Actualizado: 25/04/2024 19:17
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La Columna de Ramón

Carta a Hilarión Cabrisas (I)

Un poeta está mucho mejor en el Parnaso que en el Panteón de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

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De esa catadura llegó a ser usted. Una fachada de poeta soñador, que ni se acercaba a una buena tuberculosis, como todos saben debe ser un poeta romántico. Ni una tos, ni un esputo, ni un carraspeo. Más musical que un tío vivo. Más tocado que una pandereta en reunión de borrachos. Más abrumador que una maruga o la clausura de un congreso del partido comunista.

Le salva, de alguna manera, que a ratos tenía destellos de autocrítica. Por eso tituló uno de sus libros Breviario de mi vida inútil, del que abreviaron miles de inútiles, calmando sus bajas pasiones poéticas. Versificar con facilidad, con ritmito, con cadencia —moviendo las cadencias impúdicas— y rellenando todo con oropeles y adjetivos rimbombantes es provocar que a la gente le suba y le baje la pasión arterial. Y lo peor de todo es que esos versos cantarinos se recuerdan con más facilidad que los 25 sabores que tuvo en sus inicios la heladería Coppelia. Son de por vida.

Cuando el siglo XX dejó de tomar leche y le salió acné juvenil, hizo usted una cosa monstruosa: dejó de fabricar jabones para dedicarse al periodismo. Conozco casos actuales que han realizado el trayecto a la inversa en el periodismo cubano, y hoy por hoy construyen unos intragables ladrillos jabonosos de la peor calaña.

Qué horror un verso como este: "Inútilmente domo mis antojos", que anda jociqueando parejo con "¡y me enterré el cadáver en el alma!". Después de eso siguió usted vivo, campechanísimo, preparado para escribir esa Historia me absolverá de la ranchera sentimental que es La lágrima infinita. Con tanto valiente que había en esa época pululando por bares y cafetines y que nadie se atreviera a aporrearlo un poco a ver si se le pasmaban los arroyos poéticos.

Y eso que había estudiado en Barcelona. Con ese motazo en su currículo se hacía poco menos que intocable. Podía pastar a mansalva porque ya habían pasado otros rellenando el corral de cisnes y la orilla de doradas caracolas. Por eso soltaba cosas como "ni apaga nuestra sed la misma fuente" y se iba a tomar un café con leche sin que le temblara el pulso, aunque hubiera levantado en vilo un fiambre sobre el alma primitiva de la nación con estos dos clavos de olor: "Después, cargué mi amor rígido y yerto. / Lloré mucho; recé, velé a mi muerto…", como si un difunto necesitara adjetivarse en su rigidez y ser rociado por agua de lagrimal.

Me quedan cosas por decirle. Muchas. Borbotones en la camisa y en el buche, toneladas de objeciones. Lo dejaré, si me lo permiten usted y "el fardo de mi vida trunca". Cuestionaré ligeramente su llanto incontenible y el poema que más famoso le hizo: el del cunnilingus versificado. Le dejo arrodillado hasta entonces, jadeante y con la lengua afuera.

De todos modos nos dejó pronto, más le valía. En su descarga —que no fue, a mi pesar, una descarga de fusilería— digo que no le dio por lo heroico, por lo estoico, por lo adocenante y por adornar con palabras los altares patrios. Un poeta está mucho mejor en el Parnaso que en el Panteón de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

Muy picuíto y temporalmente catalán,
Ramón


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