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La Habana, Exilio, Nostalgia

Hablando de nostalgia

La Habana destruida por el ego y la ideología de un hombre

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En Comala comprendí
Que al lugar donde has sido feliz
No debieras tratar de volver…
Joaquín Sabina

I

Compré una máquina de revelar fotografías en el año 1985. Para aprender a usarla, mi amigo Manolo y yo íbamos a La Habana Vieja y Centro Habana los domingos bien temprano y hacíamos fotos que después revelábamos en mi cuarto oscuro. Una de esas mañanas, en La Habana Vieja, mi tocayo me dijo: las generaciones futuras pensarán que Fidel bombardeó La Habana.

Es que ya en aquel entonces esos barrios parecían zonas de guerra. Incluso, por aquella época, la orquesta Los Van Van popularizó una canción cuyo estribillo decía: “Que va, que va, que La Habana no aguanta más…”. Se equivocaron porque es evidente que La Habana tiene un aguante descomunal. Justo cuando uno piensa que ya, que la ciudad no da para más, más desgaste le cae encima, desgaste que sobrevive.

Por cierto, considero que La Habana sobrevive gracias a que fue bien construida y con materiales de mucha calidad antes de 1959.

Caminé mucho por toda La Habana haciendo fotografías. La conocí muy bien. Vi lo bueno, lo malo y lo peor. Fue precisamente viendo lo que vi que me dije: hay que irse de este país lo más rápido posible.

Durante muchos años guardé recuerdos muy lindos de La Habana, la ciudad donde nací y viví mi niñez, adolescencia y juventud. Esa ciudad no existe, ni siquiera en mi memoria. Incluso, hice miles de fotografías de La Habana, pero no pude sacar ni una cuando me fui de Cuba.

II

Los versos de Sabina que cito arriba son parte de su canción Peces de Ciudad, del álbum Dímelo en la calle (Ariola Records, 2002). Y Comala es el pueblo que el gran escritor Juan Rulfo creó para su novela Pedro Páramo (Cátedra Letras Hispánicas, 2007). Pero tengo grabada una versión en vivo de Peces de Ciudad, donde Sabina dice:

“En La Habana comprendí
Que al lugar donde has sido feliz
No debieras tratar de volver…”

No sé si la versión en vivo antecede a la publicada en el disco, o viceversa. En todo caso, ambas advierten lo mismo: regresar a dónde fuiste feliz podría matar la nostalgia que sientes por esa felicidad.

Eso fue lo que sentí cuando recorrí La Habana por primera vez en veinte años. Mi tocayo me llevó en su almendrón por la zona del puerto habanero, Centro Habana, Lawton, La Víbora, Santo Suarez, Luyanó, Reparto Obrero, San Miguel del Padrón, Guanabacoa y El Cotorro. Lo que vi en esos barrios mató mi nostalgia por La Habana.

Vi cuarterías, derrumbes y cientos de miles de casas y edificios apuntalados, a punto de colapsar o colapsando ya. Vi fachadas despintadas y churrosas y ventanas sin cristales, cubiertas con cartón y cartón-tabla en el mejor de los casos. Vi demasiadas rejas en puertas y ventanas, en un país que alardea de tener bajos índices de criminalidad.

No es casual que de los familiares y amigos que me quedaban en Cuba, solo uno no tenía rejas en las puertas y ventanas de su casa: lo mataron a puñaladas en plena madrugada, dentro de su propia casa, para robarle. Eso sucedió en marzo de 2009.

Los únicos grafitis que vi fueron los de la propaganda política gubernamental. Horribles, por cierto. ¡Increíble el mal gusto que ese gobierno tiene!

Me quedó claro que el gobierno cubano decidió reparar y dar mantenimiento solamente a las avenidas principales, donde el tráfico es abundante. En las calles secundarias y adyacentes de barrio adentro, donde una vez hubo pavimento ahora había terraplenes llenos de baches, algunos anchos y profundos como cráteres lunares. La hierba creció abundante en muchos de esos baches, de manera que los choferes no podían verlos. Los dueños de automóviles no se atrevían a transitar por esas calles por miedo a quedar atrapados en uno de esos huecos. Y como esas calles no tenían tráfico, las personas, perros y gatos caminaban por el medio de la calle.

Vi manadas de perros tras las perras. Los vi fornicando en plena calle.

Era común ver las aguas de albañales fluyendo por las calles o acumulándose en los baches. Vi excrementos de perros y seres humanos en aceras y calles, por lo que se respiraba una fetidez espantosa.

La basura era amontonada más allá de las aceras y canteros. La gente la arrojaba sin bolsas plásticas ni de ningún tipo, y con tanto sol y calor que hace en Cuba, toda esa inmundicia se descomponía en cuestión de horas. Es cierto que había un tanque de basura cada una o dos cuadras, pero se llenaban rápidamente y el gobierno demoraba semanas para recogerla.

Alrededor de esas montañas de basura vi ratas y ratones, cucarachas, moscas guasasas, perros y gatos dándose banquetes en paz y concordia. Ellos no peleaban y nadie los azoraba. Sin embargo, muy distinto fue lo que vi en las bodegas y puestos de viandas, donde la falta de higiene era monumental. Allí vi largas colas y molotes de hombres sin camisa y mujeres en baja y chupa, muchas en bata de casa y chancletas, algunas sin ajustadores. Sudorosos, se empujaban unos a los otros y gritaban como compitiendo a ver quién lo hacía más y más alto.

En la barriada de Lawton, me paré frente a la casa donde nací y viví hasta que me fui de Cuba. El portal ya no existía, y en vez de mi casa encontré una cuartería apuntalada. Como veinte personas vivían allí.

No conocía a nadie en la calle donde viví. Supongo que algunos se marcharon del país, otros se mudaron, y otros murieron.

Visité las escuelas donde cursé la primaria y secundaria. Ya no estaban. Eran basureros.

El preuniversitario Raúl Cepero Bonilla, donde pasé los años más lindos de mi vida, todavía estaba allí, pero como monumento al abandono.

Pasé por el cine San Francisco en la calle de mismo nombre, en Lawton. En ese cine yo había visto a una mujer desnuda por primera vez. Fue en una película española cuyo nombre no recuerdo. El cine estaba ahí, sin uso alguno, como un viejo decrepito esperando por la muerte.

Fui al parque Butaris, al doblar de mi casa, donde de niño jugué pelota y bolas y monté columpio y cachumbambé. En ese parque, sentado en el banco donde besé en la boca a una mujer por vez primera, recordé los versos de Joaquín Sabina y comprendí que a La Habana nunca debí volver. Además, considero una ironía que ese parque esté situado en las calles Milagro y Porvenir, porque solo un gran milagro salvaría el porvenir de ese jugar.

Me fui de Cuba en el año 1991 y no regresé hasta el 2011. La desilusión fue tan áspera que recordé el palmacristi que, siendo yo un niño, mi abuela me hacía beber para curarme el catarro. Ojo: ese palmacristi era tan malo que mi abuela lo utilizaba para castigarme. “Te doy palmacristi si no te comes toda la comida”, me decía mi abuela.

No regresé más a Cuba hasta marzo de 2022. Esta vez mi tocayo me llevó al Hotel Kempinski. Está bellísimo, la verdad. Pero fuimos directo a la piscina en la azotea para ver La Habana desde allí. Lo que vimos mi tocayo y yo fue horroroso. Describirlo aquí seria pura redundancia.

Mientras esperábamos por las cervezas que habíamos pedido, murmurando le dije a mi tocayo: Las generaciones futuras sabrán que Fidel y su socialismo destruyeron esta ciudad.

La mesera, una jovencita muy bonita ella, trajo las cervezas. Derramó la mía sobre la mesa y mis piernas. No pidió disculpa. No limpió la mesa. Tuve que darle propina porque estaba incluida en la factura.

De contra, las cervezas de la Cuba de hoy son demasiado dulces.


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