Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Escuela, Maestros, Educación

En busca del maestro perdido

El desastre de Cuba ha tenido, entre otras causas, la deformación cívica e instruccional, desde los primeros años de escuela hasta la universidad

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Desde Cuba la hija de una amiga me cuenta que no tiene casi profesores. Le quedan, dice, dos para tres y cuatro asignaturas. ¿No hay ni siquiera de los llamados emergentes?, pregunto. Quién se acuerda de eso, responde. Los pocos que quedan salen de las aulas corriendo para hacer otros trabajos y llevar algo de comer a sus casas, concluye. El régimen ha anunciado un aumento salarial en el sector. Uno más. Está muy bien. Merecido. Pero como suele suceder, los mejores productos y acaso aquellos ausentes, estarán a mano con las nuevas tarjetas de depósito, habilitadas con dólares norteamericanos, la moneda del Imperio que bloquea criminalmente a Cuba (sic).

Es contradictorio que siendo la educación pública una de las perlas exhibidas por el régimen cubano, haya tenido tantos problemas por falta de personal, recursos materiales y actualizaciones de los contenidos. La primera explicación es que se trata de un sistema masivo, generalizado, y gratuito que comprende millones de personas desde los primeros grados hasta los estudios universitarios y de postgrado. Una empresa como esa necesita inversiones a la medida, sobre todo las relacionadas con el factor humano, el más importante: cientos de miles de maestros necesitan cubrir necesidades materiales y actualizaciones pedagógicas, científicas-técnicas, culturales, políticas.

El Proceso comenzó con la llamada Campaña de Alfabetización. Se dio por terminada el 22 de diciembre de 1961, y proclamó alfabetos a más de 700.000 personas en apenas unos meses. Tal heroicidad ha sido cuestionada por su efectividad real, pues no hubo manera de comprobar la veracidad de manera independiente; los textos usados, además, tenían una clara intención doctrinal, enaltecedora la Epopeya y sus nuevos lideres. Decenas de miles de brigadistas, la mayoría niños y adolescentes de las capitales provinciales se internaron en las montañas y los llanos cubanos con el peligro de ser secuestrados y asesinados en medio de una verdadera guerra civil. Mas allá de los resultados y las críticas, la Campaña de Alfabetización rompió con el marasmo de la educación pública en las zonas rurales, y permitió que millones de personas siguieran estudiando hasta hacerse profesionales cuando unos meses antes apenas podían leer una simple oración.

Es difícil valorar hoy en día la intención de nacionalizar la enseñanza, y prohibir a las iglesias y otras instituciones regentar sus propias escuelas y universidades. Lo que ahora nos puede parecer un error, un suicido pedagógico, en aquella época tuvo muchos defensores. Creían que al estandarizar los métodos y contenidos para todo el país se garantizaba un nivel de instrucción medio para todos los estudiantes; no habría unos mejor preparados que otros. Quizás el régimen tenía otra idea: formar al Hombre Nuevo. Un sujeto materialista, leal, dispuesto a cumplir cualquier tarea encomendada sin preguntarse por qué y cómo.

Muy pronto el régimen se percató de que debía ajustarse la camisa de once varas. No había suficientes maestros ni aulas para una población emergente llamada baby boomers —nacidos entre 1946 y 1964—. El éxodo de maestros, unos negados a enseñar conceptos marxistas y otros cesantes de escuelas privadas, dejó a las aulas cubanas con un déficit de profesores de casi un tercio del total. Entonces, y una vez más, se convertiría el revés en victoria.

La victoria reforzaría la originalidad del sistema: convertir los cuarteles en escuelas y traer a las ciudades las campesinas recién alfabetizadas como maestras de nuevo tipo para hombres nuevos. Se les conoció como maestras Makarenko, en honor al pedagogo estalinista que introdujo el valor del trabajo y el colectivismo en la educación. Quienes debemos las primeras letras —y los primeros pellizcos, tizas y borradores por la cabeza, y castigos crueles— a las maestras Makarenko nunca podremos olvidar su corta edad y aquellos albergues en las mansiones “abandonadas” por sus dueños en Miramar, donde también revoloteaban reclutas del Servicio Militar en busca de las mieles del olvido.

Los discípulos de los Makarenko, sin saber muy bien de tildes y esdrújulas, de haches que no suenan o no van ahí, llegaron a la adolescencia, una edad peligrosa para cualquier sociedad desde los tiempos de Código Hammurabi. Esta vez los cuarteles comenzaban a deteriorarse y no ofrecían todas las garantías de la reclusión y el amansamiento de los hormonales adolescentes. Tampoco todas las jóvenes Makarenko quisieron ir a los campos de donde habían salido unos años antes. Así que la solución volvió a ser convertir la derrota en ciernes en un triunfo demoledor: edificar cientos de escuelas en las afueras de los pueblos, en medio de la campiña. Surgieron las escuelas secundarias y los preuniversitarios en el campo. Y para maestros… ¡los mismos estudiantes! Los alumnos de grados superiores fueron “convencidos” con futuras carreras universitarias y estipendios magros para integrar el Destacamento Pedagógico Manuel Ascunce. Inolvidables aquellas maratónicas reuniones “de captación”; obtener el porciento de candidatos a educadores requeridos para satisfacer las metas del municipio y la provincia de educación.

Estos nuevos estudiantes-profesores no tiraban borradores por la cabeza ni pellizcaban por debajo de los pupitres. Dada su edad y cierta preparación sociopática, sus castigos en las becas podrían pasar a la historia de la educación en Cuba como de original marginalidad y malignidad. No participaban directamente en el escarnio. Usaban a los instructores, otros estudiantes, como mano sicaria. Estar en atención por horas, o limpiar los albergues hasta bien entrada la madrugada eran escarmientos menores por ser habituales. Lo peor no era el ensañamiento sino una falta generalizada de empatía, creerse superiores por decreto al usar un uniforme azul un poco más oscuro. Cualquier pregunta de un estudiante era un desafío, debido al nivel de impericia y la falta de conocimientos. Aun así, siempre hubo, como las maestras Makarenko, profesores-estudiantes cuya vocación de enseñar con el ejemplo los hizo hasta hoy —se acercan ya a los setenta años— dignos herederos de Luz y Caballero, y salvaron millones de almas para el bien y la verdad.

Al desaparecer el llamado campo socialista el grifo de recursos para la educación se fue secando. Por enésima ocasión, y ante la estampida de los maestros a otras áreas en busca de mejores salarios y condiciones, surge el siempre y socorrido reencuadre: los maestros emergentes. Debido a la escasez de recursos, no había borradores ni tizas. Tampoco sicarios disponibles. Se bastaban ellos mismos para imponer la disciplina por los métodos que en cuarenta años de Involución habían aprendido en las madrazas del Hombre Nuevo: la violencia física y las palabras obscenas.

Y así hemos llegado al punto de partida. Tenemos un país repleto de analfabetos funcionales, no que no sepan dónde va o no la hache, si no que al hablar parece que han aprendido otro idioma, ininteligible. Sus conocimientos de historia y geografía son catequesis aprendidas donde lo único valioso ha sido la Involución, y los detalles geográficos son aquellos renombrados con la Epopeya —Granma siempre será un barco que quiere decir abuela en inglés.

Pues me cuentan que en Cuba no alcanzan los maestros, ni Makarenko, del Destacamento, o emergentes. Por supuesto, tampoco recursos como libretas suficientes, lápices, útiles de laboratorio, computadoras. Los estudiantes de hoy están obligados a contratar tutores, quizás ex Makarenkos o veteranos ex profesores del Destacamento. Mientras, los contenidos de las materias siguen estando desfasados, para no decir teñidos de una gruesa capa ideológica. No pueden educar porque una cosa dice el libro de texto y el maestro —esconde la risa y el bochorno de sus alumnos— y otra la calle, tan pronto cruza el portón de la escuela. No formaran hombres y mujeres capaces de lidiar con la complejidad del mundo actual, 98 % compuesto por sociedades de mercado, de economía capitalista. Cuba “es todo lo que hay”. Cuba y el sociolismo tropical son el Alfa y el Omega del Universo.

Casi todo el desastre económico y social de la Isla ha tenido, entre otras causas eficientes, la deformación cívica e instruccional desde los primeros años de escuela hasta la universidad. La educación es un asunto muy serio para encargárselo a una ideología política. Una ideología como la comunista, cerrada, excluyente, y fracasada en los cuatro puntos cardinales, solo puede engendrar seres humanos elitistas, soberbios, y, sobre todo, ineficaces.

Ciertos profesores han perdido la motivación para enseñar. No poseen, siquiera, la estima de sus educandos pues los perciben como parte del sistema doctrinario, no como lo que deberían ser, educadores para la libertad de pensar y hacer con responsabilidad. Al perder el amor por el aula y los pupitres, algunos han hecho de la escuela y los estudiantes un medio, no el fin de sus vidas. Marcel Proust diría que “los días pueden ser iguales para un reloj, pero no para un hombre”. Por suerte, y suelo ser muy optimista en esto, todavía quedan muchos maestros que no miran la hora cuando están en un aula frente a sus alumnos.


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