Paula
Con la esperanza de que ningún huracán sea la solución que muchos cubanos esperan, para borrarlo todo y comenzar de nuevo
A veces me pregunto bajo qué circunstancias terminará la revolución un día. No me cabe ninguna duda de que no sobrevivirá a sus líderes, por falsa y antinatural, pero me pregunto si serán los años quienes con su implacable guadaña pondrán fin al imperio o si terminará natural y pacíficamente, como sucedió en Chile con su dictador o en España con su histórico caudillo. Ellos supieron encontrar solución final a sus reinos de una manera oportuna y medianamente honesta, con la maldad que crea la experiencia de los años en el poder, pero además también por el placer de terminar de una vez con el desamor de estar viviendo a empujones y puñetazos. Tuvieron la vergüenza de aceptar que ya iba siendo demasiado y no valía la pena seguir adelante con la obstinación de uno sobre muchos, porque igual el futuro del país no se lo perdonaría para cuando la vida encontrara penosa solución a sus errores.
En la Isla sin embargo, esperar el ciclón que se aproximaba se había vuelto para mí un temor de rutina. Recordaré siempre la belleza del mal tiempo en vísperas de un huracán. El cielo era gris y encapotado, tapando un sol que siempre pareció invencible. El olor húmedo del aire impertinente, moviéndose a tirones, empujándolo todo y rompiendo la paz. Y el mar, espumoso y sonoro, majestuoso y ajeno, con sus ondas de baja frecuencia, rompiéndose en olas enfadadas para desbordarse del otro lado del muro que los hombres le habían impuesto en su camino.
Cerrar las ventanas, taponear los huecos y prepararse para los apagones eran parte del delirio del evento, pero quedarse en el refugio de la casa y perderse las maravillas de la tormenta nunca fueron para mí una opción apetecible. No importaban las precauciones de Manolo Ortega en el noticiero de las ocho, ¿cómo perderme el agua y sus remolinos, rodando a cántaros por las calles, inundándolo todo?, ¿O el viento de la esquina de 23 e Infanta que te empujaba implacable y que era como estar nadando dentro de un río de aire? ¿Cómo perderse el despliegue de las olas, elevándose en cortinas altísimas sobre las rocas, para desplomarse un instante después sobre mi cabeza, como en un océano vertical? Yo jamás me perdí las delicias del ciclón y aunque peligroso y traicionero, mojarse en sus derroches de agua y patinar sobre los ríos que formaba sobre el asfalto, eran parte de la vida de mi cuidad.
Otra cosa increíble que tenían los huracanes era que lo limpiaban todo. No sé si lo habrá notado, pero luego del ciclón la ciudad siempre lucía más limpia, como si le hubieran dado cepillo. Volvía la vida con los primeros rayos de un sol nuevo y todo parecía como si lo hubieran fregado para borrar nuestras huellas con la magia del chorro de una manguera. Los grafitis enamorados de las paredes, el aceite derramado por las calles, el polvo de las sombras, las telarañas de los rincones, hasta los chicles pegajosos incrustados en las aceras, todos se iban con la tormenta. La cuidad era nueva, con su nuevo vestuario y sus nuevos destrozos.
Fue a la espera de uno de esos ciclones y para cuando la verdad comenzaba ya a mostrar sus luces en mi cabeza por entre las grietas de la realidad, que escuché decir a alguien en su frustración, que ojalá y el ciclón se lo llevara todo. La posibilidad real de que un día algo así sucediera cambió de alguna manera el gozo que yo sentía con los huracanes. Nunca antes se me había ocurrido pensar en la influencia política que podría tener uno de ellos en el curso de mi país, e instantes después caí en la cuenta de que para algunas personas, las esperanzas estaban tan lejos e inalcanzables que las depositaban en un evento natural. ¿Tendría un huracán que ser la solución de nuestros problemas?, ¿tendría que destruirse el país hasta los cimientos para que un día todos los cubanos tuvieran voz y respeto en un gobierno leal?, ¿dónde fue que lo que un día pareció esperanza y futuro se volvió una pesadilla? La respuesta no la sé y recuerdo muy bien los días en que yo también defendía la revolución como se defienden las cosas justas y necesarias, como defendía mi derecho de disfrutar en la calle del huracán cuando a mi madre aquello le parecía una locura.
Con toda la simpatía que aún siento por aquellas fiestas de viento y agua, tengo la esperanza de que ninguna de ellas sea la solución que muchos cubanos esperan para borrarlo todo y comenzar de nuevo. Que sus gobernantes entiendan de una vez que el poder no es conveniencia y que nuestra Isla no necesita estrellas de Hollywood de fama internacional sino economía y democracia, imperfecta y coja que serán al principio, pero que tendremos que madurar con la colaboración de todos. Si la revolución de mis padres y abuelos se ha vuelto el huracán que encarcela y destierra, que nos agrede, nos discrimina y nos llama traidores, espero coincida conmigo en que las esperanzas tendrán que estar puestas en un día de sol y bajo un cielo azul y despejado, donde todos los cubanos de todas partes y tendencias, blancos, negros, maricones, religiosos, gusanos y comunistas, sepamos aceptarnos como hermanos y enmendar las diferencias que el último huracán nos dejó. Así, espero que Paula no sea nada. ¡Suerte!
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