La incultura que los condena
Los nuevos mandamases aspiran que sus discursos, sus narrativas machaconas y poco originales sean tomadas con seriedad
La cultura es un adorno en la prosperidad
y un refugio en la adversidad.
Diógenes Laercio
A tal punto delirante ha sido el “desagravio” a la supuesta profanación de las imágenes de José Martí en Cuba, que no son pocos los que afirman que se trata de una operación diversionista, —para decirlo en lenguaje castrense— con el fin de activar las “masas”, hacerlas inmunes a la escasez reinante en todos los órdenes, materiales y espirituales; regresarlas a la trinchera involucionaria y reafirmar el suicida slogan de Patria o Muerte. Cierto o no, al comienzo de un año que promete ser peor que el anterior, se necesitaba un nuevo impulso ideológico ante tanta aridez imaginativa.
El presidente designado, hombre maduro de la Generación Tía Tata, ingeniero y según sus antiguos condiscípulos, un muchacho simpático, buena persona —con el perdón de Alfredito Rodríguez—, insiste en cada presentación pública en la cultura y la educación como valores que “salvan”. En ese sentido no le falta razón, aunque parezca una frase manida, retórica para un discurso rimbombante. Parece decirlo de corazón y sobre todo, con temor: el deterioro cultural y educativo en la Isla es tan profundo que puede acabar con la propia revolución, ahogada en el caos y la irreverencia absoluta.
Se necesitarán generaciones para alcanzar los mínimos de la república. La narrativa vendida a las nuevas generaciones cubanas y para el extranjero es que en Cuba reinaba la incultura y el analfabetismo antes de 1959. La eclosión de tantas nuevas editoriales —en realidad fueron las mismas, solo se cambiaron nombres y dueños por administradores—, y la Campaña de Alfabetización —un esfuerzo loable, noble— han servido como propaganda para contraponer esos bienes a un pasado que insisten en llamar republica mediatizada o seudo–república, o sea a medias o falsa república —total irrespeto a quienes, con luces y sombras, pusieron a la Isla en el concierto de naciones libres y prósperas.
La revolución cultural y educativa se inició, según el discurso oficial, con la publicación de El Quijote de manera masiva por la Imprenta Nacional de Cuba el 31 de marzo de 1959 —golpe de efecto propagandístico porque como dijera alguien, muchos hablan de El Quijote y pocos se lo han leído. Hubo una tirada de 400.000 ejemplares. Para 1962, casi toda la producción bibliográfica estaba centralizada en la Editorial Nacional de Cuba, institución bajo cuya sombrilla se producía la mayor parte de la literatura educativa y política. El exmáximo líder repetía entonces una de sus frases tramposas: “no les pedimos que crean, les pedimos que lean”.
Para poder leer había que aprender, así que la campaña masiva de alfabetización fue anunciada el 29 de agosto de 1960, durante la graduación del primer contingente de maestros voluntarios. Hasta aquí todo parece justo, primaveral. Pero las cartillas para enseñar las primeras letras a campesinos y obreros iletrados usaban alegorías a la revolución y sus líderes. La citada Editorial Nacional comenzó a imprimir numerosas novelas y libros académicos soviéticos, gracias a los cuales la Generación Tía Tata lleva un primer o segundo nombre eslavo. En tanto, desaparecían de bibliotecas y linotipos autores contrarios al proceso, o quienes se marchaban del país. Un ajuste de cuenta cultural-ideológico cuya cima se alcanzó en el Quinquenio o Decenio Gris: un puñado de individuos decidían que podían o no podían leer millones de personas.
Hace algunos años una monja “repatriada” a la Isla, profesora y teóloga graduada en Roma, y Madrid, me comentó que la Revolución cubana nunca había sido un alzamiento de obreros y campesinos, como pregonaba el discurso oficial y el marxismo importado. Ellos, los humildes y para los humildes, solo habían sido relleno de una escenografía donde los estudiantes, los intelectuales y las clases medias habían sido los protagonistas reales. Era estudiante universitaria en aquellos días de insurrección. Tenía la certeza de que no eran solo la miseria y el alfabetismo quienes derrocaron a la dictadura, sino “el desarrollo de una conciencia nacional, una economía floreciente y el desarrollo cultural en ese momento”. Cito sus palabras con la mayor fidelidad posible a más de dos décadas de distancia. Lo único que añadiría es que la respuesta brutal e ignorante a tales reclamos por parte de Fulgencio Batista terminó por unir a todo un pueblo en su contra.
Con el tiempo y la curiosidad —sobre todo la libertad de leer y buscar información—, se comprueba que aquella hermana tenía razón. Es de la contradicción, de la necesidad de compartir lo que se tenía y lo que se podía tener, que se fraguó un proceso de cambio con apoyo casi total al principio. La Revolución cubana debe en parte su distintivo a que es una rebelión cultural —no es campesina, ni obrera ni militar— de las clases medias y altas, quienes comprenden el potencial de un país en desarrollo, cada día más independiente de la tutela norteña. Solo que como cualquier otra revolución, y con el añadido caribeño, la desmesura iconoclasta la hizo ir contra todo lo anterior, algo bien aprovechado por la elite comunista.
Nunca había visto la génesis del proceso revolucionario desde esa perspectiva. No podía verla. Mi generación, Tía Tata, tuvo que aprenderse los libros de historia de Julio le Riverend y no los de Levi Marrero, leer la poesía de Guillen y no la de Gastón Baquero, los ensayos de Retamar y no los de Jorge Mañach. Creció mi generación aprendiendo a leer con novelas de Salgari, Verne y Stevenson. Nos faltó leer los cuentos de Lino Novas Calvo, el primer traductor de El Viejo y el Mar al español. Como bien han reseñado otros colegas, cuatro generaciones de cubanos han hecho su tálamo intelectual de las migajas ideológicas que el poder decide lanzarle al pueblo. Migajas que no siempre tienen suficiente levadura ni sal para hacer crecer la espiritualidad y la verdad en los individuos.
El Partido tiene la tinta, el papel, la imprenta y la librería o el quiosco. Todo bajo control. A los demás solo pertenece la curiosidad humana de ir más allá del dictum et factum. Pero ahora y de modo intuitivo, los nuevos jerarcas perciben que si la llamada Revolución comenzó por una suma de necesidades culturales e ideológicas, por ahí también puede irse. Ya no se necesitan imprentas ni periódicos para tener criterios, opiniones, una foto. La hegemonía sobre los medios ha dado paso a una pluralidad en el ciberespacio que, en no pocas ocasiones, también puede resultar baladí, fake news —noticias falsas. A pesar de eso, la democracia informativa —y formativa— siempre será preferible a la dictadura comunicacional, dogmática.
Los nuevos mandamases aspiran que sus discursos, sus narrativas machaconas y poco originales sean tomadas con seriedad. ¿Será muy difícil darse cuenta de que una primera página del Órgano Oficial de hace 40 años es casi idéntica a una actual? ¿Cómo explicarles a los niños que el libro de texto con que aprenden a leer es muy parecido al que usaron sus abuelos, cuando en el mundo había socialismo y Cuba era parte de un sistema llamado así? ¿Cómo contar el fracaso de la Zafra de los Diez Millones, la Involución Energética, los dos periodos de hambruna en 1970 y 1993 y el que se acerca? ¿Cómo explicar un cuadro del Renacimiento, los personajes y los hechos religiosos si no se tiene la menor idea de lo que significan? ¿Seguir culpando por todo al Imperialismo mientras en casa se espera con ansiedad la remesa de “Allá” para comer como personas?
El cubano medio de hoy no es una persona educada ni culta. Sus lagunas históricas, religiosas, filosóficas, de civilidad y cortesía son enormes en comparación con las generaciones que le antecedieron. No es un fenómeno local, sino universal. Se lee menos, y ser ignorante de ningún modo asusta. El toque singular en la Isla es que aunque el ciudadano trate de superarse culturalmente, educarse en valores universales como el respeto a la opinión ajena, el buen decir, vestir y comer, el ambiente de sobrevivencia y de escasez lo asfixia constantemente. Es, en resumen, una conducta y un lenguaje carcelario.
Sin embargo, la era digital y la democratización de las redes está “culturizando” de nuevo a los compatriotas de la Isla. Un teléfono celular o una computadora son parte de un proceso indetenible, al cual el régimen pretende oponer mayor control, bloqueo de páginas, inundar de contenidos “revolucionarios” el ciberespacio. Los creídos dueños absolutos de la palabra, como en décadas anteriores, podrán tener a la gente entretenida, pero nunca convencida. Ahí radica el conflicto mayor del poder totalitario: la historia que cuentan puede que sea auto-indulgente, y que se perdone a sí misma. La verdadera cultura los condena.
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