Actualizado: 29/04/2024 2:09
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Nación, Patria, Ciudadanía

El orgullo de ser cubano

Para reconstruir el país habrá que difundir todas las historias alternativas que han sido celosamente trastocadas, ocultadas

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Le presento además a un número creciente de cubanos que han confundido la
Patria con un partido; la Nación con el proceso histórico que hemos vivido en las
últimas décadas, y la cultura con una ideología. Son cubanos que, al rechazar todo
de una vez sin discernir, se sienten desarraigados, rechazan lo de aquí de Cuba y
sobrevaloran todo lo extranjero. Algunos consideran éstas como una de las causas
más profundas del exilio interno y externo.

Monseñor Pedro Meurice, arzobispo de Santiago de Cuba. Palabras de
Bienvenida San Juan Pablo II (fragmentos). 24 de enero de 1998

No debería sorprendernos a estas alturas. Cada día los compatriotas que vienen de la Isla, no solo no saben casi nada de la historia de su país. La rechazan. Sienten vergüenza de llamarse cubanos. No quieren hablar “de política”. Solo quieren saber dónde se puede encontrar un pasaje de avión, sea para ver volcanes o conocer la estepa siberiana. Así me lo ha confirmado un amigo que recién llega para regresar en breve, pues otros cubanos en la Isla reclaman el concurso de sus muchísimos esfuerzos.

De más está decir el nivel de casi indigencia alcanzado por la Continuidad. Eso se traduce en (malas) conductas y un lenguaje típico de quien necesita subsistir. La miseria material puede ser vencida, usando las herramientas y las libertades en muy breve plazo. No la indigencia espiritual. El vacío existencial. El daño producido por no saber de dónde vienes, hacia dónde vas. Es el mayor dilema de la Cuba de hoy. Del peatón de esquina, del esperador de guaguas, del turista de futuros.

El padre Carlos Manuel de Céspedes García-Menocal, vicario de la arquidiócesis de la Habana, y quien por obvias razones conoció desde la cuna a varios sobrevivientes de la guerra de independencia, solía decir que su Casa-Cuba tenía una capacidad de reinventarse, de levantarse de las ruinas, que pocos eran capaces de imaginar. Eso es algo que la historiografía castrista minimiza y oculta con celo, salvo para engatusar a quienes todavía esperan la resurrección del comunismo insular.

Tras la reconcentración de Wyler y la Tea Incendiaria de los rebeldes, no quedó ni donde amarrar la chiva, literal. No solo la población cubana mermó en casi un diez por ciento, sino que los cultivos y la ganadería prácticamente desaparecieron en la mitad del país. Imaginemos, además, que la industrialización era mínima, excepto para la producción de azúcar y transporte ferroviario. Pues en un tiempo tan corto como poco más de cincuenta años —1902-1958—, Cuba se puso a la cabeza de América Latina en varios aspectos económicos, sociales y culturales. Las estadísticas existen, avaladas por organismos internacionales.

La estrategia del adoctrinamiento pasa, precisamente, por negar lo positivo y publicitar lo negativo de lo que, para vergüenza de intelectuales y políticos cubanos, han llamado Pseudorepública o República mediatizada. No se dan cuenta que fue esa misma República “a medias” la que les permitió, con luces y sombras, realizar sus obras, publicar libros, militar en el Partido Comunista y crear sindicatos de obreros. Todo el conocimiento y el oficio de quienes después se llamarían revolucionarios fueron forjados en las aulas universitarias —tenían autonomía— y en los círculos de estudio, en una época, permitidos.

Nuestros jóvenes son incapaces de establecer un hilo conductor entre la llamada Generación del seminario de San Carlos y San Ambrosio —el Padre Varela, Saco, Caballero, Bachiller Y Morales—, el maestro Rafael María de Mendive —también ex discípulo del seminario—, y su alumno, José Martí. Al despojar a Martí de su ancestros culturales y espirituales cristianos, y entregarnos un Martí que no es ni por asomo materialista, no comprendemos su poesía —que tanto debe a la mística española—, ni su filosofía política —liberal, nacionalista— y mucho menos su crítica a los Estados Unidos, no de enfrentamiento violento sino de corrección, para que los futuros cubanos evitaran ciertos excesos norteños, precisamente materiales, como la adoración al dinero, el egoísmo, y la individualidad irritante.

Cuando cayó el Muro de Berlín, la propaganda castrista tenía un mantra: se han quedado sin historia. Sin duda, estaban proyectando lo sucedido en Cuba años antes cuya expresión simbólica, visible, fue cambiar los nombres de pueblos, calles, parques y tumbar las estatuas de los presidentes anteriores, chapucería delatada por aquellos zapatos de Estrada Palma —el sustituto de José Martí en el Partido Revolucionario Cubano, y primer presidente— que escaparon a la tala de la memoria nacional. Y donde hubo un cuartel, inaugurar una escuela… con el nombre y el programa de estudios que cambie la historia; los cuarteles, fuera de las ciudades. No otro fatídico 26.

Bloquear toda narrativa alternativa es imprescindible si se quiere que la nueva versión cobre cuerpo. Ni por casualidad un cuento que roce con el pétalo de una cuartilla la “verdad” sobre la Sierra, el Llano, la Guerra Civil en el Escambray —“Eduardo era un León”—, y los éxodos o estampidas. El exilio es un gran museo de “excubanos” que un día se creyeron escritores, cineastas y plásticos dentro de la Revolución y terminaron con la Revolución nada.

Todo parecía, en el plano comunicacional, marchar como entierro de esclavos, hasta que apareció el Internet, el celular, y los influencers, que si bien a veces no saben nada, hacen bastante “ruido”. Entonces el peatón de esquina, el esperador de guaguas, el turista de futuros rechaza el todo de manera ciega. El emigrado cubano no quiere oír hablar del Martí comunista y antimperialista, autor intelectual del desastre. Ni le importa quién fue el ¿Padre? Varela, ni el contrapunteo del azúcar y el tabaco porque no hay ni uno ni lo otro, sino “caldosa” y nunca ajiaco con carnes y verduras. Si a eso se le adiciona la causa eficiente, la ausencia del vasito de leche, todo el discurso anterior, doctrinal, cae en el vacío.

Esa es la situación a la cual hemos llegado. Hay suficientes motivos y razones para, a pesar de tantos odios y contradicciones, sentir orgullo por haber nacido en Cuba, como canta Albita. Sentirse y actuar cubano, donde quiera que se esté, y profese la idea política o religiosa que desee —un derecho humano—, es también un acto de resistencia, de rebeldía, de fe en que un día volveremos a ser la Casa-Cuba que tanto amaron nuestros mayores y de la que no había motivos para emigrar, a no ser por culpa de las dictaduras que tanto nos persiguen en nuestra corta historia de nación independiente.

Pero duele. Duele que haya tanta gente llegando que no quiere saber de Cuba. Sienten pena por ser cubanos. Ocultan los acentos y los gustos culinarios. Hubieran querido nacer en otro país. Tienen lástima de sí mismos porque los han lastimado sesenta años de rencores y fracasos. Y lo que es peor: van a la Isla para restregarle sus familiares la libertad que gozan, con una ‘jaba” en ocasiones prestada o a crédito.

Para reconstruir el país habrá que difundir todas las historias alternativas que han sido celosamente trastocadas, ocultadas. Levantar la autoestima de un pueblo que ha dejado de creer en sí mismo y en sus potencialidades. Revisitar la historia verdadera, porque oculto en las peores sombras siempre se descubre un aro de luz. Quizás hasta sea necesaria una amnesia temporal, un reposo de antipatías, un margen a recobrar la espiritualidad perdida, la verdaderamente martiana, esa que no es ara ni pedestal de nadie.


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