Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Sociedad

Lo que saca a flote el remolino

Ni en los más hambreados años de Machado, ni en los días más crueles de Batista, la gente humilde delinquió en masa.

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¿Qué ha sucedido entonces? ¿En qué momento, cómo empezamos a torcer aquella tradición tan arraigada? Y no sólo aquella, pues junto a este raro compadreo con el delito, actualmente nos aplastan también la desunión de las familias, la desconfianza, la incomunicación y hasta el odio entre amigos, parientes y vecinos, la agresividad y/o la delación como métodos para ventilar desacuerdos. ¿Cómo es posible que nos haya cambiado el carácter de una forma tan radical? ¿Es que acaso estamos involucionando como especie?

El origen del desaguisado

Por más vueltas que le demos, queda claro que el desaguisado es obra de esto que llaman la revolución. Pero, ¿de qué manera entender que una revolución que, según todas las consignas, se hizo para los humildes, termine arrasando con lo mejor, lo único verdaderamente válido que puede poseer un hombre humilde o un hombre cualquiera: sus valores espirituales y morales?

Escarbar en el nervio de tal interrogante es en verdad lo más provechoso que podrían hacer hoy, aunque sea para ellos mismos, quienes dirigen esto que llaman la revolución. Pero no lo harán. Porque primero necesitan reconocer la existencia del desaguisado. Y luego, decidirse a estudiar sin prejuicios y, claro, sin soberbia, sus reales orígenes, sus causas, que no están, como pretenden, en las pálidas reformas económicas introducidas en el país durante la década de los noventa.

Que busquen mucho más atrás, ellos sabrán dónde, ya que deben conocer justo el punto en que empezaron a ser desmontadas y reformuladas a la diabla, a demencial capricho, al dedo que dispone según batan los vientos, todas las estructuras económicas y sociales, las costumbres, las tradiciones, la cultura, las buenas maneras que distinguieron desde siempre al cubano como un ser honrado, trabajador, hacendoso, apegado a la familia y comedido ante la ley.

Examen, abierta autocrítica, objetividad, empeño sincero y racional por estirar las arrugas. Gobernar en vez de dominar. Eso es lo que harían ante todo los auténticos revolucionarios, y no ponerse a señalar culpables en la dirección en que sólo están las víctimas, no instrumentar medidas que, como bien sentencia el dicho popular, constituyen más rollo que película, utilizando a un batallón de adolescentes sin los conocimientos, ni la madurez, ni la formación indispensables, para hacer frente a una tarea propia de titanes o de magos.

Pero no. Resulta que nos despertamos una mala mañana y de pronto está armado el remolino. Se diría que el fraude y el pillaje nos cayeron del cielo o del infierno, que se han extendido de ahora para luego entre nosotros, como epidemia fulminante y contagiosa, pero que una vez más, todo quedará resuelto a golpe de bisturí. Los malos a la calle, los buenos, es decir, la nueva carne de cañón, a ocupar sus puestos. Y que siga la fiesta. Hasta el próximo operativo.


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