Actualizado: 15/04/2024 23:17
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Humor

Carta a la maquinita de Frozen

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Un judío de la Gran Manzana sufriría un par de derrames cerebrales si intentara desentrañar la lógica de tu aparición en mi isla. Acostumbrados, desde tiempos inmemoriales, a buscar la piedra filosofal, eso que se conoce como intríngulis, y que el vulgo denomina "la volá" o "la volá con mi cake", "el engome" o "la cámara húngara", jamás entendería que razón humana justificaba instalar, en numerosos antros habaneros —camuflados como expendios de alimentos— máquinas de hacer frozen. Lo primero que sopesaría —incluso antes de su valor proteico— serían la rentabilidad o el interés utilitario de la adquisición masiva de una maquinaria que no iba a producir más que gastos inmediatos.

Pero ese sabio hebreo de Brooklin no contaría con un imprescindible componente en su análisis profundo. Le faltaría esa pizca de latina liviandad para aprehender la sicología del caribeño: la sinrazón. Su cerebro insomne nunca podrá comprender la sabrosura de una raza que sustituye el whisky de malta por la guachipupa, y la perdiz acaramelada por el pan con ná. Un sitio donde se cambiaban globos por botellas, se estiraban bastidores —cunita de niños y cama de mayores— y se rellenan fosforeras, no aparece en el crucigrama de los incansables y analíticos hijos de Judea.

Si llegara a comprender la sutileza de los desvaríos del cubano, sufriría cuatro embolias al enterarse de que somos como somos porque lo nuestro es puramente oral —los delirios del Sol— en una especie de prosperidad contada, Jauja descrita, que se convierten en prosperidad detenida. Y es que somos el producto del bembé mezclado con desaguacate manchego, a ritmo de trompetica china.

Mi amigo Alejo estuvo a un tilín de acertar en aquello del interés utilitario de la irrupción de máquinas de frozen a diestra y siniestra. Su aprensión era realmente siniestra. Afirmaba que todos esos aparatos no eran más que pretextos para la instalación de cámaras de circuito cerrado que controlarían, censarían y vigilarían a la población. Hasta compró una, años más tarde, cuando ya habían desaparecido por falta de piezas, con la finalidad de destriparla en busca de su Gran Hermano. No halló lente alguno entre aquellas aspas interiores, pero logró, reparándola con ingenio, crear la crema nevada de alcoholifán, la natilla de Chispa de Tren al frappé y el gélido mus de Hueso de Tigre que lo llevarían aceleradamente a la tumba.

El inicio de su grave recelo, cuando aún su cerebro padecía de zonas sobrias, era precisamente el probable origen argentino de los aparatos de fabricar líquido de frenos con hielo. Argumentaba que nada bueno había llegado a nuestra isla desde aquellas pampas, tras la debacle marxista. Y metía en un mismo saco descoques variados, que a continuación enumero:

-Las barredoras de nieve.
-La carne rusa argentina.
-La boina de Ernesto Guevara.
-Los trancometrajes de Fernando Birri —él lo llamaba Fernando Birria—.
-El corte de caña australiano.
-El desodorante Fiesta.
-Los libros de Ernesto Guevara.
-Maradona desinfectado e intoxicado de castroina.
-Los tractores piccolinos.
-Las fotos de Ernesto Guevara.
-Las quejanciones de Horacio Guaraní.
-El mate, Mate Parlov y el jaque mate.
-Nacha Guevara en su variante escuálida.
-Los carros Fiats de 1974.
-Ernesto Guevara.

Reconozco que mi amigo Alejo no era precisamente un argentinomano, aunque tenía por Dios al ciego prohibido, de quien decía que era la mejor pupila después de Homero. Solía aseverar que el mejor producto argentino que pudo llegar a la Isla, explotó en Medellín el 24 de junio de 1935. Era injusto. Olvidaba al polaco Goyeneche, y no disfrutó el arribo jacarandoso, ardiente y tumultuario de bellísimas porteñas entre 1984 y 1986. Es cierto que algunas eran todavía peronistas, pero se les fue quitando a golpe de orgasmos insulares.

Tampoco pudo Alejo saborear el antológico resbale de mandarina mental de una anciana entrevistada en Coppelia. En una encuesta televisiva sobre las pizzerías, le pidieron su criterio sobre aquellos trozos de pan con queso que se conocían como bambinas. La vieja, inmutable y sapiente, metió a Tijuana en Vladivostock y a La Habana en Guanabacoa diciendo: "Que se las den a los argentinos". Había confundido lo gastronómico con lo geográfico. Las Bambinas eran para ella, aquellas islas australes ocupadas por los ingleses, motivo de una guerra injusta y sangrienta.

Era la liviandad criolla. El desajuste solar que atiza el molusco hirsuto del interior craneano. La vi luego marcharse hacia el Tropiquín cercano y sonarse, sin rubor ni dilación, ocho frozen de algo que estaba entre la vainilla y la crema depiladora. Al ver que la observaba, asombrado y socarrón, me soltó otra joyita a manera de justificación. Me dijo, lambiendo con fruición aquella bazofia en barquillo: "Qué calor ha puesto este año el gobierno, ¿verdad?".

Fue mi desencanto contigo. Evité buscarte desde entonces. No me di cuenta de tu entrada en extinción, pues otras cosas también se extinguían, mientras languidecía el resto. Aunque confieso que, sin darme cuenta, te extrañaba con todas mis fuerzas: el gobierno siguió esmerándose en lo del calor.

Enroscándome en mi cucurucho,
Ramón


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