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Historia, República, Máximo Gómez

Cuba en 1898

Las instituciones independentistas en el contexto de la intervención norteamericana

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Cuando el 18 de abril de 1898, el Congreso de los Estados Unidos votó la célebre resolución conjunta, ultimátum a España para que abandonara la Isla de Cuba, junto a la promesa solemne de que “el pueblo de la isla de Cuba es, y tiene derecho a ser, libre e independiente”, el cadáver de José Martí yacía en el cementerio santiaguero de Santa Ifigenia, depositado allí por sus captores españoles.

Sin embargo, el ideal democrático del apóstol de nuestras libertades gravitaba poderosamente en el pensamiento de quien fuera su amigo, a la par líder militar de las guerras por la independencia iniciadas en 1868, el Mayor General del Ejército Libertador, los llamados mambises, Máximo Gómez Báez.

Firmado el Tratado de París entre Estados Unidos y España, el veterano jefe mambí era el único sobreviviente entre los líderes independentistas con capacidad real de convocatoria popular, elevado a la apoteosis como libertador cuando entró en La Habana el 24 de febrero de 1899, el mismo día en que, tres años atrás, desde los Estados Unidos, José Martí, Delegado del Partido Revolucionario Cubano (PRC), había cursado a los conspiradores en la Isla antillana la orden de alzamiento, iniciando la llamada Guerra Grande o del 95.

Este partido era una de las tres instituciones independentistas existentes en aquel momento. Los cubanos no tuvieron representación en las negociaciones de paz, entre otras razones, porque España había rehusado rendirse ante los patriotas, posibilidad que era considerada vergonzosa e inaceptable. (Ver Dr. en Ciencias Históricas Eduardo Torres Cuevas, Web Cubadebate, 24 de julio de 2023)

España, como siempre, había maniobrado pero lo hacía con extrema tardanza. Al comenzar aquel año fatídico para los restos de su imperio colonial, estableció un régimen autonómico rechazado de plano por el liderazgo insurrecto. En marzo, ante la inminencia de la guerra con Estados Unidos, el Gobernador de Cuba, Ramón Blanco, le escribe al General en Jefe Máximo Gómez, proponiéndole una insólita alianza entre los ejércitos cubano y español, para enfrentar al invasor en ciernes.

Blanco desconocía que Gómez había escrito cartas previas al presidente McKinley y al Comandante general del ejército norteamericano, cargo entonces existente, Nelson A. Miles, ofreciéndoles la colaboración mambisa ante la posibilidad de desembarco en la Isla.

Al representante de la monarquía, le dijo entre otras verdades:

“Usted representa en esta Cuba una monarquía vieja, desacreditada, y nosotros combatimos por un principio americano, el mismo de Bolívar y de Washington”.

La actitud del insigne patriota tenía antecedentes directos, por cierto, silenciados por la historiografía dominante en la Cuba de hoy. Un año antes, por la misma fecha, había escrito una larga carta al antecesor de McKinley, Grover Cleveland, solicitando explícitamente la intervención:

Invocando la Doctrina Monroe, considerando con razón que los cubanos eran tan americanos como los demás pueblos del Nuevo Mundo, le decía al mandatario:

“El pueblo norteamericano, que con todo derecho marcha a la vanguardia del Hemisferio Occidental, no puede y no debe seguir tolerando el asesinato sistemático y a sangre fría de indefensos americanos, por temor de que la historia pueda acusarlos de complicidad con tales atrocidades”.

Al terminar su misiva, la exhortación es directa:

“Dígale a España que cese la matanza y le ponga fin a la crueldad, y emplee el peso de su autoridad para imponérselo. Miles de corazones agradecidos bendecirán por siempre su memoria, y Dios, el misericordiosísimo, lo contemplará como la obra más meritoria de vuestra noble vida. Su humilde servidor. M. Gómez.” (Archivos del Congreso USA. Texto original reproducido por HistoryofCuba.com)

¿Por qué el general Gómez, un radical independentista, había solicitado la intervención norteamericana?

La razón principal está en que la guerra se prolongaba en el tiempo, sin un desenlace a la vuelta de la esquina. España, aunque agotada, estaba decidida a no rendirse ante los insurrectos y la diferencia cuantitativa entre las fuerzas en pugna presuponía una larga contienda irregular. La guerra total aplicada por ambos bandos había desolado al país, provocando un genocidio masivo, agravado por la insalubridad, el hacinamiento obligado en las ciudades y pandemias como la Fiebre Amarilla.

En Estados Unidos se conocía ampliamente de la guerra y de la situación cubana, varios corresponsales norteamericanos reportaban directamente desde los campos de batalla. Crecían las simpatías hacia el oprimido pueblo cubano, carente de libertad y derechos, aplastado por una atrasada monarquía europea.

En tales circunstancias, aunque la colaboración mambisa aportó mucho a las operaciones terrestres en Santiago de Cuba, la rendición española se pactó, por conveniencia de ambos bandos, sin el interlocutor isleño. Ni era propósito de la potencia vencedora entregar el poder a la facción independentista, ni esta facción era mayoritaria dentro de la población isleña.

Los cubanos estaban divididos entre independentistas, simpatizantes de España, autonomistas y anexionistas clamando por la incorporación a la Unión Americana.

A pesar de ignorar las instituciones representativas del independentismo, las personalidades más relevantes de esta tendencia ocuparon las más importantes y variadas responsabilidades de gobierno bajo la tutela de la autoridad militar estadounidense, considerando sus capacidades y en consecuencia con el compromiso final de reconocer la independencia de la Isla.

Las elecciones municipales de 1901 demostraron la tendencia antes dicha, consiguiendo sus representantes una mayoría de los cargos en disputa.

Unido al prestigio ganado durante la guerra, la ley electoral promulgada les favorecía porque a los requisitos generales: varones mayores de 21 años, saber leer y escribir y tener un patrimonio mínimo de 250 pesos, se incorporó el derecho al voto para todos los miembros del Ejército Libertador.

Si consideramos que en las elecciones presidenciales votaron 213 mil personas, y que el ejército mambí tenía debidamente registrados unos 53 mil soldados, las conclusiones son evidentes.

En medio de esta situación, la obra de reconstrucción del país, desolado por la guerra y las enfermedades, atrasado en cuanto a infraestructuras, escolaridad y salubridad, se cumplió cabalmente, incluyendo un imprescindible censo de población.

Es esta otra verdad incómoda para los que han formulado las ideas básicas de la historiografía bajo control del estado cubano, empeñados en denostar la actuación de los Estados Unidos en la isla, y cuando no sea posible, al menos minimizar sus efectos positivos. (Ver Chao Raúl Eduardo: Cuba bajo la bandera norteamericana. Ediciones Universal, FL. USA. 2018)

¿Qué sucedió con el Partido Revolucionario Cubano?

Tratándose de una organización afianzada en la emigración, al marchar a la guerra, Martí propuso a Tomás Estrada Palma para sustituirle en el cargo de Delegado. El que después sería llamado “presidente Palma” por los norteamericanos, era un pedagogo exitoso que dirigía una escuela en Central Valley, cerca de Nueva York. Su biografía reflejaba que había ocupado la presidencia de la República de Cuba en Armas, casi al finalizar la Guerra Grande o de los diez años, entre 1877 y 1878.

Estrada Palma decidió disolver el PRC, emitiendo una circular a sus clubes de base el 21 de diciembre de 1898. La historiografía castrista considera el hecho de anticipado, prematuro y negativo para la causa cubana, culpando al Delegado de anexionismo. La verdad es que, según las bases del partido, publicadas en el periódico Patria el 10 de abril de 1892, esta institución no podía desempeñar un papel político en la República por nacer.

Así lo especificaba el Artículo # 5:

“El Partido Revolucionario Cubano no tiene por objeto llevar a Cuba una agrupación victoriosa que considere la Isla como su presa y dominio, sino preparar, con cuantos medios eficaces le permita la libertad del extranjero, la guerra que se ha de hacer para el decoro y el bien de todos los cubanos, y entregar a todo el país la patria libre”.

Martí era un demócrata liberal, anti caudillista, en extremo preocupado por la secuela de dictaduras latinoamericanas que en aquellos tiempos ensombrecían el panorama político del continente. Esta idea esencial coincidía plenamente con la tradición política norteamericana.

El anterior pensamiento ha sido sistemáticamente soslayado por el sistema de enseñanza cubano, que ha llegado al colmo de comparar al partido martiano con el bolchevique de Lenin en Rusia, considerando al criollo un antecedente directo del ruso. (Consultar Castro Ruz Fidel: Informe Central al Primer Congreso del PCC. 1975. Múltiples ediciones disponibles)

Veamos qué sucedió con las otras dos instituciones independentistas, también ignoradas oficialmente por Estados Unidos: el Gobierno de la República en Armas y el Ejército Libertador.

Se trataba de un gobierno provisional, itinerante porque los cubanos no tenían en su poder ninguna ciudad de importancia. Al momento de hacerse pública la ruptura de relaciones diplomáticas entre España y EEUU, ningún Estado de Las Américas había reconocido la beligerancia cubana, tampoco sus instituciones.

Algunos países llegaron al extremo de prohibir colectas, reuniones y propaganda pública a favor de la independencia de Cuba. En Estados Unidos, al amparo de la ley, los emigrados desarrollaron ampliamente sus actividades proindependentistas.

Tal contraste ha sido abiertamente soslayado por quiénes escriben una historia complaciente con realidades políticas ajenas al momento en que sucedieron los hechos.

Al finalizar la guerra el gobierno en armas dejó de existir, convirtiéndose en Asamblea de Representantes del Pueblo Cubano. Los asambleístas, cubanos ilustres, patriotas abnegados, eran sin embargo un grupo diverso sin la presencia de un liderazgo reconocido entre ellos, con suficiente influencia sobre la población.

Por su parte, para la Casa Blanca y el Congreso en Washington, el compromiso de elecciones libres incluía a todos los cubanos sin distinción. Una idea coincidente con los fundamentos del PRC, expresión del ideario martiano.

No ha de sorprender que el mismísimo Máximo Gómez en diciembre de 1898, al escribir una carta pública, conocida por Proclama de Yaguajay, extendiera a sus compatriotas el siguiente consejo:

“Para andar más pronto el camino de la organización nacional elegid para directores de nuestros destinos, a los hombres de grandes virtudes probadas, sin preguntarles en dónde estaban y qué hacían mientras Cuba se ensangrentaba en su lucha por la Independencia”.

“No se debe olvidar nunca que, así como la espada es la bienhechora para dirigir y gobernar bien las cosas de la guerra; no es muy buena para esos oficios en la paz; puesto que la palabra Ley es la única que debe decírsele al pueblo, y el diapasón militar es demasiado rudo para interpretar con dulzura el espíritu de esa misma Ley”.

La relevancia del documento radica en que su firmante se había convertido en el único sobreviviente de entre los líderes del movimiento independentista que era escuchado por la inmensa mayoría de los cubanos. Su personalidad era un factor político que los interventores no podían desconocer.

Siendo dominicano, conociendo además las interioridades de los políticos cubanos, a pesar de serle concedida la ciudanía con la posibilidad de aspirar a la presidencia, Gómez rechazó tajantemente esta opción. Sin embargo, sus opiniones eran de gran peso, al punto que su apoyo público al candidato Estrada Palma, determinó en mucho su elección.

En cuanto a los destinos del Gobierno de la República en Armas y el Ejército Libertador, marcharon juntos hacia la inevitable disolución.

El asunto definitivo resultó el licenciamiento de dicho cuerpo armado. Se necesitaba dinero para resolver el problema. De nuevo la historiografía castrista considera nefasta la decisión de hacer desaparecer la única institución armada, organizada bajo una disciplina, con una fuerza considerable, que podía oponerse a las pretensiones imperialistas del ocupante extranjero.

Primero, los cubanos no pretendían oponerse al vecino poderoso que había propinado un golpe decisivo al ejército español, liberando al país de la monarquía ibérica. Les preocupaba que la soberanía cubana fuera respetada, consiguiendo lo más rápido posible la nueva república independiente.

Segundo, la tradición civilista expresada a través de 30 años de lucha, consolidada en la sucesión institucional de la República en armas, con subordinación del mando militar al civil bajo una constitución, se oponía a que el ejército asumiera funciones políticas. Mucho menos podía pensarse que los Estados Unidos aceptaran semejante idea.

El llamado ejército mambí carecía por tanto de objetivo para seguir existiendo, eran 50 mil hombres sin trabajo, sin recursos, que merecían una honrosa jubilación.

El mayor general Calixto García, lugarteniente general de Gómez, murió repentinamente en la capital norteamericana el 11 de diciembre de 1898, cuando presidía una comisión que intentaba negociar con la Casa Blanca los fondos necesarios para el licenciamiento. Ambos jefes militares coincidían en no endeudar al futuro estado con un préstamo, aceptando una donación mínima de 3 millones de dólares ofrecida por McKinley.

La Asamblea independentista se oponía, en tanto negociaba un empréstito superior a los 30 millones, con el mismo fin.

Los asambleítas, empeñados en hacer valer su postura, intentaron destituir a Gómez, para lo cual les cabía una autoridad legal pero no real. Los cubanos salieron nuevamente a las calles a vitorear al viejo héroe mambí, desacreditando a los asambleístas.

El resultado fue doble: Se aceptó el donativo, en tanto el empréstito siguió su curso, firmado finalmente por el gobierno de Estrada Palma al asumir la presidencia de Cuba. Los libertadores fueron licenciados, primero con la mínima suma de 75 dólares, luego se les pagarían haberes sustanciosos en dólares oro, proceso igualmente manipulado en un silencio cómplice por notables historiadores, argumentando que los heroicos mambises habían sido víctimas de la perfidia imperialista.

De paso, la Asamblea sucumbió, desintegrándose en abril de 1899. Su legado resultó en la elección de muchos de sus integrantes, convertidos en Delegados a la Convención Constituyente, elegida en septiembre de ese año.

Gómez murió adorado por su pueblo adoptivo en 1905, de seguro jamás olvidaría que la responsabilidad de General en Jefe del Ejército Libertador estaba asociada a la obra de José Martí. Un documento trascendental, firmado en Monte Cristi, República Dominicana, el 25 de marzo de 1895, considerado nuestra segunda declaración de independencia, dejaba constancia del hecho:

Se titula “El Partido Revolucionario Cubano a Cuba”.

Después de proclamar ante el mundo los ideales que conducen inevitablemente a una guerra que habría de ser breve, democrática en su ejecución, anticolonialista, por la independencia, para reafirmar el culto a la dignidad plena del hombre, el párrafo final unió para siempre a ambas personalidades históricas:

“Suscriben juntos la declaración por la responsabilidad común de su representación, y en muestra de unidad y solidez de la revolución cubana, el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, creado para ordenar y auxiliar la guerra actual, y el General en Jefe electo en él por todos los miembros activos del Ejército Libertador”.

Por primera vez, al menos en la historia latinoamericana, el jefe de un ejército libertador asumía su mandato por elección y no autodesignado o nombrado por una cúpula de conspiradores.

No sin cierto desconsuelo por las condiciones en que nacía la República, el 20 de mayo de 1902, al izar la bandera nacional, Máximo Gómez exclamaría: ¡Al fin hemos llegado!

La sombra de la Enmienda Platt oscurecía la luz de la estrella solitaria. Se encontraban los cubanos ante el dilema aún no resuelto de conciliar democracia y soberanía nacional.


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