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Nostalgia, Patria, Exilio

Cuba Nostalgia

Pertenecemos, los cubanos, a una nación escindida, rota por una ideología

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No, estimado lector, no me refiero al evento que se organiza en Miami por más de veinte años. Por cierto, en mi primera visita a los decorados, me subí al muro del Malecón y pedí a mi esposa que tirara la foto. Sin mirar el detalle se la envié a todos mis familiares y amigos en Cuba. Era la época en que los celulares empezaban a exportar imágenes. En casa, reposado, volví a ver la foto del Malecón de cartulina. Entonces me di cuenta que debajo de mis pies había un letrero: ABAJO FIDEL. No sé a cuantos amigos y familiares embarqué con el muro de atrezo. Espero que algunos muy comprometidos hayan visto la pincelada a tiempo, y borrado el letrero del malecón insurrecto.

La nostalgia se describe por la RAE como un estado de “pena por verse ausente de la patria o de los deudos o amigos”, o “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una pérdida”. Nada que ver, por supuesto, con el evento descrito en el párrafo anterior. Allí todo suele ser música, colores, sonrisas exageradas —algunas por exceso de alcoholes—, y lo más curioso, funciona para los abuelos como una escuela abierta. Dicen a sus nietos: “Esta era la bodeguita del Medio, donde abuela y abuelo se conocieron”; “Este el Floridita, donde Hemingway, sí, el novelista de El Viejo y el Mar, tomaba su Daiquiri… ¡sin azúcar!”.

Durante muchos años he hecho una encuesta verbal sobre la llamada nostalgia del emigrado cubano. Saber, por ejemplo, si los compatriotas asentados por cuatro generaciones en la “Ciudad Mágica” sienten la lejanía de su patria de manera distinta. De hecho, parto de lo que es por poco una certeza: depende de cada individuo, su experiencia personal, y la época en la cual emigró.

Para los primeros, aquellos que por ley natural van emigrando a otro estado de la existencia, todavía la Isla tiene un profundo sentido de pertenencia. La Cuba que dejaron parecía ir en despegue; y tuvieron que renunciar a edades tempranas al disfrute de sus ciudades, campos y playas. En Miami han luchado por perpetuar la “Tierra Perdida”, a golpes de drywall y fotos apócrifas. No hay en la Cuba actual un Versailles o una Carreta donde se coma mejor que en la Calle 8. Pero todo el mundo sabe —no quieren hablar mientras comen— que estos no son los sitios ni los sabores originales.

En la medida que nos alejamos de ese fatídico Big Bang nacional que fue el 59, y cientos de miles de cubanos tuvieron que colonizar los cuatro puntos cardinales, las generaciones más tiernas parecen dividirse en dos bandos irreconciliables: unos reniegan casi toda su cultura insular; y como mantra repiten que su verdadero cumpleaños es el día en que llegaron a esta tierra del Norte. Sus hijos no hablan español, y los perros y los gatos tienen nombres ingleses.

Hay otros que, como si vivieran en un gueto, se resisten a asimilarse en cultura de acogida. No solo se niegan a aprender inglés sino que exigen en sus negocios y vendutas hablar español. No conocen Paris, Madrid o Roma. Pero las dos visitas anuales a la Habana o Santiago de Cuba son sagradas. Como el lenguaje según la filosofía materialista-leninista es el envoltorio del pensamiento, a veces por el choteo y la falta de límites hacen parecer que se está “En Marianao sin libreta”.

Todo proceso de adaptación al migrar pasa por varias etapas. Al principio el emigrante esta como “perdido”. Después puede creer que todo es difícil, imposible. Y culpa al país o a sus coterráneos de sus propios errores. Aquí es donde muchos dicen querer regresar. Un tiempo más tarde, quien emigra comienza a entenderse con el lugar y sus gentes, no sin cierta tristeza —¿nostalgia?— que será superada en la medida que el individuo logre “negociar” un buen trabajo, concluir una escuela, ganar mejor salario.

El emigrante terminará aceptando su condición cuando acomode —aculturación— sus viejas costumbres, idioma, y planes con el nuevo escenario. Más, la pertenencia a una nación, a una cultura, es hasta la muerte. Quizás la excepción son esas migraciones a edades muy tempranas, y aun así, la mano que mueve la cuna y cocina los frijoles es la que trasmite la parte trunca de la cultura originaria.

No se convierte el individuo en “excubano” porque emigra y adversa a un político, una idea, un sistema. Pues, como cantan Willy Chirino y Alexis Valdez, esté “En Alaska o en Cantón… En Madrid, en Nueva York… O en el Vaticano”, se sigue siendo cubano. La deportación de por vida suele ser una condena tan dolorosa que era un castigo intercambiable por el fusilamiento en tiempos coloniales; lo ha seguido siendo con el totalitarismo castro-marxista, al impedir que miles de compatriotas ingresen a la Isla cuando lo deseen, una violación flagrante de un derecho humano.

Cuando oímos a alguien decir que ya “no se siente cubano” debemos imaginar cuanto dolor hay detrás de tal expresión, que, por cierto, no son pocos en la ciudad de Miami. Muchas penas, hambre, necesidad y hasta cárcel han hecho que esas personas digan lo que el régimen desea oír: renunciar a un derecho natural de pertenencia. Ser nacional, pertenecer a un territorio físico y a una cultura no lo otorga un gobierno, el pasaporte, un decreto-ley. Quien lo use como arma política es un criminal. Pertenecemos, los cubanos, a una nación escindida, rota por una ideología. Casi el único legado que podemos dejarle a nuestros hijos y nietos es que puede existir Cuba única como referencia-pertenencia. La patria que soñó Martí, donde caben todos y se obra para el bien de todos, sin excepción. No esta otra, quebrada en mitades irreconciliables, mediocre, hambrienta, y sin esperanzas reales de un mañana mejor.

Por eso un poquitín de nostalgia no viene mal. Es más, resulta imprescindible. El viaje al pasado es esencial para visualizar el futuro. La nostalgia, en este caso, bien atemperada, hace vida. Puede que los abuelos cuando lleven los nietos a la Feria Cuba Nostalgia tengan sentimientos encontrados. Ellos saben que hubo una Cuba con sombras. Y también una Cuba con muchísimas luces.


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