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Independencia, Anexión, EEUU

Los americanos contra la anexión

En Cuba existe aun hoy una profunda corriente de “ojalaterismo”, esa forma atenuada de anexionismo

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“(Los EEUU) ayudarán a Cuba cuando Cuba se haya ayudado a sí
misma. Esperar más que eso es una vaga ilusión.”
Francisco Vicente Aguilera.

A ciento veinte años de la primera Intervención estadounidense en la Isla, es necesario volver al tema de la anexión y del anexionismo.

El válido deseo de conservar la riqueza creada, y la forma de vida relacionada a ella, llevaron a la sacaro-cafetalocracia cubana, y al amasijo de clases y estamentos relacionados con la misma, a buscar la anexión de Cuba a EEUU.

Era impensable arriesgar la riqueza, que consistía en fundamental medida en dotaciones de esclavos, en una guerra independentista. Un conflicto bélico en que todo el que tuviera dos ápices de sustancia gris sabía que España sí se emplearía a fondo, muy a diferencia de lo ocurrido en las tres primeras décadas del diecinueve en Sur, Centro América y México. Por ello se prefirió buscar la anexión: irse a las armas solo como un gesto para atraer la inmediata ayuda americana[i]; coaccionarla incluso, cabría decir.

Porque como demostró la historia misma, la guerra contra España llevada adelante solo con nuestros únicos esfuerzos y recursos significaba el fin de la riqueza de la Isla.

Y había que separarse de la madre patria porque sin dudas, dígase lo que se diga, la metrópoli no aseguraba esa riqueza ya no a largo, aun ni a mediano plazo.

En primer lugar España no era un mercado de peso para el azúcar cubano, e incluso su consumo principal era de la versión más artesanal, el mascabado; en segundo, como potencia de muy segundo orden era incapaz de defender los intereses de nuestro azúcar de caña frente a los de la de remolacha, por entonces apoyada y subsidiada por toda Europa, o en un momento anterior de enfrentar con determinación a las presiones anti abolicionistas de la superpotencia global, Inglaterra; en tercero, por su propia estructura, mentalidad y prácticas económicas, se demostró incapaz de aportar los bancos y todos los mecanismos necesarios para la actividad financiera de una industria como la azucarera, por necesidad industrial (de aquí el origen de la refacción, un mecanismo primitivo mediante el cual se financiaba nuestro azúcar desde la bodega del catalán); y en último lugar por su práctica de usar a las colonias como fuentes de recursos, más que como reales provincias del territorio nacional; y sobre todo, como medio para mantener contentos a los capitales de la periferia ibérica, que en el mantenimiento de la unión encontraban así la posibilidad de explotar los territorios de allende el océano (o sea, como medio para redirigir hacia las colonias el ancestral anti-castellanismo de la periferia ibérica).

En cuanto a esto último es conveniente señalar el hecho histórico constatable de que el nacionalismo catalán radical no resurgiría hasta después del 98. Muy en contraste con las muestras de unionismo acérrimo que había dado Barcelona ante el alzamiento cubano de 1868. Recordemos que con Prim, y aun después, Cataluña llegó a enviar fuertes contingentes de soldados voluntarios, que en la Isla lucharían con férrea determinación por la Unidad Nacional; o más bien por mantener sujeta a la Cuba de dónde habían surgido y todavía surgirían, muchos de los capitales que impulsaron el desarrollo capitalista de esa región española.

Había, en fin, que separarse de España, pero sin que el viento se llevara la riqueza y la forma de vida que había nacido con ella, y a resultas ambas del experimento liberal habanero. ¿Y qué mejor solución para ello que anexarse a la Unión, como un estado más, igual en derechos a todos ellos? Esto aseguraba, al menos hasta 1860, conservar la riqueza (esclavos en lo fundamental) y una forma de vida con ciertas similitudes a la del Sur esclavista; a posteriori de esa fecha, el único mercado que le iba quedando al azúcar cubano en un mundo dominado cada vez más por la remolacha subsidiada europea, a la vez que se conseguía acceder, directamente y sin traumas, a las libertades e infraestructura financiera que prometían EEUU en contraposición a España, que sin dudas en ambos aspectos estaba mucho más atrasada.

En esencia es esta la razón que explica ese poderoso movimiento anexionista, que se explicita en la 5ª y 6ª décadas del diecinueve, pero que sordamente se mantiene vivo después, hasta el mismo 1898, en el corazón del movimiento separatista.

Porque no sigamos mintiéndonos a nosotros mismos a estas alturas, en que ya tenemos suficientes años de vida independiente como para permitirnos mirar fríamente a nuestro pasado: aunque no cabe llamar en sentido estricto militantes del anexionismo a la gran mayoría de los separatistas, lo cierto es que su demasiada, constante y principalísima preocupación por lo que en Washington pensaran o hicieran con respecto al conflicto entre Cuba y España, los convertía en tales. Pero es más, el que ya en la 1ª República, o mejor, durante el Protectorado, los mismos que habían tomado las armas contra España en nombre de la Independencia se dieran con tal facilidad y sin muchos escrúpulos a las “protestas armadas”, mediante las que buscaban no derrotar al contrario, sino irse al campo, “alzarse”, para coaccionar así a los americanos a intervenir a su favor en el conflicto interno, nos deja muy claro que esta era una práctica a la que se habían habituado ya desde las mismas guerras de independencia.

“Ojalateros”, practicantes del “ojalaterismo”, esa forma atenuada de anexionismo que luego se convertiría durante el Protectorado en Plattismo (el buscar aprovecharse de la subordinación externa para imponer al interior de la política nacional los intereses propios), eran en su gran mayoría los que pelearon en nuestras guerras de independencia. Ojalateros, como llamaba Máximo Gómez a los muchos que en los campamentos mambises se mantenían repitiendo día y noche: “…ojalá que vengan los americanos, ojalá que acaben de intervenir…”

Gómez, alguien que, por cierto, no tardó en demostrar con su comportamiento durante ese año de 1898 que él no era en el fondo otra cosa que un ojalatero más; y así se negó a aceptar la invitación de Ramón Blanco y Erenas a enfrentar en conjunto al invasor, algo que seguramente sí habría aceptado un Antonio Maceo[ii]; o luego le sirvió en bandeja de barro, y mal cocido, el Ejército Libertador al gobierno interventor americano.

Pasar por alto el que uno de los primeros actos del recién constituido Gobierno de Cuba en Armas fuera pedirle al presidente de EEUU la anexión, y que dicho acto viniera respaldado por la firma de la gran mayoría de los alzados, con la honrosa excepción, de entre las conocidas, de Eduardo Machado, es una muestra de ese insistente intento de nuestra historiografía por ocultar hechos, y desaparecer documentos, para así reescribir nuestra historia en clave mítica.

Lo malo de este intento es que como a fin de cuentas esos discursos historiográficos no han afectado en mucho, o casi en nada, las reales y subterráneas corrientes de desenvolvimiento histórico de la psicología, de la idiosincrasia nacional, pues no sirven, ni han servido para trazar políticas en base a las cuales sacar al país de sus atolladeros históricos.

En Cuba existe aun hoy una profunda corriente de ojalaterismo. Hay incluso uno inverso, pero que en definitiva funciona con las mismas desgraciadas consecuencias que el positivo, y que se puede descubrir sin mucho trabajo en la prensa o en general en los medios controlados por el régimen dizque nacionalista: cualquiera que abra a menudo la prensa en Cuba, o siga los noticieros o espacios televisados de… “debate” (incluso entrecomillada nos resulta demasiado surrealista usar esta palabra aquí), se dará cuenta que ellos tienen su mirada fijamente enfocada en EEUU, y solo en ellos. Y no es solo que todos los problemas internos sean referidos a ese país, sino que en última instancia se parte de la idea de que mientras aquel no cambie, mientras no se lo lleve el diablo, o cinco terroristas suicidas islámicos o norcoreanos, u ocurra una revolución idéntica a la cubana (o sea, esto significa para cualquier ojalatero cubano de signo negativo el que se subordine por completo a su Revolución), los problemas de Cuba nunca se resolverán.

Así, el castrismo, al remachar en la cabeza de los ciudadanos la errónea idea de que no podemos vivir de espaldas a los americanos, que la vida no es más que una cruzada por derrotarlos, o un eterno combate para esquivar sus golpes mientras por fin llega el fin del capitalismo, no hace más que, a la larga o a la corta, hacer nacer en todas las cabezas la conclusión lógica de para qué enfrentarse a lo inevitable: A la muerte, como a la anexión, uno tiene que aceptarla…

Resulta indiscutible a estas alturas que nuestros ancestros del diecinueve querían que los americanos les sacaran las castañas del fuego. Pero esto, por cierto, no justifica la bribona actitud americana ante ese válido deseo cubano. Es necesario entender que a cambio de impedir que la riqueza de la Isla fuera consumida en una devastadora guerra, más allá de nuestras posibilidades reales, los cubanos se disponían a poner en manos de la república del Destino Manifiesto la isla más rica del mundo. Aquella que algunos visitantes del medio siglo, entendidos en relaciones coloniales, se atrevían a señalar que por su riqueza parecía más la metrópoli de España que viceversa; dónde más millonarios había en el mundo de la época con relación al número total de habitantes, y donde incluso los obreros negros de La Habana disfrutaban de un nivel de vida muy superior al de sus contemporáneos parisinos (lea, por favor, Cecilia Valdés y Los Miserables, luego compare)… No pasemos tampoco por alto el que todavía en 1850, antes de la revolución del acero barato, el azúcar era el principal producto de intercambio, que además contaba entre todos los demás con el mayor valor agregado de las tecnologías estrellas de la época: la mecánica y la química.

Una Isla que ya desde la época de los profetas de la expansión y el futuro poder americano, allá por las postrimerías del Siglo de las Luces, cuando no era todavía más que un poco desarrollado presidio español dedicado por sobre todo a la ganadería extensiva y el cultivo del tabaco, se vaticinaba terminaría por orbitar de una u otra manera alrededor de la naciente Nación. Una isla sobre la que Thomas Jefferson escribiera ya desde junio de 1823:

La verdad es que la agregación de Cuba a nuestra Unión es exactamente lo que se necesita para hacer que nuestro poder, como nación, alcance el mayor grado de interés.

En esencia los americanos, en respuesta al interés cubano por la anexión, tuvieron dos periodos muy bien definidos.

En el primero el principal obstáculo para aceptar esa propuesta está en los problemas de equilibrio interno de la Unión; ya que los estados del Norte no deseaban la anexión de un nuevo estado esclavista, que desbalancearía los equilibrios de poder a favor del Sur. Sin tampoco dejar de tener en cuenta la relativa debilidad de la Unión antes de 1860, que la hacía pensárselo muy bien antes de desafiar los poderes europeos que probablemente apoyarían a España en el caso cubano.

En el segundo periodo, entre 1865 y 1898, subsiste este último motivo, aunque con una importancia en declive inversamente proporcional al aumento de la población y el poderío económico de Estados Unidos en que se ha vivido la experiencia de la guerra más importante al interior de Occidente entre 1815 y 1914.

Lo verdaderamente significativo en este periodo es la suspicacia yanqui hacia las élites cubanas, a las que identifican todavía con sus pares sureños. Estos últimos estarán ahora derrotados y pobres, pero en lo profundo de los secreteos políticos yanquis se teme si los cubanos no podrían venir a reforzarlos, tanto económica como espiritualmente.

Una élite, la cubana, que por otra parte es muy semejante a aquella de los “caballeros”, que ya les américaines habían encontrado en su avance hacia el oeste a través de Texas y otros territorios arrebatados a México, y ante la cual el americano medio siempre tuvo (y aún tiene) sus complejos de inferioridad; entendibles por demás en una nación constituida enteramente por plebeyos que habían escapado de la aristocrática Europa. Una clase de caballeros latinos, pero cien veces más estructurada que sus semejantes texanas o californianas, con una mentalidad liberal comparable a las de las élites neoyorkinas o bostonianas, y con una cultura y amplitud de miras muy superior al promedio de todas las élites americanas[iii].

Era por tanto natural su actitud en esta segunda etapa ante una sociedad con una élite que nunca creyeron poder digerir en su sistema político-cultural.

Esta es la explicación principal de porqué los americanos prefirieron dejar que España desangrara a esa élite cubana, hasta hacerla desaparecer casi como poder económico, e incluso hasta en sentido demográfico; aunque nunca lograrían el objetivo de hacerla desvanecer como tradición cultural y de pensamiento. El resentimiento de esa tradición ante esa actitud dolosa de los yanquis conduciría medio siglo después a la explosión de nacionalismo de finales de los cincuenta, y al castrismo, que supo aprovecharse de la misma para imponer su autoritarismo paternalista.

Señalemos rápidamente y de pasada que la explicación en base al temor ante la posible actitud de Inglaterra, garante de España, resulta poco creíble ya a partir de 1866, o 1871, cuando el nacimiento del coloso alemán desarticula toda Europa, y anuncia que a la hasta entonces única superpotencia global le ha surgido un desafío de respeto en su mismo vecindario (una medida de las aprensiones inglesas está en que allí haya florecido, a partir de la derrota de Francia en el 71, todo un género literario: la novela de la Invasión, en que las islas británicas se convertían en la próxima víctima del imperio alemán). En general en el último cuarto de diecinueve el Reino Unido enfrenta desafíos demasiado vastos como para dedicar tiempo a una islita que con solo mirar en un mapamundi es evidente que resultaba una posesión natural americana.

Es esa misma actitud marrullera americana de esperar a que se desangrara y descapitalizara la élite cubana la que explican porque en 1898, cuando intervienen en una guerra que ya España no podía sostener, la anexión ha dejado de ser la solución de algo para los cubanos: la forma de vida, la riqueza y hasta la clase misma que intentaba conservarlas se habían desvanecido entre el humo de los incendios de treinta años de guerras. Y dado ese caso, ¿para qué carajos se necesitaba entonces a los americanos?

Cabe agregar por último que los americanos no solo impidieron la anexión con su actitud dolosa, de esperar el momento oportuno para deshacerse de los dos contrincantes al mismo tiempo, y con el menor esfuerzo.

Porque independientemente de que ya no hubiese razones para buscarla (se había alcanzado la independencia, por propio esfuerzo, con las consecuencias naturales predichas y que ello solo podía tener), subsistía un movimiento anexionista que al menos por inercia hubiera mantenido esa bandera. Un partido anexionista que en medio de las divisiones del movimiento separatista-independentista habría podido imponer esa solución con relativa facilidad; si hubiese contado con el apoyo de los mismos interventores.

El problema estuvo sin embargo en la manera en que EEUU intervino, y sobre todo en la clara intención que demostró desde un inicio de no aceptar a Cuba más que como una dependencia; tipo de lo que poco después fue y aún es Puerto Rico. Esto fue el tiro de gracia al movimiento anexionista: si hubo a partir de entonces tantos o más intereses que antes en pro del mantenimiento a toda costa de nuestras relaciones con el único mercado que, para nuestra azúcar, nos quedaba abierto en el mundo, por otra parte el “embullo”, el espíritu necesarios a todo movimiento político que aspire a realizarse desaparecieron del anexionismo.

Esto es evidente en la obra del patriota cubano José Ignacio Rodríguez. Su monumental Estudio histórico sobre el origen, desenvolvimiento y manifestaciones prácticas de la idea de la Anexión de la isla de Cuba a los Estados Unidos de América, publicado en plena primera Intervención, no es en sí un panfleto para llamar a los cubanos hacia esa opción, a la manera que piensan quienes han impedido su posterior reedición, sino más bien una denuncia de la traición que a esa idea llevan adelante por entonces los hombres del partido republicano capitaneados por el presidente McKinley. Dice así en el prólogo de esta obra el discípulo de Luz:

Por lo que hace a la isla de Cuba, preciso es reconocer que el movimiento anexionista, se encontró siempre ligado con las aspiraciones levantadas de patriotismo cubano. Nadie entre los hijos de Cuba quiso nunca, que su patria se agregase a los Estados Unidos de América, por solo el gusto de cambiar de amo, para que fuese gobernada militarmente, como colonia, o posesión habitada por gente de raza y civilización inferior, a la que hay que enseñar el arte de gobernarse, e indigna de ser dejada a sus propios destinos hasta que no llegue a lo que el Presidente McKinley ha llamado, y apenas puede traducirse al castellano, “el nivel de bien conocido respeto propio, y de unidad confiante en sí misma”, que según él ponen a una comunidad ilustrada en aptitud para gobernarse sin tutores. Nadie creyó nunca, tampoco que la anexión de Cuba a los Estados Unidos de América podría jamás resultar, lo que le está resultando a Puerto Rico, a cuyos naturales se ha negado el carácter de ciudadanos de los Estados Unidos de América, sin más derechos que los que el Congreso federal, ha tenido o tenga a bien concederles. Los partidarios de la anexión creyeron siempre, y continúan creyendo, a pesar de todo, que por medio de aquella podría alcanzarse para su patria amada la mayor suma posible de dignidad, de libertad, y de grandeza material y moral…

Estudio histórico es en realidad un documento invaluable: marca el instante en que el anexionismo cubano comprende de a lleno lo inviable de su propuesta, nada menos que por la reticencia de la otra parte, EEUU a permitirla, o más bien por su incapacidad para llevarla adelante (la ya referida, en las notas, incapacidad americana de absorber naciones).

Porque en resumen: fue EEUU el que impidió la anexión cubana.


[i] Desengañémonos, las “protestas armadas” no principiaron en Cuba en agosto de 1906.

[ii] No decimos aquí que Maceo fuese un santo: si a alguien se puede acusar en el 95 de tener aspiraciones dictatoriales es precisamente a él. Pero lo real es que él hubiera comprendido, por las razones que fueran, que era preferible la autonomía que concedió España a fines de 1897, que el Protectorado que sufrimos hasta septiembre de 1933.

[iii] Si se observa aun hoy EEUU carece de la capacidad de absorber sociedades enteras con un cierto nivel de estructuración y de cultura propia. Su actual enésimo repliegue interno, esta vez ante la Gran Reconquista Mejicana de lo perdido por esa nación a mediados del diecinueve, así lo demuestra. EEUU tiene una gran capacidad de absorber individuos o familias, pero no nuevas naciones. Era por lo tanto sencillo anexarse la despoblada Texas con sus “caballeros” trogloditas, o la casi deshabitada California, territorios que no tardaron en inundarse de individuos europeos aculturados, pero el desafío de hacer lo mismo con La Habana, y en general con toda Cuba, excedía las capacidades de la civilización americana. Aun hoy, repetimos.


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