que rescatar muchas virtudes que el discurso y la historiografía postrevolucionarios se ha empeñado en reducir a puras escorias pretéritas. Como también habrá que definir qué es lo que hay que conservar de la historia posterior a 1959. Decisiones que, por supuesto, no pertenecen a las élites de ambos lados del Estrecho de la Florida, ni a sus intelectuales subsidiarios, sino a todos los cubanos, residan dentro o fuera de la Isla.

Reconciliación no puede ser la difuminación de las ideologías en un abrazo político. Seguirán existiendo, por suerte, muchas posiciones ideológicas (políticas, históricas, posicionales) que serán opuestas. Pero todas —y sus expresiones políticas— deberán aceptar reglas de juego claras que faciliten procesos democráticos y pluralistas. La reconciliación no puede omitir a priori ni a los comunistas (los reales), ni a los neoliberales, ni a ninguna fracción política que acepte esas reglas de juego, pues si alguien queda fuera, siempre la reconciliación será débil. Y la democracia resultante será engañosa. Políticamente, por tanto, la reconciliación no nos hace hermanos, sino simplemente comensales.

Pero si me concentro en el plano más íntimo —que es el que me interesa discutir ahora— la reconciliación tiene que ser, ante todo, el reconocimiento de que cometimos errores, pero que todos lo hicimos creyendo que hacíamos lo mejor; y que hay una vida por delante que hay que abordar sin la impedimenta de las animosidades.

Y si es así, hace ya mucho tiempo que la reconciliación comenzó.

Primero con las familias, que a pesar de las presiones políticas nunca rompieron. O que cedieron y congelaron los contactos, pero que los retomaron apenas existió el menor resquicio para hacerlo. Nuestra cultura caribeña —y en particular nuestra mezcla de andaluces y africanos— es siempre proclive al entendimiento si existe la menor posibilidad de realizarlo. Y a olvidar, pues nuestros corazones no son celdas de largas condenas sentimentales. Y aunque estoy de acuerdo que olvidar no basta, creo que estar dispuesto a hacerlo es haber recorrido buena parte del camino.

Si hoy perdura una franja de separación y resentimientos mayores, ello es debido a la existencia de factores políticos externos que obliteran —cada vez con mayores dificultades— el entendimiento y la reconciliación.

Una primera locación de estos factores está en el exilio/migración y en las políticas gubernamentales americanas. No me detengo en ellos, pues son perfectamente conocidos: personas profundamente resentidas (con o sin razones justificadas para ello), políticos oportunistas en busca de votos floridanos, ultraderechistas militantes y emprendedores negociantes que han hecho del anticastrismo una veta de oro para prosperar sin trabajar. Y el gobierno americano, no importa quién esté al frente de la Casa Blanca, para el cual Cuba es un tema secundario desde todos los puntos de vista, y sobre la cual es más beneficioso mantener el actual bloqueo/embargo que asumir un descongelamiento unilateral, siempre costoso.

Pero creo que el principal factor que obstruye la reconciliación ya en marcha, reside en Cuba. No en las bandas de facinerosos que golpean disidentes y apedrean viviendas. Tampoco en los blogueros oficialistas mal pagados (mis mascotas preferidas) que han hecho de la difamación un modo de vida. Estos personajes son rescoldos políticos en extinción que sirven a la causa más por conveniencia que por convicción, y que no tardarán en pasarse de bando cuando varíen las circunstancias.

O, mejor dicho, cuando varíe esa circunstancia determinante que es el Estado cubano. Porque creo que el principal factor que en la actualidad actúa como un atizador del odio entre los cubanos, de la separación y del resentimiento, es el conjunto de políticas represivas y de expropiación de los derechos ciudadanos que practica el Gobierno de la Isla contra todos los cubanos, los de adentro y los de afuera.

Una hipótesis que se me ocurre sobre este tema es que según la “actualización” económica de Raúl Castro se siga moviendo, y aparezcan nuevas necesidades de apoyos —como la que motivó la alianza con la jerarquía católica— el Gobierno cubano pudiera abrir algunas compuertas específicas, por ejemplo, para facilitar las inversiones de los capitalistas cubanoamericanos, o para facilitar los intercambios con la franja más soft de la emigración. De manera que comenzaremos a observar una dinámica en que la élite cubana comenzará a mover la reconciliación como consigna. Obviamente en el más grotesco espíritu lampedusiano. Pues a la élite cubana le sucede como a Dios en aquel dialogo con Lucifer que imaginó Saramago: no puede vivir sin la amenaza del diablo.

Me temo que si no reconocemos la complejidad de esta situación, no podremos avanzar en un debate serio sobre el asunto. La sociedad cubana no está representada por las bandas de exaltados que apalean opositores en Cuba o amenazan artistas en Miami. No es ni quienes planearon y ejecutaron la bomba en el avión de Barbados, ni quienes ordenaron y ejecutaron el hundimiento del remolcador 13 de Marzo. Hace tiempo esta sociedad se manifiesta en los encuentros de familiares y amigos en los aeropuertos de Miami y de la Habana. Ellos —ruidosos, genuinos, desprejuiciados— son los que marcan el curso de la reconciliación.

Siempre es útil conocer metodologías del acercamiento de los distanciados, de la reunificación y el perdón. A veces los resentimientos son muy profundos y, lo dijo Freud, lo reprimido siempre regresa. Pero no creo que a estas alturas del juego sea esta necesidad la que apremie. Lo que necesitamos es una acción decidida que obligue al Estado cubano a cesar sus prácticas discriminatorias, divisionistas y represivas contra la totalidad de la nación cubana. Y en primer plano, se me ocurre, exigir una normalización migratoria que coloque a nuestro país al mismo nivel de la mayoría de las sociedades contemporáneas, ni más, ni menos.

No es moviendo pequeñas piezas en pequeñas acciones como lograremos cambiar la actual situación. Más importante, en este sentido, que todo lo que hacemos en ese nivel micro de entendimiento es lo que hace nuestra vigorosa sociedad.

O colocamos nuestras acciones y demandas por encima del patíbulo, o terminamos, a pesar de nuestras intenciones, apuntalando al patíbulo.


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