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Iglesia Católica, Benedicto XVI

¿La Iglesia y el Estado o la Iglesia del Estado?

La visita de Benedicto XVI es el gesto con el cual el Vaticano ofrece de facto el visto bueno a todo un proceso en que Iglesia y Estado tienen mucho en común y en juego

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En la madrugada del viernes 16 de marzo pasado, agentes de la policía penetraron en la parroquia Nuestra señora de la Caridad, ubicada en Centro Habana. A solicitud de las autoridades eclesiásticas, desalojaron a un grupo de opositores políticos pertenecientes al PRC (Partido Republicano Cubano) que desde el martes 13 ocupaban pacíficamente el recinto. Semejante situación se repitió en otras iglesias ubicadas en capitales de provincias (Pinar del Río, Las Tunas, Santiago de Cuba y Holguín). En esta última, monseñor Emilio Aranguren, obispo de la diócesis local, actuó contra los ocupantes en un modo inusualmente represivo.

Mientras tanto, las opiniones con respecto a estos sucesos eran de diverso signo en el seno de la oposición política interna. Es lógico, si se toman en cuenta las difíciles circunstancias en las cuales se desenvuelve ésta y la negación de las autoridades cubanas a un diálogo que implique una verdadera apertura política. La Iglesia ha adoptado con respecto a la disidencia un papel selectivo aunque conciliador. Por su parte, el Gobierno ha “concedido” a las autoridades eclesiásticas determinadas prerrogativas que parecen ser una especie de “patrón de pruebas”, tales como las autorizaciones para peregrinaciones en el marco de determinadas festividades populares o la posibilidad de acceder de forma coyuntural a los medios de difusión masiva.

Sin embargo, la jerarquía de la Iglesia Católica en Cuba hace tiempo que tiene bien definida su línea de acción, las estrategias para implementarla y quiénes serán sus aliados. La visita del Papa Benedicto XVI a la Isla, es el gesto con el cual el Vaticano ofrece de facto el visto bueno a todo un proceso en el cual Iglesia y Estado tienen mucho en común y en juego. Para asegurarse de que este transcurra sin tropiezos, tanto la una como el otro han abonado el terreno y la visita del Sumo Pontífice es solamente otro paso y no menos importante.

El diálogo de las autoridades eclesiásticas cubanas con la dictadura el año pasado, y su derivación en la liberación de la mayoría de los presos de la denominada “primavera negra” de 2003, fue el golpe de efecto más visible de ese proceso. Proceso que no es nuevo y realmente comenzó poco después de aquella célebre y polémica declaración de los obispos de la isla denominada “El amor todo lo espera” en 1993. El impacto de esa declaración no pasó inadvertido y en cierta medida colocó a la Iglesia en la mira de los gobernantes cubanos, en un modo muy diferente a como había ocurrido tres décadas atrás.

En 1996 Fidel Castro visitó la sede del Vaticano e hizo pública la invitación de las autoridades cubanas al entonces Sumo Pontífice, Juan Pablo II, para que visitara la Isla. Esta visita se concretó en 1998.

Sin embargo, el paisaje político y económico del país no es el mismo de entonces. Los procesos de reconfiguración de la sociedad cubana que en aquel momento estaban en ciernes, hoy son más palpables. Hay una nueva burguesía cubana, que de “nueva”, dicho sea de paso, no tiene sino el canje de signo que implica el cambio de monarquía política a eventual clase VIP en el actual escenario económico local. Por otra parte, a la vera de la introducción de mecanismos de la economía de mercado, se profundizan las diferencias en el acceso a los bienes de consumo entre los distintos niveles sociales. El ya próximo diálogo del Gobierno con la emigración, pudiera tener como resultado la autorización a un sector de los cubanos residentes en el extranjero para que inviertan directamente en la Isla. Esa apertura legitimaría también las inversiones de descendientes de la alta jerarquía política Castrista, igualmente residentes fuera, los cuales han sido cancerberos de las fortunas de sus padres depositadas en el exterior.

La Iglesia, por su parte, va en pos de rescatar espacios de influencia y legitimarse en sectores que les fueron vedados durante más de cincuenta años. Por ejemplo, los vástagos de la “nueva clase” pudieran ser los potenciales alumnos de instituciones educacionales privadas, bajo signo eclesial. Igualmente la Iglesia Católica podría instalar emisoras de radio y televisión pagando el correspondiente impuesto.

A la luz de esta realidad futura, que para nada es una entelequia, el papel de la Iglesia Católica cubana, a mediano plazo, en la futura dictadura (sin la cúpula Castrista pero con sus descendientes) sería el de mediador y legitimador de ésta. Entidad mediadora dentro del entramado social clasista, realidad cada día más palpable. Legitimadora de ese orden establecido, porque su labor humanitaria ya está destinada a apuntalar la creciente ineptitud estatal en terrenos tan delicados como el sector educativo y de la salud pública.

Es por ello que los organizadores de la visita del Sumo Pontífice a la Isla han evitado cualquier referencia a un posible diálogo de este con miembros de la disidencia interna.

Es obvio que estamos asistiendo a la concreción de un pacto de conveniencia mutua Iglesia-Estado, que incluye el reacomodo financiero de una gerontocracia que muta del uniforme verde oliva al traje de capitalista potencial con créditos vía petrodólares. El Vaticano tiene un papel protagónico en ese juego de influencias crediticias. Una vez más somos espectadores de cómo la Iglesia Católica juega el papel de apéndice de un estado monárquico y decadente, mientras apuesta a una transición que valide su influencia en el rediseño del país.

A la Iglesia le conviene jugar este papel y hará las concesiones que sean necesarias en este sentido.


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