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Platos, Cocina, Alimentos

Comer por la patria es vivir

¿Por qué no hablar de una “culinaria revolucionaria” como se habla de deporte, medicina y educación?

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Si el vaso no está limpio,
lo que en él derrames se corromperá.
Horacio

Hace ya algunos años asistí a un congreso donde una de las ponencias trataba sobre cocina cubana, historia y cultura. Entonces quizás no existieran los reality shows al estilo Anthony Bourdain, donde se viaja comiendo o se come conociendo el mundo. La ponente era una señora mayor, profesora universitaria, quien había vivido la “otra época”. Coincidimos casualmente en el comedor del hotel. En escasos minutos, la conferenciante me demostró que nuestra mesa era diversa, abundante y rica en mezclas, como lo es —o era— la Isla. Que mi generación o las que me siguen desconozcan su propia herencia culinaria no es casualidad; es la labor de un régimen que no se siente responsable ni pide disculpas por su carácter iconoclasta, destructivo.

Quizás muchos años después comienzan a comprender que también la manera de cocer y preparar los alimentos forma parte indisoluble de un país. La cultura y la historia pasa por su cocina, dijo la señora al despedirse. Y es tan así de cierto, que en esta hora de emergencias financieras a algún listo se le ha ocurrido la idea de convocar el II Taller Internacional de culinaria Cuba Sabe 2020, celebrado en el capitalino Hotel Iberostar Grand Packard hace unos días.

El evento, según la prensa oficial —redundancia innecesaria—, tuvo como meta promocionar el arte culinario cubano, declarado —el fogón revolucionario o el republicano, o los dos, pues hay sustanciales diferencias— patrimonio de la Nación. La nota no aclara ese detalle imprescindible. Porque en Cuba todo es antes o después de la Revolución; y el antes siempre es oscuro, malo, corrupto. Hay un deporte revolucionario, bueno, noble, y otro “esclavo”, deshonesto; una medicina socializada y caritativa hoy, ayer una privada y deshumanizada; hubo una pasada educación mediocre, memorística y ahora es integral y científica; la arquitectura republicana fue derrochadora y excluyente, en cambio el socialismo ha erigido edificios iguales para que no haya contrastes, celos ni guardajurados.

En el programa el nuevo ministro de Turismo dijo que la Isla debería ser vista también como un destino gastronómico, dada su diversidad de platos y bebidas. Por supuesto, la mayoría de los delegados no eran cubanos. Según las fotos, en primera fila estaban el “designado” y el primer ministro, la primera dama —devenida primera cocinera debido a su conferencia sobre diversidad cultural y gastronomía—, y Frey Betto, el único en los primeros asientos que no pesaba más de un quintal de peso ni tenía un abdomen ventrudo. Repasando la memoria, uno recuerda que el fraile dominico hizo empatía con el exmáximo líder intercambiando recetas de cocina; si la retentiva no falla, sobre cómo cocinar y servir la langosta (sic).

Quizás los diseñadores del nuevo liderato están empeñados en dar a la pareja presidencial designada el mismo talante civil-doméstico que tienen en las democracias: la dupla ejecutiva es como otro matrimonio cualquiera, parte del pueblo. La imagen que quiere proyectarse es la de una esposa atenta al detalle, que sabe de alimentación y de ropa —aunque su gusto al vestir no ha recibido muchos halagos. Y él, un esposo fiel, trabajador, todo un caballero. No es que no lo sean. Es que el contrataste con cincuenta años de un reinado machista y en solitario llama la atención… por fatuo.

¿A quién se le puede ocurrir que un pueblo que ha tenido por casi seis décadas una libreta de abastecimiento o racionamiento puede aplaudir un taller sobre gastronomía? Un pueblo, el cubano, donde la mayoría no puede pedir en una carnicería un corte de carne de res; una familia cuyo salario apenas alcanza para escasas visitas al “agro”, el único sitio donde pueden escoger alimentos y no esperar por lo que le ‘echan” en la bodega; un ciudadano rodeado de mar que no sabe la diferencia entre el sabor de un pargo, la macarela y la cherna, el saborcillo del camarón y de la langosta, pues jamás los ha probado; acaso el manjar acuático más exquisito degustado por él sea una tilapia con sabor a tierra brava.

El “taller” de culinaria no solo es una ofensa a tanta miseria repartida por tanto tiempo, sino un engaño a quienes creen o quieren creer que la verdadera cocina cubana permanece en la Isla. La gastronomía y una parte de sus ingredientes también se fueron de Cuba. Pero han sobrevivido en decenas de restaurantes noventa millas al Norte, allí donde se han renombrado, empecinadamente, como La Carreta y el Versailles. Hoy día puede que no haya un libro más sedicioso que Cocina al Minuto de Nitza Villapol —ediciones antes de 1959—, frase menos inconveniente que “recetas rápidas y fáciles de hacer” y un programa de televisión como aquel, ahora no aconsejable. Que los chefs cubanos, por cierto muy buenos, demuestren cómo se hace el quimbombó —¡con carne!—, el verdadero ajiaco —¡otra vez, carne de varios tipos!— o el arroz frito del Barrio Chino —¡el original del restaurante Pacifico!— no indica que diez millones de ciudadanos comen esos platillos con frecuencia.

La nota de prensa, tal vez por mínimo decoro, no publicó lo cocinado para el selecto grupo. Es posible que la mayor parte de la museología gastronómica tuvo que ver con la “mesa republicana” que ya no existe. Lo que sí existen son recetarios de las familias más ilustres cubanas desde la época de la Colonia. Es preciso que los cubanos, no los extranjeros, sepan que hubo una vez un país donde cada región tenía su propia gastronomía, heredada y trasmitida de generación en generación. Y no hacían falta dólares para disfrutarla. ¿Por qué no hablar de una “culinaria revolucionaria” como se habla de deporte, medicina y educación? Hay suficiente material para llenar varios talleres con recetas enigmáticas, empezando por la “guachipupa” y la “croqueta pegacielo o Sputnik”, pasando por la masa cárnica y el picadillo texturizado —de soya— hasta llegar a los actuales “alimentos reforzados con moringa”.

Para no quedarse cortos, los organizadores dieron vida a una Asociación Cubana de Sommeliers. Según la nota —nada que ver con el alcohol— el nuevo ministro de Turismo dijo que esto “contribuirá a salvaguardar los valores de la gastronomía del país”. ¿En serio? ¿Cuándo Cuba ha producido vinos de calidad? Pero en caso de que se produjera el milagro, y José Martí no tuviera razón en eso de que nuestro vino es agrio, ¿qué cubano “sato” tiene cultura vitivinícola? ¿Puede acceder el común de los cubanos a una carta de vinos y poder escoger entre un Merlot y un Cabernet, entre una cosecha y otra?

Lo más doloroso de todo este montaje es que la nueva elite gobernante ni se percata de la distancia que los separa del pueblo. No se puede decir siquiera que algunos tienen por cerebro un chícharo, pues hoy la leguminosa se cotiza a la alta en el mercado negro. En tiempos pasados, la nomenclatura también tenía sus privilegios, bacanales con buenos vinos, frutas exóticas, quesos y carnes exquisitas. Pero las desmesuras gastronómicas no se veían, aunque se sospechaban. La discreción, rezaba el aforismo castrista, un arma de combate.

Debido a su incultura insondable, y la necesidad de auto reafirmación, los nuevos empoderados parecen no saber que el comienzo de la Revolución francesa se debe a la falta de pan en París. Según la leyenda, María Antonieta, con la soberbia propia de una reina intocable, ordenó darle las sobras de los pasteles al pueblo. Antes de que su cabeza cayera al cesto, lo último que vio fue la escuela de arte donde había estudiado de joven. París era entonces una gigante panadería-dulcería. “Con el hambre no se juega Jachero”, diría Juan Quinquín en Pueblo Mocho cuando la gente se comió hasta el torete de lidia.


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