Actualizado: 25/04/2024 19:17
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LA COLUMNA DE RAMÓN

Carta a Thomas 'Pete' Willard

Quedó usted, durante 18 largos años, contratado como mamut siberiano, en medio de una isla que se derretía de calor.

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Que a un piloto le tumben el taxi es una probabilidad bastante real. Que llegue vivo a tierra es casi un milagro, pero que se le aparezcan unos cuantos enemigos y lo suiciden con un tiro en la sien, sólo podía pasar en esa, "la tierra más fermosa que ojos fumanos vieron". En su astucia sibilina, Big Congelator había movido todos los hilos: movilización de la prensa internacional, reunión del Consejo de la ONU, recogida de desafectos en la Isla, y remodelación de la esquina de 12 y 23 en el barrio de El Vedado, para declarar que a los nativos les iba a caer el Socialismo irremediablemente en las cabezas y los estómagos. En secreto —rasgo inusual en el personaje— había dado una orden terminante: "Que me traigan a un americano vivo para el show que voy a montar".

Seguramente alguien equivocó la orden, para desgracia suya. Su copiloto estaba descartado, porque se parecía demasiado a Emiliano Zapata, de modo que ni drogados iban a creer los de la ONU que aquel ejemplar era un norteamericano vivo, con su pinta de bracero de California. Tal vez el ejecutor no le vio tampoco a usted mucha pinta de Johnny Westmuller. El desenlace fue funesto. Mas, en la barahúnda de si lo presentaban o no, al menos como fallecida prueba del delito; en el correveidile diplomático y el apresamiento de tropa dispersa, fue a parar a una nevera.

Imagino la decepción de Congelator, al fallarle la pieza más sorprendente del espectáculo. Posiblemente llegara a pensar que podía dar el cambiazo y llevar a la ONU, maniatado, al mismísimo Gallego Fernández. Pero ese plan tenía un defecto: Fernández no hablaba inglés, y el poco español que balbuceaba era prácticamente incomprensible por su tono gangoso, aburrido y castrense. Así que buscaron otras opciones y quedó usted, durante 18 largos años, contratado como mamut siberiano, en medio de una isla que se derretía de calor.

Lo triste es que a su familia le informaron que había desaparecido en el mar, argumento bastante manoseado por Congelator. Todo lo que no aparece se le pierde en el agua. Lo diabólico es que nadie más, salvo algunos allegados a Neverito, y su propia familia, sabían la verdad escalofriante. Y así pasó el tiempo, una tiñosa sobre el mar, y la zafra de los Diez Millones, donde estuvo a un tilín de que se le acabara el hielo por movilización de sus cuidadores. La Isla seguía bullendo y ebullendo. La gente bulliciendo y huyendo. La economía balluciendo y languideciendo. Y usted allí, en su sueño eterno, artrítico, rodeado de ártico por todos los puntos cardinales.

A esta altura del mundo estoy convencido que catorce de los once millones de habitantes de la Isla siguen ajenos a esta historia. Hasta hace poco se emocionaban con el grito de guerra que anunciaba la llegada de los pollos congelados a la carnicería correspondiente. Nadie se pregunta qué otras cosas ha congelado Congelator. Pocos conocen, a ciencia cierta, qué sorpresas impensables guarda en su nevera.

Lo imagino en la alta madrugada, tras un largo día de trabajo, de tensiones internacionales, de descocadas ideas genéticas, de fantásticos planes agrícolas, de serrucharle más el piso a sus congéneres chéveres, y de intentar desquiciar un poco más al mundo mundial, desvelado por su cerebro crispado, repleto de criptonita, no poder conciliar el sueño hasta que no le lleven al Instituto de Medicina Legal para echarle el vistazo diario a su trofeo.

Le veo llegar a la cámara secreta donde ronronea, con suave y cansino ritmo, la nevera donde guarda sus restos. Y entonces, como un niño que desenfunda un caramelo o un pirata que abre el cofre de su tesoro mayor, levantar la tapa del armatoste, verle allí en la nieve profunda, y empezar a sentir que sus músculos se relajan de cansancio y satisfacción. Y decir en voz baja: "Verdad que ganamos, carajo". Y agregar, para su propio coleto: "Aunque el Gallego Fernández habría quedado mejor aquí". E irse a dormir el sueño de los bustos, porque al día siguiente tiene que seguir arruinándolo todo.

Con hielo en las venias,
Ramón


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