Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Humor

Carta a la maquinita de Frozen

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Pálida, ronroneante y salvadora maquinita de Frozen:

Fuiste la italiana más alta y fría que conocí en los años ochenta. Cada mañana caminaba hacia ti, casi corriendo, para verte, distante y asediada. Parecías alegre en tu interminable meneo. No sé cómo pude controlar mis ansias de acariciarte, olerte toda, abrir tus entrañas para sacar lentamente aquella vainilla que solidificabas. Lo malo es que acostada no funcionabas, y a mi se me da todo lo horizontal, que es como un pre-ensayo para la muerte.

Habías llegado a repartir dulzura, ocupando una de las plazas más deseadas por los cubanos: el Tropiquín, de dulces resonancias indígenas —no se ha encontrado en ningún archivo el nombre de ese genio semántico que inventó el nombrecito— y sospecho que tenías buenas relaciones entre la plana más alta, porque lo tuyo fue de enchufe. En llegando, ocupaste ventanilla, desplazando al veterano Disco de Pasta, que tanto estrago había causado en los estómagos menos entrenados.

Tu, sin embargo, prometías dulzura, refrescabas de inmediato, y obligabas a ejercitar tanto la lengua, para no perder un ápice del sabor, que durante mucho tiempo pensé que, en el fondo, te traían para que los miembros de los Comités de Defensa fueran entrenando la sin hueso para delaciones más calientes. Era una operación confusa.

Después de asistir al espectáculo erótico de verte derramar, en voluptuosa meneadera, aquella pasta fría que el cubano del momento confundía con helado, todos pensábamos que el ejercicio bucal preparaba directamente para el cunilingus o la felación. Nada de eso. Otro error en nuestra larga cadena de pifias mentales que nos ha hecho una república postergada, condensada, de confeti y mural de bagazo. A esta altura me doy cuenta de que bagazo rima con fracaso, así que estábamos predestinados.

Mi malogrado amigo Alejo, muerto a temprana edad en cumplimiento del beber, fue, desde el principio, tu más acérrimo enemigo. Suspicaz y procaz, sospecho siempre que no eras completamente itálica, sino una porteña camuflada. No le faltaba razón —la perdió más tarde— en estos tiempos en que los pasteles franceses los fabrican en Taiwán, y las cubanísimas guayaberas de hilo son confeccionadas en un perdido poblado de Bulgaria. A Alejo le resultaba muy raro que te hubiesen comprado a orillas del Po, teniendo tan cerca el Río de la Plata. Seria premonición. Pensaría que la compra de tantos tarecos eléctricos era una metedura de plata y un enorme gasto de pata.

Eso cambió ligeramente mi percepción. Comencé a razonar de otro modo cada vez que me acercaba a tu esbeltez, a tu brillo cegador. Si realmente hubieras venido de la Argentina, flamante y orgullosa, te sumabas en el fondo a una lista interminable de artefactos inoperantes que los siempre jóvenes, optimistas y negligentemente impetuosos conquistadores del porvenir, incluyeron en aquel conato de revolución mundial que resultó, al final, el camino más corto para regresar nuevamente al medioevo.

Habíamos olvidado que, tras el paso por La Habana de los años cuarenta del Trío Argentino —Irusta, Fugazot y De Mare— y las cuatro vueltas en redondo que dio Juan Manuel Fangio antes de ser secuestrado, todas las otras importaciones hechas desde el hermano país habían resultado un fiasco. Como para confirmar el sabio refrán que reza: "el perfume bueno viene en fiasco pequeño".

No lo sabíamos entonces. El flamígero metal de tu cuerpo esbelto, el ronroneo pausado de tu respiración al trabajar, y la resonancia de tu nombre extranjero, nos hicieron olvidar que eras tan necesaria en aquella isla al garete como las barredoras de nieve que otro alamparado llevara a principios del accidente.

Ahora en la distancia gris, cuando la nieve del tiempo ha planteado mi sien —hasta convertirla en doscientos— analizo las cosas sin mucha emoción, para no decir fríamente. La culpa es del Sol. El astro cegador que nos reduce el ostión cerebral a su mínima expresión, como obligando a que el molusco se refugie en su concha y caiga en largo letargo. Hasta el encendido y preclaro Martí lo había adivinado, y hasta lo cantó en prístinos versos de rotunda sencillez diciendo: "Tiene el letargo un abrigo…". Somos seres solares, de ahí nuestra asolación que nos vuelve insolentes insolados.

Eso, unido a algunos componentes imprescindibles de ese caldo a medio hacer que los especialistas llaman "nacionalidad", nos obliga a irnos con la de trapo, con los falsos oropeles, con los guiños venenosos de lo que brilla externamente, con lo que reluce. Estamos cegados, más que enceguecidos. Nunca comprenderé por que Arsenio Rodríguez o Tejedor no llegaron a ser Presidentes de mi país. Eran los tipos perfectos, rítmicos y con protección ocular.


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