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Elecciones, Asamblea, Plebiscito

El plebiscito: nuestra más convincente arma tras el 19 de abril

El plebiscito solo forma parte sistema político cubano en la letra, como un hábil recurso para confundir y manipular a aquellos que no conocen la realidad de la Isla

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No hace mucho cierto catedrático, de eso que llaman filosofía en la Universidad Central de Las Villas, concedió una entrevista al semanario villaclareño Retaguardia. En ella el individuo sostuvo, nada menos, que si algún sistema electoral se parecía al cubano era el suizo.

El creo recordar que doctor, mas no en qué, al parecer se atrevía a afirmar tal al tomar en cuenta una institución que se aplica a medias en una etapa de nuestro proceso electoral, y que ya casi ha desaparecido en Suiza: la nominación en asambleas públicas, a mano alzada, de los candidatos a los ayuntamientos de la comunidad, y de los representantes de esta en la Federación. Lo cierto es, sin embargo, que la Landsgemeinde solo permanece en dos pequeños cantones que no reúnen ni el 1 % de la población helvética; mientras en Cuba es de aplicación nacional. Aunque aclaramos que solo para la elección de unos concejales de barrio, los delegados a las Asambleas Municipales del Poder Popular, dotados de muy poco poder dentro del híper-centralizado y vertical Estado cubano.

La otra institución que también parece haber llevado al mencionado doctor a tan aventurado, e inexacto juicio, es una que sí se aplica en Suiza con regularidad, pero que en Cuba no pasa más allá de estar en las buenas intenciones de la ley, en la teoría: el plebiscito. En el país europeo se los realiza varias veces en el año; en Cuba, donde está definido como parte importante del sistema político en vigor desde 1976, no obstante, nunca se los ha convocado en los 42 años de vigencia de la Constitución en que se sostiene ese orden.

La verdad es que en Cuba los que en realidad mandan, que hasta se las ingenian para pasar por mandatarios ante los ingenuos, demuestran un temor pánico al plebiscito. Al cual, no obstante, mantienen en la letra como parte central del sistema político cubano. En buena medida con el objetivo de permitir que inescrupulosos propagandistas del régimen cubano, como el Doctor Mirabilis de marras, hagan creer a públicos escasamente informados de la realidad cubana que aquí vivimos en una democracia directa.

Es tal el miedo de quienes mandan al plebiscito, que cuando en 1992 ingeniaron plebiscitarle a la ciudadanía, en sus municipios, una lista de delegados provinciales y otra de diputados, se tomaron el cuidado de organizar esos plebiscitos de modo que el electorado no tuviera la opción real de rechazar dichas listas. Lo cual se logra con el muy simple artificio legal de considerar voto válido solo aquel en que se vote afirmativamente por uno, por varios, o por todos los integrantes de la lista, mientras a su vez el voto contrario a la propuesta completa, o voto en blanco, pasa a considerarse no válido.

Aclaro que si en 1992 se echó mano del plebiscito, no fue porque quienes mandaban demostraran alguna preferencia por él, sino porque los legisladores designados para ello no consiguieron ingeniar un mejor mecanismo, capaz de permitir hacer, de manera creíble, lo que se pretendía: en apariencias llevar a “elecciones” populares los asientos en las asambleas provinciales, y en la Asamblea Nacional, los cuales hasta entonces se elegían por las asambleas municipales, sin participación del electorado; pero llevarlos a “elecciones” sin realmente dejar en el voto de los electores la posibilidad de decidir, y sobre todo sin verse obligados a dejar en manos de los ciudadanos el proceso de nominación de los candidatos que aparecerían en las listas. Proceso de nominación que, por otra parte, debido a los enormes números de electores ahora involucrados, no podría realizarse por el mecanismo en que se nominaba a los candidatos a delegados a las asambleas municipales: en asambleas públicas y a mano alzada.

El miedo del régimen castrista a dejar en manos de los ciudadanos la posibilidad de decidir sobre cualquier cuestión de peso, afirmativa o negativamente, se transparenta en el hecho de que la única vez en que se “consultó” al supuesto soberano, el pueblo, sobre un asunto clave: la reforma constitucional de junio de 2002 que haría irreformable la Constitución, se prefirió hacerlo mediante el uso de un subterfugio legal, y no a través de lo legislado en el Título IX de la Ley Electoral. Un recurso mediante el cual no se pediría decidir de manera secreta, al marcar sí, o no, sino apoyar públicamente, con la firma.

El subterfugio seguido fue este: como la iniciativa de las leyes, según el artículo 88 de la Constitución, compete entre otros “al Comité Nacional de la Central de Trabajadores de Cuba y a las Direcciones Nacionales de las demás organizaciones de masas y sociales”, se optó por montar un proceso de recogida de firmas por estas organizaciones. Un proceso que, aunque evidentemente partió de Fidel Castro en persona, y se realizó con el apoyo logístico total de las infraestructuras del Estado, se presentó cual si procediese de una propuesta de las direcciones nacionales mencionadas: de la CTC, los CDR, la ANAP, la FMC, la FEU, la FEEM, y como asunto que corría por entero a su cargo. Organizaciones las cuales, no debe de pasarse por alto, al menos a excepción de la CTC y la FEU, no cuentan con mecanismos democráticos, creíbles, de elección de esas dirigencias nacionales.

Una vez conseguido entre los días 15, 16 y 17 de junio el masivo apoyo en firmas para la propuesta, la misma fue presentada a la Asamblea Nacional, que sumarísimamente y por unanimidad la aprobó el 26 de junio de 2002. Con lo que se dio así por concluido el proceso de reforma constitucional.

Mediante este subterfugio se evitaron los riesgos del tan temido plebiscito. El ciudadano no tuvo la posibilidad de elegir de manera secreta entre dar su apoyo, o negárselo, a la propuesta de reforma constitucional. Por el contrario, se lo convocó como a un acto patriótico, que ningún buen cubano que mereciera vivir en Cuba dejaría de realizar. Se lo convocó a irse hasta uno de aquellos libros que amanecieron el día 15 en cada esquina del país, entre banderas e himnos patrióticos, a estampar en él y de manera pública su firma de apoyo. A aprobar con su firma, frente a sus vecinos o compañeros de trabajo, una reforma que la omnipresente propaganda oficial sostenía que, de alguna manera esotérica, iba a evitar el ya inminente ataque a nuestro país por George W Bush. Todo ello, por lo tanto, en medio de una desenfrenada atmósfera histérica, en que se presentaba a dicha reforma de manera semejante a como en EEUU de entonces a la Ley Patriótica del 26 de octubre de 2001.

De manera pública, no secreta, lo que lógicamente implicaba que el negarse a hacerlo también sería un acto público. Aun cuando usted fuera plenamente consciente de que la reforma no iba dirigida contra las travesuras de George W Bush, que por entonces amenazaba a cuanto rincón oscuro fuera de Texas y los turbios negocios de su familia hubiera en este mundo, sino contra el expresidente Jimmy Carter, a quien por esos días se le permitió acceder a los medios oficiales cubanos, y que desde allí se había atrevido a hacer una defensa de la necesidad para la sociedad cubana de considerar propuestas como el Proyecto Varela.

Un subterfugio no legal, en definitiva. Y es que la reforma propuesta giraba alrededor de la adopción de un número de cláusulas irreformables, lo cual implicaba limitación de las facultades de la Asamblea Nacional, ya que de adoptarse dichas cláusulas perdería ella su anterior facultad de reformar de manera total la Constitución. Para cuyo caso, el de adquisición o pérdida de facultades de la Asamblea a resultas de una reforma, el artículo 137 resultaba claro: “Si la reforma es total o se refiere a la integración y facultades de la Asamblea Nacional del Poder Popular… requiere, además, la ratificación por el voto favorable de la mayoría de los ciudadanos con derecho electoral, en referendo convocado por la propia Asamblea.”

O sea, que como con la reforma la Asamblea Nacional perdía facultades, no bastaba con el proceso de recogida de firmas y su posterior aprobación por la Asamblea misma. La propuesta para llegar a convertirse en reforma constitucional, legalmente adoptada, debía llevarse finalmente a referendo[i].

Ilegalidad ante la cual no cabe argüir, como en su momento Fidel Castro mismo, la falta de necesidad de convocar a ese plebiscito, en vistas del número aplastante de firmas recogidas en apoyo a la propuesta. En primer lugar, porque tal excepción de que un número suficiente de firmas anulara la necesidad de convocar a un plebiscito no estaba, ni está aún hoy en la Constitución, y porque no es el mismo proceso aquel por el cual se reunió ese asentimiento escrito, que el que en su Título IX, artículos de 162 a 170, estatuye la Ley Electoral para el mecanismo de consulta popular por el cual es legal recoger un asentimiento, o disentimiento, popular: el referendo.

Lo cierto es que el plebiscito solo forma parte sistema político cubano, en la letra, en teoría, como un hábil recurso para confundir y manipular a aquellos que no conocen la realidad de Cuba. El híper-centralizado y vertical estado cubano no consulta a la ciudadanía, al menos no de manera en que esta tenga la verdadera oportunidad de oponerse a lo que los que mandan creen debe de hacerse: si al compañero Raúl Castro, tras uno de sus frecuentes viajes en la madrugada al baño, le da por pensar que la panacea cubana es aumentar la edad de retiro, “será así y san se acabó”. Independientemente de que para mantener las formas se organice un programa de asambleas para “consultar” a los trabajadores, y de lo que estos opinen en dichas asambleas.

No obstante, el referendo está ahí, en la Constitución, en la Ley Electoral, y en las expectativas que a los “amigos de afuera” les han creado propagandistas como el catedrático de marras. El referendo está ahí, y es hoy por hoy el más importante recurso legal con que contamos los que buscamos democratizar a Cuba; sobre todo tras el incuestionable éxito de las pasadas elecciones del 11 de marzo, en que poco más de un 17 % del electorado se negó a salir a votar, y en que en La Habana el voto selectivo alcanzó a ser la cuarta parte del voto válido[ii].

Preguntémonos: ¿Si uno de cada seis cubanos con derecho al sufragio activo se atrevió a expresar públicamente su disconformidad con un sistema político en que constantemente se llama a la unidad monolítica, a la incondicionalidad al régimen, sus dirigentes y sus instituciones, qué ocurrirá cuando todos los ciudadanos tengan la ocasión de expresarse positiva, o negativamente, de manera secreta, acerca de un asusto cualquiera?; por ejemplo, acerca de las tan anunciadas y dilatadas próximas reformas a la Constitución.

Pidamos que se sometan a referendo, como corresponde legalmente, las próximas reformas constitucionales, pero no nos quedemos ahí: pidamos que se active el referendo como parte fundamental de esa supuesta democracia directa que los jerarcas del régimen y sus propagandistas sostienen es el sistema político cubano. Pidamos que se establezca como costumbre, o como ley escrita, que por lo menos dos veces al año la Asamblea Nacional deba llamar a referendo popular.

Este es un mecanismo de promoción cívica, de socialización y hasta de fiesta popular, y en todo caso no cabe que se arguya por jerarcas y propagandistas que sería demasiado molestar a la ciudadanía al ocuparle varios domingos del año. Al menos no cabe en un país en que esos mismos jerarcas y propagandistas se han dedicado, por décadas, a promover la utilización del domingo no para descansar, o hacer lo que se le venga en ganas a las familias, sino para hacer trabajo voluntario. Por demás nadie puede negar a estas alturas de nuestra experiencia colectiva que par de domingos del año, utilizados para consultar a la ciudadanía, tendrían mayor utilidad social que doce dedicados a hacer trabajo voluntario.

Nada puede juntar más voluntades alrededor de la democratización que el pedido de hacer efectivo el mecanismo plebiscitario dentro del sistema político cubano: une en un objetivo a quienes disentimos abiertamente; a quienes no se atreven a romper de manera abierta, precisamente por sostener que dentro del sistema político actual hay recursos, como el referendo, que sirven para reformarlo desde dentro; a los propios jerarcas y propagandistas del régimen, que no pueden desdecirse tan descaradamente, mucho más a posteriori del 19 de abril… Incluso pone de nuestro lado a quienes en el exterior aún se tragan discursos como los de Ricardo Alarcón de Quesada, Iroel “Risitas” Sánchez, Rosa Miriam Elizalde, Cristina Escobar, Sergio Alejandro Gómez… sobre la democracia más plena que haya visto jamás el mundo.

Obligar al régimen a someter a referendo el que la ciudadanía tenga o no el derecho a volver a ser consultada, eso al menos, es ya un paso gigantesco, sin vuelta atrás. Con ello pondríamos en manos de los cubanos de hoy la posibilidad de responder sí, o no, a una cuestión presentada por ese estado que se ha abrogado todas las atribuciones y derechos en detrimento nuestro. Algo que por última vez tuvieron la oportunidad de hacer nuestros abuelos, aquel ya remotísimo 24 de febrero de 1976. Cuando atrapados en la ola de expectativas que levantó la Institucionalización, sobre todo ilusionados con la promesa, repetida muchas veces por aquellos días, de que a partir de ese referendo ya nunca se dejaría de consultárselos sobre las cuestiones vitales del país, nuestros abuelos dieron su asentimiento a la actual Constitución de la República.


[i] Contrario a lo que muchos ahora pretenden, Fidel Castro y los legisladores que prepararon con él la reforma no tenían un pelo de bobos: sabían que no bastaba legalmente con el proceso de recogida de firmas, y que al no permitir que se convocara el plebiscito dejaban su reforma en la ilegalidad. Es por ello que en el nuevo artículo 137 de la Constitución, tras la reforma de 2002, eliminaron la referencia del primer párrafo a la facultad de la Asamblea para reformar totalmente la Constitución, pero la mantuvieron en el segundo. De este modo se admite en el primer párrafo que la Asamblea ya no tiene esa facultad que ahora le limitan las cláusulas irreformables, mientras al mantener la redacción del segundo párrafo intacta se consigue tener un recurso para redirigir, y hacer caer al lector desatento en la impresión de que nada se ha cambiado en las facultades de la Asamblea.

La realidad es que como definen las clausulas adicionadas por sí mismas, ya la Asamblea no puede reformar de manera total la Constitución, y que esa palabra total que aparece en el segundo párrafo del artículo 137 solo está allí para confundir. Así, si lo que se pretende es señalar el carácter irreformable de la Constitución, los exégetas del régimen podrán referirse al primer párrafo, pero si lo que quieran es salirle al paso a aquellos que ponen en cuestión el procedimiento para la reforma constitucional del 2002, tratarán de enfocar nuestra atención en el intacto párrafo segundo.

Recordemos que Fidel Castro puede que no asistiera mucho a clases en su facultad de derecho, pero sin dudas ha sido uno de los cubanos más inteligentes de todos los tiempos.

[ii] El voto selectivo pasó de 18,70 % del voto válido en 2013, a 19,56 % ahora. Un crecimiento considerable si consideramos que en el 2013 participó el 90,88 % de los electores, y ahora poco menos del 83 %: sin lugar a dudas muchos de los que se sumaron a las filas de los que se abstienen de votar procedían precisamente de las filas del voto selectivo.


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