Biografía, Payá, Enmienda Platt
La Enmienda Platt ante la historia de Cuba: confrontando al antimperialismo doctrinario
A propósito de la biografía de Oswaldo Payá por David E. Hoffman
Adelantándonos a la esperada traducción al español de Give me Liberty, The true Story of Oswaldo Payá and his daring quest for a free Cuba, Simon & Schuster 2022, repasamos las 143 páginas iniciales, recuento de la corta vida republicana en Cuba (1902 a 1959), preámbulo necesario para comprender la llegada al poder de Fidel Castro y las posteriores motivaciones del emblemático opositor a la dictadura más larga en la historia de Occidente.
Payá recibió en 2002 el premio Sajárov del Parlamento Europeo, encontrando la muerte una década después en oscuras circunstancias que el gobierno sucesivo de los dos hermanos Castro se ha negado a esclarecer.
El texto introductorio resulta un buen ejemplo de cómo es apreciada hoy la historia de Cuba, en particular de sus relaciones con Estados Unidos, vista desde el norte con la honestidad intelectual de un reconocido periodista.
Tal parece que muchos estadounidenses virtuosos sienten algo de culpa al abordar el asunto, por tanto, es necesario comentar el tema sin prejuicios, a la luz de los hechos.
Al comenzar, leemos sobre la controvertida Enmienda Platt, aprobada en el capitolio de Washington como parte de la Ley de Asignaciones al Ejército de 1901, impuesta a la Asamblea de 31 cubanos que en abril de ese año redactaban la carta magna de la república en ciernes.
Tratándose de la soberanía de una nación, el texto era inaceptable, porque de entre seis lacónicos artículos, el tercero decía que: “Estados Unidos puedan ejercitar el derecho de intervenir para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un gobierno adecuado para la protección de vidas, propiedad y libertad individual”.
De paso, se obligaba al naciente Estado a ceder hasta cuatro puntos de su territorio con el objeto de establecer bases navales norteamericanas y, agregando presión a su declarado dominio sobre el país que es, geográfica e históricamente un archipiélago, la posesión de la Isla de Pinos, parte del territorio nacional, estaría sujeta a discusión futura por tratado.
Recordemos que, al firmarse el Tratado de París, en diciembre de 1898, la rendición de España ante EEUU determinó para Cuba la ocupación militar de su territorio por el ejército del país vencedor. Simple y llanamente, Leonard Wood, gobernador designado, les dijo a los constituyentes que las tropas interventoras no abandonarían el país si el apéndice votado en Washington no era incluido en la constitución.
Hoffman cita dos cartas de Wood a dos figuras claves de su gobierno, el secretario de Guerra, Elihu Root y el presidente Theodore Roosevelt. Al primero le dice: “Estos hombres son todos sinvergüenzas y aventureros políticos cuyo objetivo es saquear la isla”. Médico de cabecera de dos presidentes anteriores al momento de ser enviado a Cuba, le escribe al mandatario del momento: “La gente aquí, Sr. Presidente, sabe que no están listos para el autogobierno”.
Digamos que esa era la opinión del influyente Wood, pero no necesariamente la de sus interlocutores más poderosos que él. Si mal había un sector imperialista, insuflado por la reciente victoria ante una potencia europea en pleno declive, otros políticos eran pragmáticos y hasta los había claramente simpatizantes del pueblo cubano.
Roosevelt combatió junto a sus Rough Riders en la enconada batalla de la Loma de San Juan, Santiago de Cuba, donde centenares de cubanos, integrados en el ejército libertador, los llamados mambises, junto a los estadounidenses, derrotaron al tenaz defensor ibérico.
Los patriotas de la Isla estaban organizados militarmente a lo largo de su país, su número rondaba 5 mil efectivos, con experimentados jefes, capaces de hazañas como la invasión de oriente a occidente entre 1895-1896, comparada en la prensa de Nueva York con la marcha de Sherman durante la guerra civil.
La vocación civilista democrática de los rebeldes anticolonialistas era de larga data, apenas iniciada la primera contienda en 1868, se creó una república con poderes civiles dominantes sobre el ejército insurrecto. Cuba no era Puerto Rico o Las Filipinas, ganadas igualmente durante esta breve guerra contra la corona de Madrid, tal realidad influyó notablemente en las relaciones entre ambos países.
De paso, no olvidar que anterior a la enmienda imperialista del influyente senador por Connecticut, estaba una Joint Resolution, votada en el mismo cónclave donde oficiaba Platt, con la significativa afirmación de que “El pueblo de Cuba es, y de derecho, debe ser libre e independiente”.
El autor de la biografía de Payá se extiende con Wood, refiriendo otra carta al célebre hombre del Big Stick, fechada en 28 de octubre de 1901: “Por supuesto, que a Cuba se le ha dejado poca o ninguna independencia con la Enmienda Platt y lo único indicado ahora es buscar la anexión.”
Reproducimos otros párrafos de la misiva en cuestión porque el texto indica otros propósitos, además del anexionista:
“…creo que no hay un gobierno europeo que la considere por un momento otra cosa sino lo que es, una verdadera dependencia de los Estados Unidos, y como tal es acreedora de nuestra consideración. Con el control que sin duda pronto se convertirá en posesión, en breve prácticamente controlaremos el comercio de azúcar en el mundo. La isla se norteamericanizará gradualmente y, a su debido tiempo, contaremos con una de las más ricas y deseables posesiones que haya en el mundo…”
El desprecio, la subestimación del gobernador hacia los cubanos es indignante, razón que le induce al error, valorando inadecuadamente la realidad, algo que, reitero, no hicieron sus superiores en la Casa Blanca.
De momento, subrayamos que, para la potencia americana emergente era lógico reafirmar su espacio propio frente a otros imperialismos y esta decisión no ha de confundirse con la intención anexionista tan manifiesta en el afamado médico militar.
De imperialismos y como consecuencia, el antimperialismo, es bueno recordar una verdad sencilla: la confrontación se remonta a los orígenes de la civilización, está presente en todas partes y épocas hasta hoy, y por lo vivido, así será en las próximas décadas. Centrar esta confrontación en Estados Unidos es una visión perturbadora, una evidente manipulación política con propósitos espurios.
La manifestación más clara de lo que acabamos de decir, de importancia capital para entender la historia de Cuba, es el antimperialismo doctrinario, cuya génesis está en Lenin, autor del célebre opúsculo titulado El Imperialismo, fase superior del capitalismo, publicado en Rusia en 1917, semanas después de bajarse del tren inmortalizado en la literatura por Stefan Zweig.
Lenin, una vez en el poder, creó la III Internacional, encargada de difundir el nuevo antimperialismo, cuyo enfoque latinoamericano apuntaría hacia Estados Unidos. Al paso del tiempo, los comunistas se han encargado de borrar los demás imperios, sobre todo los creados por ellos mismos, mencionando a uno solo, Estados Unidos. Europa imperial, sacándose de encima tan inoportuno estigma de su propia historia, ha sido cómplice, junto a otras potencias, en esta peculiar maniobra política planetaria.
Regresando a Cuba, tuvimos antes que el líder bolchevique preclaros antimperialistas nada doctrinarios, porque no afirmaban como Vladimir Ilich el fin inexorable del capitalismo junto a la obligada dictadura del proletariado, menciono a los tres líderes principales de lo que se llamó “La Revolución de Independencia”, según palabras de dos de ellos: José Martí y Máximo Gómez.
La frase y concepto alude al “Manifiesto de Montecristi”, de elaboración martiana, firmado por el fundador de nuestra nación, junto a quien fuera, y por elección de sus soldados, no por designación o auto proclama, General en Jefe del Ejército Libertador de Cuba, Máximo Gómez, un dominicano quien acompañó y firmó junto a Martí el citado documento, de hecho, la segunda declaración de independencia cubana, el 25 de abril de 1895 en la pequeña villa homónima de su país natal.
En el documento, Martí y Gómez afirman: “…Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo…”.
Era un anticipo glorioso del papel político internacional que el pensamiento martiano asignaba a la nación que pretendía fundar al iniciar una nueva etapa de guerra contra España. He afirmado intencionalmente Martí y Gómez porque nuestra historiografía atribuye el pensamiento de este documento trascendental al gran intelectual cubano, menospreciando a su amigo, compañero de armas, el General Gómez, como si el dominicano fuera un iletrado, firmante de documentos que no entendía o no compartiera las ideas que refrendaba.
Gómez fue también antimperialista, aunque mantuviera la firme decisión de no ser protagonista en la política doméstica una vez instaurada la república. De entre muchos, recuerdo el testimonio de Orestes Ferrara, quien llegara a presidente de la Cámara de Representantes, el cual menciona en sus memorias la opinión del militar dominicano al comentar sobre la ocupación yanqui: “Estaré agradecido de los americanos sólo cuando cumplan su promesa, y si la cumplen con decencia, sin agraviar al cubano. De lo contrario, seré un enemigo de ellos como lo he sido de los españoles”.
Nos resta Antonio Maceo, segundo al mando del ejército libertador, de piel negra, nacido libre en los campos de Cuba, quien dejó claras manifestaciones de rechazo a la posible anexión de su país a Estados Unidos.
Si hemos de agregar otro argumento, reconforta saber que aún a pesar de la clara advertencia de Míster Wood, la Enmienda Platt fue aprobada por la Asamblea Constituyente con 16 votos a favor y 11 en contra, de los 31 posibles.
La República llegó, al fin, el 20 de mayo de 1902, con Tomás Estrada Palma de primer presidente. Hablamos de un maestro de escuela, quien había sido uno de los sucesivos presidentes de la república en armas, también prisionero de los españoles, exiliado en EEUU donde adquirió la ciudadanía, creando una prestigiosa escuela privada en Central Valley, cerca de Nueva York.
José Martí lo había rescatado para su nuevo proyecto independentista, al fundar, también exiliado, el Partido Revolucionario Cubano, del cual fuera Estrada Palma Delegado, electo sustituto del apóstol de nuestra independencia al marchar este último junto a Máximo Gómez a los campos de la patria avasallada.
Nacía la República con himno, bandera, escudo, presidente, dos cámaras legislativas y demás atributos al buen estilo norteamericano, incluyendo el sufragio universal para varones, sin distinciones legales, fueros u otras formas de discriminación que vergonzosamente prevalecían en buena parte del país vecino, de cuyo protectorado no podía escapar, asegurado bajo enmienda constitucional.
Muy pronto se pondrían a prueba tales libertades y sus limitaciones.
El exprofesor de Central Valley gobernó cuatro años con reconocida honestidad administrativa, dejando un superávit de casi 20 millones de dólares a la hacienda pública. Decidió que no hacía falta un ejército nacional, mejor era una tropa de maestros. La peyorativa y absolutista afirmación de Leonard Wood sobre los cubanos quedaba así desmentida, pero hubo sus peros y de muy mala manera.
Llegadas las nuevas elecciones, Don Tomás decidió que debía reelegirse incondicionalmente, creando para ello lo que llamó el “gabinete de combate”. Hubo fraude electoral ante la evidente victoria de sus opositores liberales, los cuales se alzaron en armas, fresca todavía la belicosidad contra el autoritarismo que habían combatido los cubanos durante décadas de enfrentamientos con la corona española.
El primer presidente se mantuvo en sus trece, negándose a un acuerdo con la oposición. Ante la posibilidad real de perder el poder, paradoja de nuestra historia, no serían los americanos imperialistas quienes invocarían el artículo tercero de la consabida enmienda, lo invocó directa y personalmente Tomás Estrada Palma.
Es notorio que Teddy Roosevelt le escribió a su homólogo cubano:
“Bajo su Gobierno, y durante cuatro años, ha sido Cuba república independiente. Yo le exhorto, en bien de su propia fama de justo, a que no se conduzca de tal suerte que la responsabilidad por la muerte de la república, si tal cosa sucediere, pueda ser arrojada sobre su nombre. Le suplico proceda de manera tal que aparezca que usted, por lo menos, se ha sacrificado por su país y que lo deja aún libre cuando abandone su cargo”.
El Icónico presidente representado en los libros de historia comunista con un garrote al hombro, termina su carta así:
“Mando, al efecto, a La Habana, al Secretario de la Guerra Mr. Taft y al subsecretario de Estado Mr. Bacon, como representantes especiales de mi gobierno, para que presten la cooperación que sea posible a la consecución de evitar la intervención”.
El 28 de septiembre de 1906 Estrada Palma renunció, acompañado de su consejo de ministros, a sabiendas de la presencia en La Habana de la alta representación gubernamental norteamericana cuya única opción fue asumir provisionalmente el poder de acuerdo a las obligaciones derivadas de la controversial enmienda que había invocado el mandatario cubano.
De momento Taft gobernaba a Cuba, designando al abogado Charles Magoon para el cargo, con la expresa misión de ejecutar un censo minucioso de población, leyes complementarias imprescindibles para la administración interna, hasta entonces postergadas y, celebrar próximas elecciones.
Todas las facciones aceptaron de buena gana la intervención, que, entre otros detalles, mantuvo flotando el pabellón cubano, evitando herir la sensibilidad patriótica nativa de ver nuevamente flotando en los espacios públicos la bandera de las muchas estrellas. Excepto el gobernador Magoon y algún que otro consejero, los cargos gubernamentales fueron ejercidos por cubanos.
Una vez terminado el censo en 1907, al año siguiente hubo elecciones, desde las municipales hasta las presidenciales, ganando ampliamente el Partido Liberal, que elevó a la presidencia al general de la guerra de independencia José Miguel Gómez. Es bueno recalcar que aún no había un ejército nacional, el cual comenzó a crear este nuevo presidente al asumir su mandato un año después.
Detalles importantes fueron la presencia de representantes a la cámara y senadores negros, parte de la promoción alentada por los liberales, inclusive, el gobernador norteamericano legalizó un partido político nuevo, conocido bajo el nombre de Independientes de Color (PIC), cuya ejecutoria nos lleva a un nefasto momento de la historia republicana igualmente vinculado a la Enmienda Platt.
Los Independientes de Color proclamaban el justo derecho a la abolición de toda forma de discriminación racial, práctica evidente y extendida en la sociedad, aunque fuera constitucionalmente ilegal. Negros y mestizos en general estaban en clara desventaja, escasa representación de acuerdo a su proporción poblacional, herencia de un país que fuera esclavista hasta solo 15 años antes de su independencia.
José Martí, antimperialista nada doctrinario, profundo humanista y demócrata, había advertido el problema, al escribir las Bases del Partido Revolucionario Cubano, creado en el exilio de Tampa y Cayo Hueso. Era muy preciso al respecto el artículo cuarto:
“El Partido Revolucionario Cubano no se propone perpetuar en la República Cubana, con formas nuevas o con alteraciones más aparentes que esenciales, el espíritu autoritario y la composición burocrática de la colonia, sino fundar en el ejercicio franco y cordial de las capacidades legitimas del hombre, un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud”.
Sin embargo, lo contradictorio era que los líderes del PIC apelaban a la exclusividad racial al crear su agrupación política, lo que generó una repulsa generalizada, cuyo clímax sería una ley aprobada por iniciativa de un representante a la Cámara de piel oscura, el culto periodista Manuel Morúa, declarando fuera de la ley cualquier agrupación política promotora de la exclusividad étnica, racial o de otro tipo.
La guerra por la independencia había juntado en los campos de batalla contra el colonialismo a los cubanos sin distinciones raciales, pese a los prejuicios indudables e inevitables, hubo generales negros, algunos redactores de la constitución también y ya se ha dicho, el congreso contaba con miembros de esa coloración de la piel.
En 1912, un periódico muy influyente, El Veterano, editado por los excombatientes libertadores, publicó un titular elocuente y lapidario para los independientes de color:
“Ni blancos ni negros, solo cubanos”.
Pero los dirigentes del PIC, algunos de ellos prestigiosos veteranos, se mantuvieron en sus posiciones, llegando a un extremo que pudiéramos calificar de inmadurez política: se fueron a Washington, recordando que durante la recién concluida intervención les habían legalizado, solicitando ante el Secretario de Estado Knox, interceder a su favor presionando al gobierno de la Isla. El colmo fue escribirle una carta con similares objetivos al presidente Taft, quien nada hizo por apoyarlos, dejando el asunto en manos cubanas.
Viendo que no prosperaban sus aspiraciones, los dirigentes del PIC amenazaron con irse a las armas, presentando un ultimátum a José Miguel Gómez, empeñado entre otras tareas, en la creación del ejército nacional.
El 20 de mayo de 1912 estalló la insurrección al tomar los rebeldes armados la pequeña ciudad de La Maya, en el oriente. El fantasma de la intervención rondaba porque los alzados estaban exigiendo contribuciones a varios propietarios agrícolas, entre ellos azucareros, y el nuevo gobernante decidió estrenar sus recién creadas tropas.
Otra vez eran los mismos cubanos quiénes acudían a la Casa Blanca para que mediara en sus conflictos internos. Lo peor fue que la pretendida insurrección no pasó de unas decenas de belicosos insurrectos, sin embargo, la respuesta, cargada por los prejuicios raciales, sería atroz: los cronistas calculan los muertos por centenares, algunas fuentes hablan de hasta 3 mil negros y mestizos ultimados en los campos.
Fue una matanza indiscriminada, sin justificación plausible, que manchó el gobierno de José Miguel Gómez, cuyo balance era positivo en varias esferas de la vida nacional.
Repasando el articulado de la Enmienda Platt, debemos abordar otros aspectos de su real incidencia sobre nuestro país.
El acápite sobre las bases navales quedó finalmente en una sola locación de las cuatro previstas, la conocida Base de Guantánamo. La existencia de tal instalación jamás fue cuestionada por gobierno cubano alguno hasta la llegada de Fidel Castro, a pesar de que la Enmienda fue oficialmente derogada en 1934.
No existe una justificación real para decir que se trata de un asunto imposible, los Estados Unidos han negociado, y renunciado, a instalaciones militares de mucho mayor valor que la preterida, casi inoperante base guantanamera, inclusive frente a gobiernos antimperialistas amigos de Castro. Basta citar el canal de Panamá. Sencillamente, se ha interpuesto el antimperialismo doctrinario, patológicamente antinorteamericano, del intransigente barbudo verde olivo.
Nos resta el peculiar caso de la Isla de Pinos, un territorio al sur de la Isla mayor de Cuba, nada desdeñable con sus 2.200 km2 de extensión. Geográficamente es parte de la plataforma insular cubana e históricamente fue dependencia española de La Habana desde la temprana colonización de Cuba.
El artículo plasmado en el apéndice plattista seguía las pautas del Tratado de París, en la práctica, nada cambió porque jamás Washington ejerció su autoridad sobre el territorio y sus habitantes, que en aquella época llegaron a unos 3.000. Desde 1901 y sucesivamente, las autoridades municipales de administración, justicia, policía y militares, fueron siempre cubanas.
En la capital, al firmarse entre Cuba y EEUU un tratado permanente de relaciones, formalizando lo escrito en la Enmienda Platt, se pasó a negociar el asunto de las bases navales, acordándose de inmediato y paralelo, un segundo tratado por el cual el gobierno norteamericano renunciaba a todo derecho de soberanía sobre la Isla de Pinos.
Era el año 1903 y al siguiente, 1904, los plenipotenciarios John Hay por la parte gringa y Gonzalo de Quesada por la criolla, formalizaron lo antes acordado en el llamado Tratado Hay-Quesada sobre Isla de Pinos. Inmediatamente el senado cubano lo ratificó, el del vecino norteño tardó hasta 1925 en hacerlo, dando vientos a la creciente bandera antimperialista dentro del archipiélago caribeño.
El limbo legal creado por la demora estadounidense en ratificar lo que era un hecho y un derecho, alimentó la inmigración de colonos norteamericanos, ante la creencia, fomentada por inescrupulosos especuladores de tierras (real states), de que la ínsula sureña era o muy pronto sería territorio norteamericano.
En 1905, un centenar de colonos yanquis se reunieron en Nueva Gerona, capital pinera, solicitando a la Casa Blanca la intervención a su favor. La respuesta de Elihu Root los dejó sin aliento. Copio fragmentos de la carta enviada al presidente de la asociación de colonos por quien era entonces Secretario de Guerra y Estado:
“La Isla de Pinos se halla legalmente sujeta a la jurisdicción y Gobierno de la República de Cuba, y usted y sus asociados están obligados a obedecer las leyes del país en tanto permanezcan en la Isla. El Tratado que se halla actualmente pendiente ante el Senado, si se aprueba por ese Cuerpo, renunciará a todo derecho de parte de los Estados Unidos a la Isla de Pinos. El Tratado únicamente concede a Cuba lo que es suyo, de acuerdo con el derecho internacional y la justicia”. (Elihu Root, 27 de noviembre de 1905)
Pasaron dos años y, insistiendo en sus pretensiones, uno de los colonos de mayor preminencia, Míster Samuel H. Pearcy, estableció una demanda contra la aduana de Nueva York, reclamando el derecho a no pagar aranceles de importación para tabacos fabricados en la Isla de Pinos, por considerarlos hechos en territorio legalmente de EEUU.
El pleito Pearcy Vs. Stranahan, concluyó con una sentencia definitoria del Tribunal Supremo declarando que: “el gobierno cubano ejerce legítimamente la soberanía sobre la Isla de Pinos” y que “este gobierno [de Estados Unidos] nunca ha tomado, ni ha intentado tomar, esa posesión de hecho y de derecho que es esencial para hacerla nacional”.
En fin, dos de los tres poderes constitutivos de la nación dejaban sin efecto el consabido artículo de la Enmienda Platt, que en la cotidianeidad, carecía de valor alguno.
Finalmente, el 13 de marzo de 1925 fue ratificado el tratado por los senadores de Washington. En La Habana un joven líder comunista, abiertamente afiliado a la III internacional, convocó a una reunión pública, argumentando que los cubanos nada debíamos agradecerle a los Estados Unidos por el gesto.
Su argumento principal, escrito en octavillas, era el siguiente:
“El darnos a Isla de Pinos es un acto natural, siempre fue nuestra”.
Hasta aquí, repetía lo dicho por Elihu Root a sus compatriotas cuando le reclamaron el supuesto derecho sobre la Isla 20 años atrás, sin embargo, Mella agregaba la cantaleta doctrinaria, inflamada por el apéndice constitucional vigente:
“Isla de Pinos es de Cuba pero Cuba no es libre. Los capitalistas yanquis poseen la tierra, las industrias, esclavizando al pueblo; y el gobierno de Washington, con la Enmienda Platt y con el abuso de la fuerza tiene convertida a la Isla en una colonia. Estudiantes, gritemos: ¡abajo el imperialismo yanqui!”.
La Enmienda Platt fue finalmente derogada, por inoperante, y contraproducente además, de acuerdo a la nueva política de otro presidente de apellido Roosevelt, Franklin, el 29 de mayo de 1934.
La segunda parte de este ensayo abordará, rememorando la imprescindible presencia de Oswaldo Payá, otra enmienda a las constituciones cubanas, cuya resonancia para la libertad es mucho mayor, está vigente y coacciona hasta con la pena de muerte las acciones por restablecer la democracia en Cuba.
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