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Castro, Fidel, Díaz-Canel

Del caudillo carismático a la Seguridad del Estado

El traspaso del poder político en Cuba (2006-2018)

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Hasta el 26 de julio de 2006 el poder último en Cuba era Fidel Castro. El Comandante en Jefe, y nadie más que él, tenía la última palabra en absolutamente todo. Para lo cual se aseguraba de que ninguna institución a su servicio monopolizara el privilegio de mantenerlo informado sobre el país, y su circunstancia mundial. Porque si un autócrata depende por completo de alguien, o de alguna institución, para obtener los informes y datos que le permitan tomar sus decisiones, no es ya él el verdadero poder. Pasa a serlo aquel o aquello en capacidad de manipular esa información a su gusto, para provocar en el decisor la respuesta que más convenga a los intereses del, o de los manipuladores.

Consciente de ello, Fidel Castro no solo multiplicó y solapó las funciones de sus órganos de inteligencia, sino que los sometió a frecuentes purgas con el propósito de desarticular periódicamente su potencialidad de llegar a convertirse en rivales de su poder.

El caso de la Seguridad del Estado, purgada en 1962, 1967-68 y 1989-90, resulta el más significativo, y el que nos interesa aquí, dada la importancia que habría de adquirir esta institución a partir de la muerte política de Fidel Castro en julio de 2006. Esa importancia creciente estuvo dada por su rápida ocupación de los vacíos de poder, surgidos a raíz de lo sucedido en los meses y años que siguieron al 31 de julio de 2006. La fecha en que el Comandante en Jefe anunció su salida temporal del poder, y la designación de un gobierno colegiado para ocuparse de los asuntos del país durante el periodo de interinato.

Partamos de que es improbable que Fidel Castro tuviera la ridícula idea de dejarle todo el poder que había reunido a su hermano, Raúl Castro. Alguien de quien bien sabía no podría sucederlo por mucho tiempo —si es que llegaba a durar más tiempo que él, dada su salud, comparativamente mucho peor que la suya—, y de cuyo nulo carisma y bajo coeficiente de inteligencia, que no encajaba para nada con el estilo de su largo ejercicio del poder, estaba más que consciente.

Fidel Castro, como lo demuestra su decisión del 31 de julio de 2006, planeaba dejar tras de sí no a algún nuevo caudillo que pudiera intentar comparársele, y por tanto robarle parte de la gloria ante la historia. Es más consecuente con su personalidad el que se viera a sí mismo como un reformador tipo Licurgo. Alguien que dejaba establecido un orden diseñado en esencia para impedir que otro hombre pudiera disfrutar del mismo poder que él, y que en consecuencia llegara a tener la posibilidad de destruir su legado al simplemente ejercitar su voluntad. A su muerte, todo indica que Fidel Castro planeaba dejar en su lugar a un gobierno colegiado de políticos procedentes de la FEU, los “muchachos” del Grupo de Apoyo, cuya legitimidad como institución procediera de haber sido él su diseñador, y en el que a su vez la legitimidad de la primera generación de políticos estuviera dada por haber sido él quien los escogiera.

Desde los inicios de los ochenta Fidel Castro se había rodeado del llamado Grupo de Apoyo, en el cual reunía a jóvenes procedentes sobre todo de la FEU, y a los cuales adiestraba no solo para ocupar las plazas de las ayudantías a su alrededor, sino para dejarles el gobierno del país tras su desaparición física. Jóvenes, en cuyo proceso de selección no solo había usado los informes que la Seguridad del Estado depositaba con regularidad ante él, sino otra multitud de vías, la mayoría informales. Por sobre todo el conocimiento personal, su olfato y su probada capacidad de convertir en seguidores suyos a cierto tipo de contestatarios, con solo echarles el brazo por encima del hombro y prestarse a escuchar sus cuestionamientos.

Fidel Castro fue un autócrata muy diferente de un Batista, o de un Franco, gente en esencia común y corriente. El autócrata del tipo de esos dos personajes está convencido de que siempre alguien, cualquiera —y por supuesto, mejor ellos—, debe asumir esa posición, porque de otra manera no funcionan los asuntos humanos; Fidel Castro no es que creyera en la necesidad de la autocracia para el buen funcionamiento de las sociedades humanas, sino en la necesidad de que en su circunstancia particular él asumiera el gobierno autocrático. Fidel Castro no era un convencido de la autocracia —quizás hasta sinceramente creyera teóricamente en la superioridad de la democracia—, o un individuo cuyo interés por la autocracia fuera las bondades y satisfacciones sensoriales de la misma; Fidel Castro era un autócrata por antonomasia.

Alguien como él, con su exagerada idea de su lugar en la Historia, no podía aceptar que hubiera, o pudiera haber en los tiempos por venir, alguien en esta Isla con la misma elevación de miras que él creía tener, y por lo tanto con el mismo derecho al poder absoluto. Para un hombre tan obsedido por su lugar en la Historia, no podía surgir otra vez, en los tiempos por venir, alguien capaz de continuar su estilo de gobierno absolutista, por lo menos para bien del país. Desengañémonos, si vivo Fidel Castro no había confiado en nadie más, muchísimo menos lo haría ante la muerte, como para atreverse a dejar su legado y su gloria en manos de otro “Caprichoso en Jefe”.

Porque dejar una autocracia tras su muerte, un sucesor único, dotado de los mismos y absolutos poderes que él había llegado a reunir entre sus manos, era en definitiva dejar establecido el absoluto poder de destruir su legado. Por tanto, autócrata verdaderamente consecuente, tenía que asegurarse el repartir su poder, dividirlo, contrapesarlo. Un hombre como Fidel Castro no podía soñar con que la autocracia sobreviviera a su muerte, sino con un gobierno cada vez más participativo, en que nadie tuviera el suficiente poder como para destruir su obra, y borrar su legado. Para él, al preguntarse el modo de mantener a salvo su lugar en la historia, la respuesta solo podía ser mediante un gobierno colegiado, cada vez más compartido, en que nadie se atreviera a intentar comparársele como el Licurgo, el Solón de los cubanos.

Quizás incluso hasta soñó con una especie de democracia a su muerte —o con lo que su mentalidad profundamente centrada en sí mismo podía tener por tal—, en la cual él, como el espíritu de los ancestros en las culturas antiguas u orientales, se ocuparía de mantener bien encarrilada, por el camino correcto, a esa sociedad colegiada total. Una democracia en que nadie tendría el suficiente poder como para sacarlo de esa zona en la conciencia de los individuos en que moran los imperativos categóricos. Una pseudo-democracia, por tanto, en que sería el pasado el encargado de tiranizar a los individuos —en su obra El Año 200, Agustín de Rojas especula sobre una sociedad en que un tirano sobrevive a su muerte de una manera parecida.

Porque no creo quepan dudas: Fidel Castro era lo suficientemente desmedido, lo bastante consecuente con su naturaleza autocrática, como para incluso atreverse a soñar con seguir mandando desde el pasado. Lo cual no iba suceder si le dejaba todo su inmenso poder a cualquier advenedizo.

En la decisión de Fidel Castro de dejar tras de sí un gobierno colegiado de políticos procedentes de la FEU influía la tradición política en que se había educado en la Universidad de La Habana, en la segunda mitad de la década de los años cuarenta del siglo XX: eran por entonces los jóvenes de la UH la más activa y progresista fuerza política en la República, desde que Julio Antonio Mella —ese Dios Apolo, como lo describe Lezama en Paradiso— encabezara el proceso de Reforma Universitaria en 1923. Fueron ellos quienes en esencia habían comenzado la lucha antimachadista, no ya desde la manifestación del 30 de septiembre de 1930, sino desde la oposición a la prórroga de poderes; fueron ellos la principal fuerza política tras el gobierno nacionalista de los cien días, y la única organización política cubana que no fue a olerle el culo a los americanos durante la Mediación… En fin, para un hombre de su época, de su procedencia y de su color, era a los “muchachos” de la FEU a quienes les tocaba mandar en Cuba.

Mas no sucedió como Fidel Castro esperaba. Hasta entonces mucho más saludable que su hermano menor, de repente el exceso de actividad en un hombre de ochenta años lo puso con un pie en la tumba, mucho antes de lo que calculaba. Ante esa situación, que creyó solo provisional, decidió dividir el poder interino entre sus muchachos y los históricos, encabezados por Raúl.

Lo que nunca se esperó fue la reacción de los históricos. Sobre todo que el vejete de su hermano, de siempre tan gallina, tuviera las agallas para desafiar su decisión.

Los históricos, y sobre todo Raúl Castro, siempre habían soñado con tener su momento para hacer bien lo que pensaban el Comandante no había hecho así. Por ello, en un arranque inesperado de valor, se atrevieron a darle un golpe de Estado a su Comandante; ya que en esencia eso fue la famosa Operación Caguairán que Raúl Castro y los históricos lanzaron a poco de la gravedad del Jefe.

La tal movilización se presentó como concebida para evitar los peligros que acechaban a la Revolución desde el bando de sus enemigos de siempre. Sin embargo, en realidad no fue más que un recurso matrero para militarizar el país, y colocarse ellos, vejetes de hombros caídos bajo el peso de sus grados militares, por encima de los políticos procedentes de la FEU. A quienes Fidel había dejado en pie de igualdad, en un gobierno colegiado, concebido para dejar las cosas como estaban. Al menos hasta que tras recuperarse él volviera —que ya volvería, no le cabía duda—, a ocuparse de amarrar los cuatro o cinco puntos que faltaban para dejar establecido su legado por los próximos mil años.

Con Fidel en cama, y con un estado de salud que no daba muestras de mejorar, durante el tiempo que medió entre el comienzo de la Operación Caguairán y su decisión de no postularse como candidato a la Asamblea Nacional, en febrero de 2008, se desarrolló una sorda lucha por el poder en la cúpula del Estado cubano. En un bando los históricos, con todas las instituciones armadas de su lado, además de con sus fabulosas y legitimadoras historias de haberse alzado contra Batista; en el otro, los políticos del Grupo de Apoyo, con sus relaciones internacionales, con su control sobre la burocracia del Estado, y sobre todo con la protección que, desde su cama de convaleciente, les daba el Comandante. Mas esa protección era cada vez menor, a medida que la mano que la dispensaba se debilitaba físicamente, y perdía capacidad real de comunicarse con las masas, y de movilizarlas.

Tras la decisión de Fidel Castro de abandonar su plaza de diputado, publicada por Granma en febrero de 2008, según la cual ya no podría aspirar a ser electo presidente del Consejo de Estado por los próximos cuatro años, a lo menos, la suerte del bando de los colegiados estaba echada. Poco después caían Carlos Lage, Felipito Pérez Roque, Carlitos Valenciaga, el ministro de Educación, o aquel energúmeno, Hassan, quien soltaba parrafadas histéricas en cada discurso… acusados de hacer, o más bien de querer hacer lo que ya los históricos hacía décadas venían haciendo: vivir mejor que los cubanos de a pie, enviar a sus hijos a costosas maestrías en Gran Bretaña, o Alemania, o colocarlos en cuanto puesto con buena “búsqueda” quedara en la alta burocracia del estado cubano…

Sin embargo, los reales ganadores de esta lucha no serían precisamente unos históricos con un pie en la tumba, o en la demencia senil, sino las instituciones militares y policiales del Estado cubano. En las cuales debieron apoyarse los históricos para darle el mencionado golpe de estado a la forma colegiada de gobierno que el Comandante pensaba dejar atrás, y por tanto a los políticos del Grupo de Apoyo con que pensaba nutrirla.

Por sobre todo ganó la Seguridad del Estado, hasta el punto de convertirse en el verdadero poder en Cuba, tras la definitiva salida del poder de los históricos, en 2018. Con la muy significativa excepción, por cierto, del fundador de esa institución en marzo de 1959, Ramiro Valdés. El único de todos ellos que en el gobierno de Miguel Díaz-Canel aún ocupa un puesto de verdadera importancia —Ramiro Valdés había sido apartado en repetidas ocasiones del poder por Fidel, como parte de sus medidas para mantener bajo control a los órganos de inteligencia de que necesariamente debía servirse, pero a los que temía casi tanto como a la CIA.

La Seguridad del Estado, la única institución en el diseño original del Estado soviético, heredado por el castrismo, omnipresente en absolutamente todos los niveles y rincones del estado totalitario leninista. Algo de lo cual no puede preciarse el mismísimo Partido, la vanguardia organizada, quien orienta y dirige en el camino hacia el comunismo, o hacia dónde ahora vaya la sociedad cubana según la Constitución de 2019. La Seguridad del Estado, la única institución, si fuese eso posible, que podría aspirar a un conocimiento omnisapiente de la sociedad cubana.

Tener presente que de hecho la entrada desde abajo en el sector más confiable del cuadro administrativo del castrismo, incluso en los tiempos de gloria de un Fidel Castro quien a diferencia de su policía política heredada de la Unión Soviética si distaba mucho de tener virtudes divinas, implicaba la aprobación del aspirante por el aparato de la Seguridad del Estado. Esto, al haber acumulado a través del tiempo una serie de olas generacionales de gentes afines a la Seguridad del Estado, solo podía dar como resultado que a la salida del poder de Fidel Castro, en 2006, el estado castrista fuera no otra cosa que una extensión de la policía política, una compleja madeja de relaciones centrada en ella.

Pensar, por ejemplo, que la Seguridad del Estado no estuvo enterada desde un principio del operativo del espionaje español a Carlos Lage y Felipito Pérez Roque, es no entender cómo funciona el Estado totalitario cubano. Simplemente lo dejó correr, para después poder aprovecharse de sus resultados, sin tener que aparecer ella como la que espiaba a los golden boys del Jefe. Algo no nuevo en su historia, y que quizás hayan hecho hasta con el mismísimo Raúl Castro, al aprovechar alguna de sus frecuentes reuniones informales con extranjeros, en tiempos en que su hermano ejercía el poder absoluto.

Partamos de que ya sin el Jefe carismático, que gobernaba con la vista puesta en mantenerla restringida, resultaba inevitable que la Seguridad del Estado, omnipresente y omnisapiente en el diseño original del Estado soviético, encargada de la admisión en el sector duro del cuadro administrativo, terminara por asumir un control cada vez mayor. Lo consiguió no al convertirse en el brazo ejecutor con el que los históricos se deshicieron de sus competidores del Grupo de Apoyo, o con el que enfrentaban a la oposición interna y externa —para dar palos o tiros siempre se encontrará a imbéciles dispuestos—, sino al transformarse en los órganos de los sentidos con que estos obtenían información real de la sociedad cubana, y de su circunstancia internacional.

Desconectados de la burocracia estatal, que era asunto de los del Grupo de Apoyo, tras la purga del periodo 2008-2009 los históricos optaron por nombrarse ellos mismos al frente de los ministerios y más importantes instituciones del estado. Pero los cargos un poco más abajo, más técnicos, requerían de una fuente de aprovisionamiento que iba más allá, mucho más allá del universo de conocidos personales de los históricos —generales guerrilleros, no podía esperarse mucho de sus relaciones personales. Y ya que estos carecían de la constitutiva suspicacia de Fidel, como tampoco de su muy superior inteligencia e incuestionable don de gentes, es aquí que la Seguridad del Estado comienza a hacerse imprescindible para el proceso de selección, y a su vez es en ese momento que comienzan a copar al estado con su gente. Gente, claro está, no tan vieja como los seleccionados por Raúl y su pandilla de históricos octogenarios.

Una de esas primeras selecciones fue la del ministro de Educación Superior, en 2009. Un señor que en realidad nunca fue del Grupo de Apoyo al Comandante en Jefe, por más que ahora se pretenda lo contrario, y por lo que parece ligado al G-2 desde su adolescencia: Miguel Díaz-Canel.

Es, por ejemplo, haciendo suya la función de órgano de los sentidos del poder político como la Seguridad del Estado logra una importante desprofesionalización del Ejército, su único competidor serio, mediante informes y cálculos de los costos económicos del mismo que oficiosos hombres y mujeres suyos depositan en el buró de Raúl Castro, o gracias a la meticulosa selección de los análisis de política exterior americana a los que lo hacen acceder. El objetivo es convencer a Raúl y los históricos de que el único peligro serio es el de un estallido social interno, logrado lo cual la conversión de las FAR de unas muy profesionales instituciones armadas, en una policía militar encargada de la vigilancia de las tiendas en divisas, resultará al cabo inevitable. De este modo las fuerzas armadas, que habían vivido una especie de reestructuración técnica, y recibido un discreto aumento de la inversión en los meses iniciales de la Operación Caguairán, para 2018 ven llenarse de herrumbre lo poco de su material todavía utilizable, mientras la capacidad profesional de su oficialidad retrocede al nivel del de la guardia rural republicana.

Es, repito, gracias al favor de la institución que se ocupa de entregar los informes sobre los posibles candidatos, la Seguridad del Estado, que Raúl y sus históricos escogieron a Miguel Díaz-Canel para hacerse cargo del poder en 2018. Porque si el político de Placetas ocupa la jefatura del Estado desde ese año necesariamente se lo debe a la mayor simpatía con que esa institución redactó los informes sobre él, a la vez que a la probable magnificación de pequeños sucesos impresentables del pasado, o rasgos “negativos” de la personalidad, en candidatos no tan ligados o comprometidos con la misma. Sin la profunda amistad, o interés, hacia él de la Seguridad del Estado, es imposible que a Raúl Castro y su grupo les hubiese llegado la información favorable a su selección, que lo llevó a ganar en la competencia con los otros muchos propuestos —por solo citar un caso: el entonces primer secretario del partido en Santiago de Cuba.

El carácter mediado de esa asunción del poder, ese debérselo a alguien, condiciona el ejercicio del poder en esta nueva etapa del régimen, de modo distinto a cómo lo había sido antes. Aunque Díaz-Canel llega al poder, no es al poder absoluto que antes reuniera en su mano el Comandante en Jefe; ya que si bien hasta 2006 Fidel Castro había conseguido imponerle al cuadro administrativo la idea de que la pequeñísima parcela de poder que tenía cada uno de sus integrantes se la debían a él, y sólo a él, que era quien a puro tiro y maniobra política había levantado el estado castrista, en el caso de Díaz-Canel ocurre exactamente al revés: él, y quienes importan en la política doméstica cubana, todos sabemos que si está ahí de presidente de la república se lo debe a la Seguridad del Estado. Un órgano de vigilancia y represión, una policía política, propia de en un Estado leninista, la cual sin el contrapeso de un jefe carismático no puede más que terminar por convertirse en una especie de logia masónica al interior del Estado, que se expande dentro del cuadro administrativo, convirtiéndolo y convirtiéndose en el proceso en el sistema nervioso del propio Estado.

En esencia todo el proceso no ha sido más que el de la toma del poder por el cuadro administrativo del castrismo, a la salida del juego político de Fidel Castro en 2006. Que ese poder no pueda ser identificado con un rostro, o con unos rostros concretos, no sirve para demostrar lo equívoco de mi afirmación de que el verdadero poder del régimen reside hoy en la Seguridad del Estado. Es bien conocido que en numerosos regímenes políticos, sobre todo en aquellos en los cuales es un amplio establishment quien ha usurpado el poder, este se concentra en individuos, o instituciones concretas, que gobiernan tras bambalinas, desde las sombras.

De hecho en todo régimen anti-democrático en que el poder pasa al cuadro administrativo alguna de sus instituciones armadas debe de hacerse cargo de nuclearlo. Esa función cae de manera invariable en la institución más importante para ese régimen, a la vez que en la más eficiente: en el caso cubano, ya que el Ejército ha retrocedido —y lo han hecho retroceder— de manera abismal desde los años 80, es la Seguridad del Estado. Es la extendidísima policía política quien le da su coherencia interna al régimen post-históricos —o en la jerga oficial: post generación histórica.

La explicación de por qué no tenemos unos rostros concretos suyos, uno o dos generales relativamente jóvenes —¿Castro Espín?—, que representen el verdadero poder del Estado post-generación histórica, es porque al menos por el momento ni les conviene, ni les interesa esa visibilidad. En primer lugar, porque el poder explícito ahora, mientras Raúl Castro y no pocos históricos todavía permanecen vivo, es muy peligroso, ya que contra una decisión de estos no podrían ir, al menos sin arriesgarse a un inmenso desgaste de su poder; en segundo, porque mientras no se logre volver a una situación menos precaria, lo mejor es dejar a los civiles que se desgasten en el intento de capearla. Es incluso discutible si en algún momento sería aconsejable para ese verdadero poder explicitarse, ya que ello implicaría la pérdida del régimen de la apariencia “popular”, no castrense, que desea proyectar hacia cierto sector político internacional.

De lo dicho se sigue que hablar verdadera continuidad con Miguel Díaz-Canel es un disparate. En lugar de continuidad del régimen, ha habido una profunda ruptura, ya que con Fidel Castro este funcionaba de una manera muy distinta. Entonces el Comandante en Jefe se presentaba como una especie de “protector” de la ciudadanía ante el cuadro administrativo. Antes de 2006 la estabilidad del régimen se basaba, al menos en parte, en ese equilibrio de los regímenes carismáticos, en que el gobernante bueno está ahí para supuestamente salvar a los de abajo de los inevitables ministros malos —Fidel Castro pretendía tener el desmesurado poder de que disfrutaba para salvar al “pueblo” de la política, y de los políticos. La contención de la ciudadanía se lograba en esencia por los compromisos emocionales que esta construía con su “protector”, quien no dudaba en sacrificar de cuando en cuando a parte de su cuadro administrativo para mantener conformes a los de abajo.

Pero al desaparecer el protector carismático del pueblo, y Raúl y los históricos comenzar la institucionalización, por primera vez en serio, el cuadro administrativo llega al poder como estamento, como nueva clase gobernante. Mas en esta nueva conformación del régimen, para contener a los de abajo, para mantenerles limitados sus derechos civiles y políticos, que antes habían cedido de “buena fe” al Caudillo carismático —por lo menos una parte de la población en los lejanos sesenta—, con el fin de que los protegiera de los excesos de su cuadro administrativo —los inevitables malos ministros—, ya no se puede echar mano más que de la represión.

Esta dependencia de la represión solo puede aumentar en la medida en que ese estamento gobernante se empeñe en mantener las limitaciones al derecho de los ciudadanos, que como hemos dicho el líder carismático podía justificar como sesiones a él, para mandatarlo en la defensa de los intereses del “pueblo” ante el cuadro administrativo, pero que este, por su cuenta, ya no puede legitimar de ninguna manera. Al cuadro solo le queda, por tanto, o condescender, y empezar a devolver derechos “prestados” al líder carismático, o aumentar más y más la represión.

La solución del cuadro administrativo en el poder en Cuba, al menos hasta ahora, es la represión. Lo cual lo hace cada vez más dependiente de la Seguridad del Estado en particular, que es quien le da coherencia interna, lo nuclea, y en segundo lugar del MININT, que es el encargado de dar los palos, o los tiros, cuando sea menester —las fuerzas armadas cada vez más pasan a convertirse en un anexo de este ministerio. La relación entonces se termina de invertir, y las instituciones represivas, de herramientas del cuadro administrativo en la conservación del régimen, pasan a ser el régimen mismo, que se sirve del cuadro administrativo para otras funciones no relacionadas directamente a la vigilancia y represión de la ciudadanía.

Estas instituciones represivas, sus jefes, en especial los jefes de la Seguridad del Estado, llega un momento que se ven o forzados a abandonar su intención de gobernar desde las sombras, o simplemente sucumben a la tentación de exhibir su poder. Ese momento, inevitable, de insistir el régimen en su intención de mantener el mismo control sobre los derechos individuales que durante el gobierno del caudillo carismático, llegará tarde o temprano. Muy probablemente antes del final del segundo periodo de Miguel Díaz-Canel, en razón de la incapacidad manifiesta de este gris personaje, menor. En todo caso, ello no ocurrirá sino hasta que muera Raúl Castro…

Pero, si todo el proceso no ha sido más que el de la toma del poder por el cuadro administrativo del castrismo, al cual la Seguridad del Estado le ha dado una coherencia interna, para terminar convertida en la gran ganadora, cabe especular y preguntarse si es cierto que la ruptura con la continuidad fidelista se inició precisamente con el golpe de estado raulista, y si no fue la Seguridad del Estado quien lo empezó todo, y la enfermedad del Comandante en Jefe no fue tan casual.

Tengamos presente que en su discurso del 17 de noviembre de 2005, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, Fidel Castro había atacado precisamente al sociolismo, o el gobierno de los compadres del cuadro administrativo, que según él amenazaba con ahogar entre sus decenas de miles de tentáculos al Socialismo. Que ese día, tras haber aplastar a la oposición en marzo de 2003, Fidel Castro se fue a la Universidad de La Habana a anunciar el inicio de un nuevo periodo de sacudimiento de la mata, de una nueva purga, en la cual caerían esos muchos dentro del campo revolucionario que ponían en peligro real a la Revolución, y que eran precisamente quienes andando el tiempo se convertirían en esta mafia sociolista-segurososa que hoy detenta el poder en Cuba.


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