Morir del cuento
El humor, un subproducto natural de las crisis, debe ser sofocado antes de que se desordene y se convierta en ira
No hay mayor mentira que la verdad mal entendida.
William James
Si no fuera por la tragedia del día a día de los cubanos, la cotidianidad en la Isla sería la mejor comedia del absurdo que pudiera verse como Reality Show. Sería una dura competencia para el grupo Monty Python, los hermanos Zucker (¿Dónde está el piloto?) o Woody Allen —sin tanto dialogo inteligente, por supuesto.
No por gusto, en su osada inmersión al mundo detenido en el tiempo que es Cuba, Barack Obama escogió un programa humorístico cubano para acercarse a los vecinos del sur. Fue la primera vez que “Vivir del Cuento” pudo verse en los canales latinos de Norteamérica como preámbulo a la visita. Después de aquel debut, es frecuente entrar a una casa en Hialeah o en otra ciudad de Miami y encontrar un paisano riendo con un capítulo de la comedia por Internet.
La sociología que hay detrás de tantos seguidores cubanos en esta tierra de libertad es difícil de explicar. Las sonrisas no; los personajes son los mismos arquetipos que hace sesenta años se dejaron detrás: el opositor light, el entretenido o mal entendido, el guataca, y sobre todo, el chivato o cuadrado. A veces recordar es volver a escapar del manicomio, de la pesadilla.
Aunque los conflictos de Pánfilo (Luis Silva) en ocasiones pueden ser los de cualquier jubilado en el resto del mundo si obviamos el contexto, una advertencia nada oculta hace algunos meses anunciaba que al programa le quedaba poco. Un amanuense oficial —disculpar el pleonasmo— escribía que la “burla” hacia los dirigentes y “cuadros” revolucionarios no debía ser permitida. Sugería el escribidor por encargo que debía hacerse humor con los “luchadores”. Eso podría funcionar en una sociedad donde robar no fuera sinónimo de “resolver”. En la sociedad cubana actual Tres Patines dejó de ser un esperpento para convertirse en un héroe. Así de trastocados están los valores en La Roca —Alcatraz— del Caribe.
El caso que nos ocupa es el del humorista Andy Vázquez, interprete del enguayaberado Facundo Correcto, una especie de controlador barrial al peor —y más tragicómico— estilo facistoide. La justificación para el despido del actor no puede ser más vulgar: ninguna. En un país donde todos los medios de comunicación están controlados por unas pocas manos, basta el gesto del pulgar hacia abajo a la usanza imperial para que se pase a la categoría de no-personaje —después, sin reincide en la “gracia”, pasará a no-persona.
En estas mismas páginas y en otros medios alternativos se ha venido insistiendo en que la cuota de humor permitida es inversamente proporcional, en la sociedad totalitaria, a la salud económica y el control social. El humor, un subproducto natural de las crisis, debe ser sofocado antes de que se desordene y se convierta en ira. “Vivir del Cuento” no está siempre dentro de los parámetros usuales del humor blanco; y más bien podría caer dentro de la sátira con fines moralizadores, lo que ha hecho a los censores cortar por lo menos sano: el personaje del funcionario.
Pero quizás lo más importante de “Vivir del Cuento” no sea su muerte anunciada, sino que, como una parábola mayor, el Año 2020 que recién comienza se pudiera enunciar como el Año de Morir del Cuento. Dos interesantes trabajos aparecidos en los medios alternativos a finales de 2019 presagian un nuevo año sombrío. Miriam Leyva —La economía cubana va en caída libre— y Martha Beatriz Roque Cabello —Despedida final al 2019, “el año de la muela”— son las autoras de los artículos citados. Ambas son especialistas en el tema y viven en la Isla. Dos periodistas que con su coraje y sabiduría honran las mejores tradiciones de la mujer cubana.
Las tesis de Mirian y Martha son las mismas de cualquier hijo de vecino con solo un dedo de frente: el tiempo del “cuentecito” se ha acabado. La llamada Generación Tía Tata, esa que creció en los sesenta y setenta del siglo pasado tiene nietos; una edad en la que el ser humano está más cerca de un entierro que de un homenaje —aunque hay homenajes que son despedidas. Vistas a la distancia de tantos “cuentos”, ¿cómo es posible que el Designado crea que le van a creer? Él mismo, Tía Tata Generation, ¿dice lo que piensa, hace lo que dice, siente lo que hace?
El Difunto, Cuentero Mayor, cierta vez confesó que el pueblo no podía desmovilizarse. Traducido al lenguaje dictatorial quería decir que la “masa” debía estar inmersa en una “batalla” todo el tiempo. Entretener más que convencer. Tupir más que discurrir. Confundir y no persuadir. Sus méritos en ese campo tenia, sin duda; si no había problema o guerra que dar, él se la buscaba. De esa manera todo un país fue puesto en función de la campaña de alfabetización en 1961, en tumbar frutales para sembrar café en 1965, entregar cuotas de comida para el Vietnam Heroico en el 67, en hacer mítico al guerrillero en el 68, la zafra de los Diez Millones en 1970 hasta los héroes prisioneros del Imperio (2002) y la Revolución Energética en 2006.
El problema ahora para el Escogido y su tropa es la ausencia de cuento. No son capaces de tejer una historia creíble, una meta —no obstante mentirosa— en la cual las nuevas generaciones puedan enrolarse, como sucedió con la generación Tía Tata. “Somos continuidad” no suena bien. No tiene pegada, arrastre. Tampoco “somos país” o “vamos por más”. Ambas frases, copiadas quien sabe de quién o de qué, denotan grisura, una falta de proyección que convence de lo contrario: no somos país porque la nación no es un partido político ni se limita al espacio físico que ocupa una parte de los ciudadanos. ¿Ir por más? ¿De qué? ¿Por otros sesenta años de apagones, libreta de abastecimiento, de falta de agua, viviendas en peligro de derrumbe, y los muebles de los abuelos?
Con su magia para contar, aquel maestro del relato breve que fue Onelio Jorge Cardoso nos regaló una obra maestra con El Cuentero (1944). Juan Candela, el personaje, llenaba las noches aburridas tras el duro corte de caña con historias exageradas, increíbles. Pero eran tan fascinantes que nadie interrumpía. Pero pasado cierto tiempo, los jornaleros comenzaron a burlarse del fabulador, y en una velada desmontaron una de sus cuentos inverosímiles. Juan Candela se molestó mucho, se retiró y no volvió a contar. Todos sintieron como si hubieran perdido una cosa importante en sus vidas. Uno de ellos dijo: “Hay que creer en algo que sea bonito, aunque no sea”.
Hay una curiosa relación entre el fallecimiento social de Facundo Correcto y “Vivir del Cuento” que se nos muere: nunca la verdad está tan cerca como cuando no hay ninguna historia “bonita” para entretener.
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