Actualizado: 18/04/2024 23:36
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LA COLUMNA DE RAMÓN

Carta a René Portocarrero

Nunca más se ha vuelto a ver la ciudad de La Habana con las luces de sus cuadros, como en una navidad perpetua.

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Usted tenía esa vocación de reconstruir con la boca. Perdón, en la boca. Desde aquella primera exposición personal, en 1934, sabía cómo exponer y qué decir. Los tiempos, Porto, han cambiado, y si alguien pretende perpetuar algo embadurnando, no expone, se expone. Así afirmó una cosa rotunda: "Yo, como todo pintor, dispongo de un mundo que fluye (…) Un mundo que ciñe y ordena…". No lo rebato con arrebato, aunque hay matices en las palabras como también hay Matices en la pintura. Y algunos, falsos.

De modo que ser pintor no autoriza a tener un mundo que fluye. En las últimas décadas se ha dado en la pintura cubana un fenómeno interesante: los pintores, hartos de que nada fluya, fluyen de la Isla. Hay que ver los que fluyen buscando precisamente el mundo, que allí no tiene ya tantos colores, sino una lechada triste como desayuno de calabozo. Tampoco puede decirse que ese mundo —inmundo— "ciñe y ordena", sino, más bien, ordeña con la tilde traspasada. Y de ceñir, no hablemos, que allí lo mismo se ciñe que se cierne.

Claro que usted decía todo eso porque había nacido en el Cerro. Y los que han visto allí la luz, sobre todo desde 1912, suelen crecer cerreros, sin resistir el encierro. Mirándolo bien, de todas sus series, me sigo quedando con esas imágenes de la ciudad, que algún día servirán para reconstruirla. No niego esos Carnavales, que parecen de ciencia ficción, aunque se prohibieron los disfraces de manera inútil, pues todo el mundo conoce al mascarita que ha causado tanto estrago.

No renuncio a esas Floras, que quedarán serenas sobreviviendo a la fauna. Mas, quiero recordar la ciudad que levantó su mano con aceites y huevos, con óleos y oleajes, a pesar de que la actualidad real o la realidad actual me hace extrañar entre tanta fachada delineada, tras los balaustres soñolientos, bajo tanta viruta fulgurante, una presencia: la humana.

Tal vez podíamos, con su permiso, añadir esa presencia entrañable en cada imagen. Y si no autoriza a que agreguemos letreros y consignas, pudiéramos en cambio poner en el fondo de esos visillos que usted retrató, un brillo siniestro de pupilas insomnes. No hay que olvidar que esa ciudad que usted reflejó está formada por cuadras y manzanas. Las manzanas desaparecieron, pero quedan las cuadras, porque manda el caballo. Y si aceptamos que "en cada cuadra un Comité", la ciudad debe llevar ojos.

Pudiera resolverse también con otro detalle simple, que le daría a esa ciudad viva que nos legó, un toque de modernidad: la presencia policial. No hablo de añadir a su obra carros con sirenas —la población cubana confundiría las sirenas con alguna variedad de pescado y se la comería— ni oriundos de Songo la Maya bajando apresurados de un camión, estaca en ristre, listos para el arrastre. No. Bastaría plasmar algunas imágenes bondadosas de esos agentes que salvaguardan la tranquilidad ciudadana, teniendo en cuenta que nuestra policía es la más honesta del mundo, según ha aseverado el Detective mayor.

Y si de policía se trata, no olvidar que ahora van en pareja. Una dulce pareja donde uno vigila al otro. Y entre los dos, como matrimonio feliz, el fruto de ese amor revolucionario: un perro. Aquí comienzan los engorros en el gorro. El perro no debiera realizarse con mucho realismo, porque se corre el riesgo de que parezca el más inteligente de los tres, aunque todos compartan la precariedad de la vivienda. Habría que esforzarse para que los ojos del animal no delaten la viveza de ese cerebro que albergan los canes. Sería cosa de categorizar las expresiones y no contrariar mucho al pobre Darwin, que ya ha pasado lo suyo en todo este tiempo.