Actualizado: 01/05/2024 21:49
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Sociedad

Vidas recicladas

Les llaman buzos o leones y son escarbadoras humanas de la economía informal.

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Las casas ofrecen otros artículos de cambio, incluso por menos cantidad de materia prima, pero son escasamente atractivos. Moños de pelo y pellizcos con pelo artificial para apliques apenas si tienen curso en el mercado.

Las botellas de refresco son las reinas. Se conocen en el argot como pepinos y son vendidas a 25 pesos cada una, el equivalente a un peso convertible. Las mismas, de marca Tukola, son comercializadas en los circuitos estatales a un convertible con cuarenta y cinco centavos.

Como Pico, hay quienes cada una quincena reúnen desechos que representan medio centenar de botellas. Al mes las ganancias se acercan a los cien convertibles, unos dos mil quinientos pesos.

Para un doctor en ciencias médicas, máximo grado científico al que puede aspirar un médico cubano, el de los botelleros resulta un salario de ensueño. A fin de mes tales eminencias reciben poco más de setecientos pesos, unos treinta y ocho convertibles.

El mercado callejero de envases vacíos actúa como el que más: se rige por la ley de oferta y demanda. Así las botellas son vendidas a uno o dos pesos, de acuerdo a cómo se coticen en ese momento en los barrios.

Una estructura piramidal

Los agentes recolectores se mueven en una estructura piramidal. En la cúspide se hallan los dueños de pequeños transportes, ya sean motorizados o no, que cargan decenas de kilos y pagan a otros el trabajo sucio del acopio.

Están los buscones libres, que, como Pico, se mueven a pie o en bicicleta y truecan personalmente la carga.

Los más desfavorecidos son los recolectores que venden a los intermediarios. En su mayoría alcohólicos y emigrantes del oriente de la Isla que sobreviven en las callejuelas habaneras alimentándose de sobras y durmiendo en covachas o portales a punto de derrumbe.

Aunque pocas, también hay mujeres en el negocio. Suelen ser madres solteras, como Adela, una delgada morena de gestos eléctricos.

Ha podido mantener becado a su hijo en un preuniversitario en el campo. "Cuando viene a casa siempre tiene algo para salir con la novia y ponerse sus buenos tenis", comenta entusiasta esta "luchadora".

Juanito quilo quilo resolvió algo mejor: pulir las latas en el asfalto hasta destaparlas e irse los fines de semana a los jardines de la Tropical, una histórica fábrica en el oeste habanero que dispensa cerveza a granel.

A falta de jarras, los bebedores se las arrebatan por un peso. Al final de cada jornada echa al bolsillo entre doscientos y trescientos pesos.

Otros, como el miope Estupiñán, son apresados por la policía y eventualmente rehabilitados. La mayoría de ellos escapa de los centros asistenciales y retornan, desquiciados, a la vida de arrabal.

Uno de estos buzos es Imías. No es un nombre bíblico, sino una toponimia. Así le apodan sus compinches porque emigró desde ese lugar de la geografía más oriental de Cuba, una zona donde el alcoholismo destruye la vida de muchos.

"Este reloj me le encontré en la basura", dice con orgullo.

Imías toma todo lo que contenga alcohol o lo que se imagina que lo tenga, como jarabes medicinales. Hace más de un año sobrevive como recolector.

Está feliz porque vendió en veinte pesos un paraguas roto que encontró ayer. Lleva un saco blindado por la mugre.

Su mirada, perdida, parece confirmar que está en medio de la nada y sin saber ni por qué.


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