Iglesia Pentecostal, Represión
Las situaciones inusuales
El cerco de policías en torno al templo, la instalación de furgones/escuchas, la interrupción del tráfico por una calle céntrica como Infanta, entre otras medidas, son parte de los tiempos que corren
Hace unas horas escuchaba el comunicado oficial del gobierno cubano sobre la ocupación de la iglesia en Infanta y Manglar por un grupo de feligreses y su pastor. Era un comunicado tan correcto y almidonado como el locutor que, con voz firme y un saco abotonado casi hasta el cuello, leía cuidadosamente el documento. En él, el gobierno certificaba su compromiso tanto con el bienestar físico de los ocupantes, como con la libertad que poseen para decidir qué hacer. Y sorprendentemente, pedía disculpas a los ciudadanos por los inconvenientes que pudieran ocasionar las medidas adoptadas para preservar el orden. Se trataba, decía el comunicado, de una “situación inusual”.
Y tenía razón la nota informativa: hay en todo esto mucho de inusual. Pero de una inusualidad que se está volviendo usual.
En primer lugar, la nota informativa, tan amable y equilibrada, no parecía provenir del mismo gobierno que llama a los cubanos pichones con la boca abierta, que se desprende de sus compromisos sociales, que les quita sus derechos políticos y sociales, que apalea opositores —damas incluidas—, que difama sin derechos a réplicas, que ha excomulgado a cientos de miles de cubanos emigrados, y que cierra y abre espacios públicos (a unos y a otros) cuando le da la gana, sin más explicaciones.
No parece el mismo gobierno, pero en realidad sí lo es, solo que está aprovechando una buena oportunidad para lucir como un actor público servicial, ecuánime y elegante. Pero firme, como listo para desplegar todos sus músculos, cuando sea necesario controlar cualquier “situación inusual”, sobre todo, si la inusualidad traspasara el ámbito privado de la iglesia y pasara a la calle, siempre vaporosa y expuesta a sobresaltos. Es el mismo gobierno, pero que trata de despojarse de su mácula de hombre lobo intratable, y quiere lucir como un padre de una familia nuclear tradicional: justo, pero severo.
El cerco de policías en torno al templo, la instalación de furgones/escuchas, la interrupción del tráfico por una calle céntrica como Infanta, entre otras medidas, son parte de los tiempos que corren. Hace unos cuantos años, tropas entrenadas de soldados, médicos y enfermeras hubieran entrado al templo, y hubieran mandado a sus casas a algunos y a la cárcel a otros. De la misma manera que hace algo así como una década el gobierno encarceló a decenas de opositores solamente por escribir artículos en internet que la abrumadora mayoría de los cubanos no podía leer, ni siquiera imaginar que existían.
Hoy le cuesta más trabajo funcionar con la intolerancia licantrópica de antes, pues son tantas las situaciones inusuales que el gobierno enfrenta día tras día, que no le queda más remedio que aprender a convivir con ellas. No lo hace a gusto, ni desprejuiciadamente. Todos, las inusualidades y sus protagonistas, son sometidos a campañas de desprestigio, para lo cual el gobierno cuenta con una tropilla de blogueros mal pagados, que a la menor señal disparan sus lodos a mansalva y en todas direcciones. Pero ya no puede encarcelarlos como hacía hace un tiempo, sencillamente porque sus poderes son menores. Y porque las situaciones inusuales que enfrentan no solo son más numerosas, sino que son diferentes, inasibles, desconcentradas.
Aun en el cruel “período especial” de los 90 (y que nunca sabremos si ya terminó o continúa), el gobierno cubano contaba con recursos simbólicos e ideológicos suficientes para contener las situaciones críticas. Tenía, en primer lugar, a la figura de Fidel Castro, que atraía simpatías de la población, incluyendo la capitalización de un sector minoritario pero muy efectivo de apoyo activo. Tenía un discurso de protección social verticalista y estatalista a toda costa y todo costo, en el que, se decía, nadie-va-a-quedar-desamparado. Y tenía una convocatoria nacionalista mezclada con exaltaciones éticas, con marchas y contramarchas que —y aquí recuerdo algo que me dijo Lichi Diego— marcaron como nunca antes el carácter deshidratante de la revolución cubana.
Hoy la situación ha cambiado y, sobre todo, cambia día a día. El Estado ha renunciado a su rol protector, lo que altera sustancialmente su discurso y su práctica. Fidel Castro ya no está para convencer y/o anonadar (según el caso) con su estilo jesuita/mafioso, y sus interlocutores posibles son cada vez menos, más viejos, están más cansados y más estropeados por el ajuste económico. Y del nacionalismo solo queda un bloqueo que nadie considera importante y cinco espías presos que la gente asume como un costo ritual. Y en la misma medida en que necesita una inserción más favorable en el escenario mundial, también tiene que atenerse a reglas de comportamiento que le impiden fusilar jóvenes tras juicios sumarios sin garantías o encarcelar decenas de personas por escribir artículos y poseer computadoras.
Y algo que pudiera ser más interesante. Hace algunos años el gobierno tenía que lidiar con una oposición política tradicional, atomizada pero organizada en decenas de organizaciones penetradas por los servicios de inteligencia. Y cuya táctica política se basaba en una guerra de posiciones en condiciones muy desfavorables. Hoy, en cambio, ha surgido un segmento de una nueva oposición que, a diferencia de la disidencia tradicional, hace del movimiento su principal recurso táctico. Y es este movimiento —cacerolazos, desfiles de mujeres, reuniones lúdicas en lugares públicos, circulación de información mediante el ciberespacio, iniciativas de activismo ciudadano— el que está generando tantas situaciones inusuales, similares a esta de los feligreses esperando no sé qué en una iglesia de Centro Habana.
La posición del gobierno cubano —que implica un grado mayor de tolerancia que antes— podría ser explicada sintéticamente parafraseando las palabras de Fidel Castro a los intelectuales en 1961: dentro de lo privado, todo; fuera de lo privado, nada. Nada en la calle, que al fin y al cabo es, según la jerga oficial, de Fidel y los revolucionarios. Y lo mismo para los feligreses que bailan y cantan con su pastor. Siempre dentro del templo. Afuera, en el ágora, nada. Y para eso se establecen esos cordones sanitarios, que en realidad cercan a todos los que manifiestan discordancia, aunque no se vea a los policías, como sucede ahora mismo en Infanta y Manglar.
Finalmente, no olvidemos que los dirigentes cubanos no saben mucho de economía, pero saben lo suficiente de prevención, de represión y de manejo de situaciones inusuales. Y saben que la calle es siempre peligrosa. Más en estos tiempos en que, como alguien dijo una vez, hasta un out mal cantado en el Latino puede producir un tumulto sin resultados previsibles.
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