Actualizado: 23/04/2024 20:43
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La Columna de Ramón

Carta a Hilarión Cabrisas (I)

Un poeta está mucho mejor en el Parnaso que en el Panteón de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

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Hiperbólico, metaforino y empalagoso Hilarión Cabrisas y Madero:

Dicen que el hombre es lo que come. No estoy de acuerdo. Si el hombre fuera lo que come, la mitad de Mahatma Ghandi nos sería desconocida, y los vegetarianos estarían más cerca del reino animal de lo que pensamos. El hombre es lo que come, de cierta manera, pero es también lo que dice, lo que piensa, lo que escribe, lo que lava, lo que pinta, lo que no le importa y lo que viste. Y no solamente lo que viste en materia textil, sino lo otro, lo más importante, lo que pueda responder cuando le pregunten: "¿Qué viste en París? ¿Qué viste en Nueva York?".

Y también, por qué negarlo, el hombre es lo que lleva, desde un remordimiento hasta un recado, incluso la bayamesa en el alma, pues ahí va su sino, que es un destino sinuoso en la retaguardia. Yo propongo que el hombre sea medido también por lo que le inspira, y un poco también por sus aspiraciones, donde siempre hay una gran aspiración, no del tipo Maradona, sino más espiritual y desolada.

La cumbre de lo espiritual es hacerse poeta o árbitro de pelota. Ya sé que todo hombre es un árbitro, y por declinación, poeta. Pero los hay que no sólo exteriorizan ese razonamiento metafórico, sino que lo escriben, y llegan al colmo de publicarlo, contaminando así a sus congéneres. Era su caso. Perdón, era su caso un caso singular entre los hombres, a pesar de que hubo muchos que se dedicaron a la producción de melcocha. Usted les superaba porque poseía una sensibilidad a medio camino entre el fabricante de guarapo lírico y el decorador de carrozas de carnaval; entre el grabador de sortijas y el fabricante de serpentinas.

Era de Matanzas, cosa que no me extraña mucho a esta altura de la vida. Nacer en Matanzas en 1883, y dedicarse, con temblorina pluma, al genocidio sentimental, viene como cantado. Sólo usted, entre la tropa de jenízaros románticos de la época, pudo llegar a esa cumbre de lo picúo en su famoso y ambiguo poema A Safo, cuando escribió: "guardan el tabernáculo de mi hostia maldita".

Ligar tabernáculo con hostia, y calificarla de maldita, es una de las acciones más atrevidas que se han hecho en poesía. Cada vez que mi vida ha corrido peligro, en los instantes de mayor tensión emocional, cuando la saliva se me convierte en cuchillas de afeitar, recito mentalmente ese poema y el ataque de risa relaja mis músculos con unos espasmos que algunos médicos han confundido con un ataque de epilepsia.

El misterio de su éxito lo encuentro en ese abismo cósmico de su nacimiento y su destino laboral. Parido un 9 de mayo no podía hacer otra cosa, ya crecidito, que irse a radicar a Cienfuegos, en lugar de la ruta normal que dictaba la evolución: irse a La Habana. ¿Y qué hizo en Cienfuegos? Trabajar como químico en una fábrica de jabón. He ahí el origen de todas sus pompas, lo resbaloso de sus símiles, la pulcritud de sus tropos. Un tropo bañado se estropea. Una metáfora se hace demasiado espumosa si se le añade sosa cáustica. O se queda sosa o termina quemando.

Si no se hubiese llamado Hilarión, nombre que lleva a la hilaridad, sino Rafael, toda su obra podría ser catalogada como una felonía. Hilarión es un Hilario agudo, agigantado, demasiado sonoro para vivir en un barrio tranquilo. Estaba tan lleno de música que no sé cómo sus contemporáneos no lo aplastaron para que se hiciera disco. Quizá no le alcanzaba la pasta para eso. Un disco lleva surcos, y los poetas le huimos a esa palabra como al demonio. Pudieron, sin embargo, amputarle los brazos para que no escribiera, pero sospecho que los hubiera dictado, así que no habría quedado más remedio que hacerle la lobotomía. La ciencia no estaba tan desarrollada por entonces. Usted pudo salirse con la suya y consagrarse como un poeta floral.

¿Pueden los poetas mentir? Un poco, sí, cómo que no. La sensibilidad obliga a sublimar. El poeta puede permitirse cosas más concretas que el discurso de un político, que suele ser precisamente de concreto. Un poeta tiene licencia para soltar alguna que otra mentirijilla, algún algodonazo impalpable, ciertas promesas delirantes que a nadie dañan. Lo que no le está permitido a un poeta es engañar, y menos repetirlo sin ser acusado de alevosía. Y mucho menos sonar, en sonoros endecasílabos, una guayaba como esta suya: "Aquel amor de ensueños que te canté al oído / a otras dormidas vírgenes les he vuelto a cantar". Me opongo.

Comenzando porque no sé explicarme dónde encontró esa cantidad de vírgenes dormidas a quienes afirma haberles cantado. O tenía menos voz que un miembro de la Nueva Trova o era dueño de una carga hipnótica insoportable y llena de sopor. A una virgen no se le musita nada al oído, como tampoco se le entonan cancioncitas. No. A una virgen dormida se le despierta y se le rescata de esa onerosa condición virginal. Entiendo que no podía hacer usted otra cosa. Estaba atado a su estilo. Era prisionero de su leyenda, aunque me ha llegado el rumor de que en realidad aborrecía a las vírgenes y a las no vírgenes, y lo que realmente disfrutaba era del contrabando de butifarras por la trastienda.

¿Puede un poeta fingir? Es posible. Si a diario se fingen amores al pueblo y orgasmos de alcoba, cómo no puede un versificador tirar algún que otro engañoso pasillo. La posibilidad de fingir del poeta es personal e intransferible. Y es su responsabilidad ser comedido en el engaño, porque luego va la gente humilde, se cree todo lo que se dice en los versitos, confía en cosas como el amor eterno, en que la unión será hasta la muerte, y una mala mañana rocían de kerosene al marido y lo convierten en monje budista ardiendo sin permiso del incendiado. Si una escritura tan bonita impulsa luego a la puñalada trapera, al desquicie por ensoñación o a que la gente consuma con glotonería telenovelas y bolerones, ya el poeta es un criminal.


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